Los hombres pájaro de México


Los indígenas totonacas rinden tributo al Sol arrojándose al vacío desde el tope de un poste de 35 metros de altura. Tienen que llenarse de coraje y hasta de castidad para poder ‘volar’.

JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
ENVIADO ESPECIAL DE EL TIEMPO
PAPANTLA MÉXICO

El silbido de una flauta de guadua y los golpes repetidos sobre un tambor de cedro y cuero de gato producen una extraña melodía con la que se le rinde tributo al dios Sol y se le pide protección y fertilidad. La música indica que el caporal Víctor García, un joven de 19 años que dirige el ritual e interpreta los instrumentos, y cuatro indígenas totonacas más están listos en Papantla, un pueblo de 170 mil habitantes del estado de Veracruz –al este de Ciudad de México– para ejecutar la ‘Danza del volador’.La leyenda dice que el ritual surgió en el año 52 antes de Cristo.
Doce hombres fueron enviados a buscar el árbol más grande del bosque. Debían subirse a la cima y pedirle a sus dioses que les regalaran agua para salvar los cultivos de maíz y plátano.
De los 12, sólo cinco alcanzaron el copo del árbol, donde se convirtieron en pájaros y empezaron a volar.García lleva botas negras de cuero, un pantalón rojo de terciopelo con cintas de colores y flequillos dorados, una camisa blanca de arandelas y un penacho cubierto de flores y espejos.
Es el traje oficial de los voladores, que hace alusión a la naturaleza. El caporal sube los peldaños de un poste de 35 metros de altura y lo siguen sus compañeros.
Ya en la cima, empieza a bailar a brincos y a tocar la flauta y el tambor sin protección alguna, sobre una base redonda de unos 25 centímetros de diámetro. El muchacho muestra equilibrio y nervios de acero.
A su alrededor, en un cuadrado giratorio de madera de no más de dos metros por cada lado, están apostados sus compañeros y cada uno se amarra a una cuerda.
Los ‘hombres pájaro’ deben derrochar valor y entrega, y tener mucha concentración, para poder subirse al palo volador. Y no sólo eso: deben soñar que vuelan.
"No todos lo pueden hacer, el dios Sol no se lo permite a cualquiera”, dice Marcelino García, un abuelo totonaca de 58 años que lleva 40 volando. El viejo, que al sonreír deja ver un diente de oro y otro de plata, tenía 10 años cuando a través de un sueño supo que sería un volador.
“Soñé que flotaba en el aire –cuenta–. Esa fue la señal”.Los voladores también deben seguir al pie de la letra una especie de dieta. Cinco días antes del vuelo y cinco días después de este, no pueden tener relaciones sexuales ni consumir licor. “El vuelo puede ser peligroso. Todo depende de la concentración”, señala Cruz Ramírez, otro veterano volador. Tres de sus compañeros voladores han muerto en plena acción. El último fue Luis Arroyo, en marzo de 2006, quien pereció al caer de una altura de ocho metros.
“Ya estaba muy viejo y de pronto se desconcentró", explica Ramírez. Las edades de los voladores van de los 15 a los 60, y se estima que en todo el estado de Veracruz hay unos 800, que combinan este ritual de alabanza heredada de sus ancestros con labores agrícolas.
La milenaria tradición se ha convertido, también, en un modo de supervivencia. Muchos se presentan en fiestas patronales y en espectáculos en todo México y por cada vuelo reciben entre 100 y 200 pesos mexicanos (20 mil a 30 mil pesos colombianos).
Cuando el caporal García da la orden, los cuatro voladores que lo rodean, sentados, se arrojan de espaldas al vacío, para convertirse en ‘hombres pájaro’. Cada uno de ellos da 13 vueltas con los brazos abiertos y los ojos cerrados, para concentrarse.
Si se distraen, podrían sufrir un accidente. La cuerda sujeta a la cintura y a los pies, que regula la velocidad del vuelo, se desenrolla desde una especie de carrete, arriba en la cima del poste, donde el caporal sigue danzando. “Al principio da miedo, pero hay que vencerlo –cuenta Pablo Casas, de 22 años de edad y 6 de práctica–. El vuelo se disfruta. Es una sensación de purificación”.
Entre los cuatro suman 52 vueltas que representan las semanas del año y la formación del ciclo solar del calendario maya. Según sus creencias, cada 52 años nace un nuevo sol y todo comienza de nuevo.
Minuto y medio después, el vuelo termina. Cuando el caporal desciende deslizándose por una de las cuatro cuerdas, sus compañeros ya han pisado tierra.


Ahora las mujeres también vuelan

Hasta hace poco, las mujeres no tenían acceso al ritual de Papantla, porque las consideraban un elemento de distracción para el sexo opuesto en tan peligroso ejercicio. Pero todo eso está cambiando, aunque aún son pocas las que se atreven a ser voladoras.Una de ellas es Soledad Pérez Bautista, de 14 años, quien dice que ya no le da miedo lanzarse al vacío amarrada a la cuerda. “Eso fue solo la primera vez que volé”, relata la jovencita que, como todos, heredó la tradición de sus padres y abuelos, y lleva un año con ‘alas’. Si a los hombres les prohíben el sexo y el licor para poder volar, a las muchachas les exigen buenas notas en el colegio y un comportamiento ejemplar. Además de las mujeres, los niños también se están entrenando para conservar la tradición. Para ello se creó la Escuela de Voladores. Facundo Olmedo, quien tiene 10 años, también va desde el año pasado a esta escuela. En total, 50 niños aprenden allí la técnica con diversos ejercicios. Permanecer con los pies arriba durante varias horas, concentrados, es uno básico. Facundo ya vuela, aunque de un poste de madera de 15 metros y no de 35 como el de los grandes. Asegura también que ya no siente temor alguno: “Lo más importante es tomarse esto con seriedad, valorar nuestra cultura –dice el pequeño–. Esto no es un juego”.

*Invitación del gobierno del Estado de Veracruz (México).

Goles a la miseria



En el Chocó muchos jóvenes que abrazan el sueño de ser futbolistas para salir de la pobreza, entrenan con hambre en canchas de tierra, con guayos y balones rotos. En esta región, famosa por sus futbolistas, muchos talentos se pierden por falta de apoyo.

JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
ENVIADO ESPECIAL DE EL TIEMPO
ANDAGOYA (CHOCÓ).

Publicado en El Tiempo el primero de mayo de 2009

El tañido de las campanas de la iglesia de Andagoya da cuenta de que son las 12 de un día caluroso pero sin sol.
En Andagoya suele hacer mucho calor, pero el sol permanece –casi siempre- oculto dentro de un cielo gris.
A unos 50 metros del templo está la cancha de fútbol de este corregimiento de 3.600 habitantes, cabecera del municipio de Medio San Juan, en el sur del departamento del Chocó y que fue famoso en el país por su producción minera.
Niños y jóvenes juegan en un campo sin césped, una mezcla entre tierra, arena y piedra; hacen goles en arcos sin malla, y patean balones resquebrajados, algunos, con tenis o guayos rotos.
Otros entrenan montados en unos zapatos de caucho que están de moda en esta región colombiana, conocidos como ‘putarras’ o ‘charangas’, y que venden a 10 mil pesos.
En Andagoya, como en casi todo el Chocó, la mayoría de niños y jóvenes tienen un sueño en común: ser futbolistas para salir de la pobreza, para comprarles una casa a sus papás y para no aguantar hambre nunca más. Pero muy pocos lo logran.
Quieren seguirles los pasos a leyendas del fútbol que han surgido de su pueblo como Pedro Juan Ibargüen, estrella del Atlético Nacional y el Medellín; a Alberto ‘El Chocó’ González, del Unión Magdalena y el América, y a Serveleón Cuesta, que hizo historia en Millonarios.
A John Jairo Moreno, de 17 años, le arde la boca del estómago. “A veces escasea la comida, y eso da gastritis”, cuenta el muchacho, de 1.85 de estatura, cuerpo fornido y pelo al rape, a quien conocen en el pueblo como ‘Ronaldo’.
Le dicen así porque tiene un juego y una patada similares a la del astro brasileño. Y porque, como él, en la cancha parece un tren desbocado al que nadie puede detener.
“También me dicen así porque tengo las muelas torcidas”, dice Jonh Jairo, y deja ver una sonrisa de dientes muy blancos y muy chuecos.
John Jairo cursa el grado décimo en el colegio de Andagoya, juega en la posición de delantero y vive en la vereda Boca de Suruco, a 15 minutos del pueblo, aguas abajo del río San Juan.
Tiene 15 hermanos, y su padre se gana la vida escarbando oro en las entrañas del río, o en lo que le salga para conseguir la comida.
Orgulloso, ‘Ronaldo’ muestra la camiseta del Atlético Nacional, su equipo del alma, al que anhela llegar algún día. Debajo de su cama están sus guayos, de una marca cualquiera y de material sintético, que ya se rompieron en los talones. A su papá le costaron 25 mil pesos. Fue su regalo en la pasada Navidad.
De su cuello cuelga un rosario de pepas de madera. Es devoto a la Virgen, y a ella le entregó sus sueños de futbolista.
El joven va a la escuela de fútbol del profesor Segundo Abraham Cabezas, un nariñense radicado en Andagoya hace varias décadas y docente de idiomas, quien lucha para que él y el resto de sus pupilos no repitan su misma historia.
De joven, Cabezas fue un futbolista extraordinario, pero nunca tuvo la oportunidad de mostrarse, y menos de ser descubierto por algún empresario.
Por eso compró, con sus ahorros, los uniformes, balones y demás implementos deportivos para su escuela, porque está convencido de que sus jugadores pueden llegar a ser grandes estrellas del balompié.
No ha recibido ningún tipo de apoyo para su pequeña institución que, además de formar a nuevos talentos, ha servido -según él- para rescatar a muchos jóvenes de los malos pasos.

Tierra de grandes
Y es que el Chocó no es solo es famoso por ser el departamento más pobre de Colombia, el de los peores indicadores. Allí, según el censo del Dane de 2005, el 79 por ciento de la población tiene sus necesidades básicas insatisfechas.
También es tierra de grandes futbolistas. Según lo estima el Instituto de Deportes del Chocó, de allí han salido unos 100 deportistas a hacer goles en equipos nacionales y extranjeros.
Mancio Amilio Agualimpia, director de ese despacho, afirma que el éxito de los chocoanos depende de su fisonomía y de su raza.
“El fútbol está en la sangre, en la piel de nuestra gente”, comenta Agualimpia al reconocer que un altísimo porcentaje de niños y jóvenes se acerca al deporte en busca de una mejor forma de vida, teniendo en cuenta las dificultades económicas de la región, el acceso limitado a la educación superior y a oportunidades de trabajo.
Según la Gobernación del Chocó, solo el 40 por ciento de bachilleres ingresa a la universidad.
Los demás se van a pagar servicio militar o ingresan a la Policía, se dedican a oficios varios o al mototaxismo. Y en el peor de los casos, alimentan las filas de los grupos armados ilegales.
“Muchos talentos se han perdido, y muchos más están por perderse”, asegura al explicar que por las condiciones económicas de estos jóvenes es casi imposible que se desplacen a una ciudad a mostrarse con equipos profesionales.
Más difícil, aún, es que los cazadores de talentos lleguen hasta sus lugares de origen. Muchos de ellos están escondidos entre la selva y solo se puede llegar navegando. Salir de allí no solo es complicado: es muy costoso.
Un tiquete en avión de Acandí a Quibdó, por ejemplo, cuesta 500 mil pesos. Y en lancha no baja de 200 mil.
Es cierto. El Chocó es tierra de futbolistas famosos. Sino que lo digan Wason Rentería, hoy titular de la selección Colombia y jugador del Sporting Braga en Portugal, o Danilson Córdoba y Carlos Sánchez, que triunfan en el Japón y en Francia, respectivamente, solo por nombrar a algunos.

El presupuesto no alcanza
Sin embargo, allí ni siquiera hay un equipo de fútbol que lleve el nombre del departamento, ni en las divisiones inferiores. Hay una liga regional, pero es poco lo que puede hacer por falta de recursos.
Tampoco hay escenarios deportivos, lo que obliga a los jóvenes a entrenar en potreros o en canchas de tierra, como la de Andagoya.
Hasta ahora se está levantando el primer estadio que tendrá el Chocó, cuyo costo total supera los 15 mil millones de pesos.
Sin embargo, su construcción ya ha levantado ampolla entre los chocoanos: unos lo ven como una oportunidad para poder explotar –por fin- el deporte, y otros creen que esos dineros se deberían invertir en infraestructura vial, salud o educación, necesidades sentidas y urgentes de los chocoanos.
Lo cierto es que ya se destinaron 2 mil millones de pesos para el escenario, y que las obras ya empezaron.
El presupuesto destinado para el deporte, por parte del Estado, no es suficiente. En el 2008, de acuerdo con el Instituto de Deportes del Chocó, se recibieron 1.076 millones de pesos que tuvieron que distribuir en los 30 municipios del departamento y en todas las modalidades.
Tampoco se cuenta con patrocinio de la empresa privada como sí sucede en otras regiones del país, porque en el Chocó las empresas son pocas.
“No nos alcanza para comprar guayos o uniformes, y menos para ayudar con refrigerios. Lo más triste es que muchos de estos jóvenes tienen que entrenar con hambre”, agrega Agualimpia.
Dewin Ferley Quiñones ya tiene 19 años y eso le angustia. Sabe que a su edad ya debería estar, al menos, en las divisiones inferiores de un equipo.
En el 2008 viajó a Bogotá a entrenarse en una escuela de fútbol. Tuvo acercamientos con un equipo capitalino pero no contó con suerte. El dinero para su sostenimiento, producto de los ahorros de su familia, se extinguió y tuvo que regresar a Andagoya.
Allí trabaja como mototaxista para ayudar con los gastos de la casa –maneja la moto de un tío-, y entrena en la escuela del profesor Cabezas. Juega de delantero y lo admiran por la velocidad que alcanza con sus piernas largas.
Sus sueños de futbolista aún palpitan, pero teme que se le pasen sus mejores años y que su único logro sea el de trasportar pasajeros desde Andagoya a la población vecina de Istmina a dos mil pesos el pasaje.
Si el destino no juega a su favor tendrá que irse para el Ejército. Pero tiene un problema: no le gustan las armas, le tiene miedo. No quiere un fusil sobre su espalda, en la que hoy lleva estampado el número 10 en la camiseta de su equipo.

El deporte, una esperanza
¿Se podría salir de la pobreza a punta de goles? Víctor Hugo Moreno, secretario de Gestión Administrativa del Chocó, cree que el fútbol podría ser polo de desarrollo si se estructurara una política pública.
Según él, habría que generar un sistema de corresponsabilidad con aquellos chocoanos que logran ingresar al fútbol profesional, y que según él, cuando alcanzan el éxito se olvidan de su tierra.
“Una vez mejoran su situación económica y la de sus familias, no hacen una retribución a la región, no traen ni siquiera un balón para los muchachos que quieren seguir su ejemplo”, afirma Moreno.
Higinio Serna Hinostroza, licenciado en educación física y uno de los entrenadores de fútbol más conocidos del Chocó, acaba de publicar el libro ‘La historia del fútbol chocoano’ en el que analiza otra situación: muchos jóvenes prácticamente se regalan para poder ingresar a un equipo, y al poco tiempo, estos los venden a otras selecciones en cuantías millonarias. Y de esa plata tampoco llega nada para el Chocó.
También se le podrían hacer goles a la guerra. Eso lo asegura Luis Enrique Murillo, asesor de Paz y Derechos Humanos del Chocó, al explicar que sí se apoyara al deporte muchos jóvenes no terminarían en el monte como guerrilleros o paramilitares.
Aunque no hay cifras oficiales –afirma Murillo- el reclutamiento por parte de estos grupos ha aumentado en los últimos tiempos.
“A algunos los reclutan a la fuerza, y a otros los seducen con el señuelo de darles un mejor futuro, aprovechando la marginalidad en la que viven y la nula presencia por parte del Estado”, sostiene Murillo.
El sudor recorre el rostro moreno de Freiser Augusto Dávila. De los jóvenes de Andagoya es de los que más juiciosos a la hora de entrenar. Tiene 17 años y ya decidió que será futbolista el resto de su vida. Por eso entrena tanto, porque quiere ser el mejor. No toma trago, y evita las malas amistades.
“Quiero conocer muchos países, conocer a los grandes futbolistas y comprar una casa bien bonita, con muebles y una nevera. Quiero ser uno de los grandes, pero para eso no solo hay que tener talento. Hay que ser una buena persona”.

El guión póstumo de Leo Garen




José Alberto Mojica Patiño
El Tiempo (Colombia)
21 de diciembre de 2006.
Cartagena de Indias.


Esta crónica es producto del taller de periodismo y literatura dictado por el maestro Francisco Goldman para la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, organización dirigida por Gabriel García Márquez.

Está muerto, pero no descansa en paz. Las carnes extintas de Leo Garen reposan sobre una bandeja en los cuartos fríos de la morgue del Instituto de Medicina Legal en Cartagena, desde hace 16 días. Ningún doliente ha ido a reclamarlo para darle cristiana sepultura. Es un muerto sin aparente derecho a velorio, ni a lágrimas. Tampoco a rezos ni sufragios. Ni una sola flor. Muerto sin luto.
Meses antes de advertir que quería quitarse la vida, comentó entre sus amigos que a cambio de un ataúd en un cementerio prefería que su anatomía inerte fuera calcinada en el horno crematorio de una funeraria. Anhelaba que la brisa cálida del caribe diluyera sus cenizas en la inmensidad del océano. No quería toneladas de tierra encima, ni gusanos engullendo sus despojos.
Proveniente de su natal Estados Unidos, Leo Garen llegó a Cartagena en el 2001, se enamoró de la ciudad y decidió que el ocaso de su vida transcurriría allí. En aquel entonces, los 66 años que llevaba a cuestas se reflejaban en su piel desgastada y surcada por las arrugas, por sus pasos desgastados, por sus respuestas lánguidas, saturadas de misterios y silencios.
Mujeres raizales que desquiciaban sus bajos instintos, calles plenas de balcones de flores coloridas, el mar susurrándole al oído, suelos empedrados, murallas y castillos. Era el lugar perfecto para ponerle fin a su desbocado trasegar, a sus días como guionista de películas desventuradas y de galán en decadencia; de sexo desenfrenado y noches en vela. Fin a su eterna y tormentosa melancolía. A su desahuciada y blandía virilidad.
Según reportes de las autoridades, su deceso se produjo en horas de la noche del pasado 6 de diciembre, a sus 70 años.
A las 7 de la mañana del día siguiente, una camarera del hotel Kokomo, en las paradisíacas Islas del Rosario – ubicadas a una hora de distancia de la ciudad, vía marítima-, halló el cuerpo sin vida de Leo Garen.
Estaba tendido en el suelo, las muñecas de sus manos presentaban varias cortaduras profundas y a su lado, en medio de un charco de sangre, flotaban dos máquinas de afeitar y un bisturí para cortar papel.
Al poco tiempo al complejo turístico, de aguas cristalinas y donde en medio de un acuario los turistas alimentan a los tiburones con peces recién muertos, arribó la Fiscalía a recoger el cadáver, que luego fue llevado hasta la morgue de Medicina Legal.
Al caer el día, las calles de la ciudad lucían esplendorosas. Era la tradicional noche de las velitas, víspera de la Navidad. Miles de velas iluminaban a Cartagena mientras las autoridades confirmaban su suicidio. Ninguna era para él.
Shirley Álvarez es una morena de caderas anchas, formas voluptuosas y caminar cadencioso. Es el tipo de mujeres por las que Garen deliraba y a quienes conquistaba con sus aires de ‘don Juan’ norteamericano. El extranjero seduce en el caribe colombiano. Y más en Cartagena, donde la prostitución se ha convertido en un dolor de cabeza para el gobierno local. Turismo sexual a la carta para los visitantes.
“Aunque tenía sus años, todavía conservaba su pinta, era muy elegante y coqueto. De joven debió ser muy atractivo”, confiesa sin ningún reparo la mujer, de 26 años y empleada doméstica del ambientalista cartagenero Rafael Vergara.
Leo Garen tenía una buena estampa. Ojos color miel, contextura corpulenta, 90 kilos de peso y 1.74 metros de estatura, facciones finas, una melena blanca pero ya descarpada, cejas espesamente pobladas y una cultura global con la que descrestaba a todo el mundo. Sobre todo a las mujeres que se llevaba a la cama. Muchas a la semana, a veces una cada día: entre nativas y prostitutas. A la que no le cobraba por breves instantes de placer, él le agradecía con dinero o regalos.
No fumaba, y pocas veces tomaba licor. Aunque admitía sin problema que de vez en cuando consumía marihuana para relajarse, sin ser un adicto consumado. Dijo haber nacido en un suburbio de Filadelfia (Pensilvania) y siempre llevaba en su cuello un cordón con una piedra volcánica en forma triangular. Una especie de amuleto. Nunca estudió una profesión. Se declaraba autodidacta.
En el restaurante El Bistró, de propiedad de un alemán y refugio para los extranjeros que viven en la ciudad, casi siempre ordenaba crepes de espinaca, helados, postres de manzana y uno más que le encantaba: picadura de abeja.
De sus frustrados matrimonios en Estados Unidos (tres) no surgió descendencia. Tampoco tenía hermanos, sólo algunos parientes a los que no veía hace mucho tiempo. Los mismos que lo criaron cuando su madre murió, cuando él tenía 10 años, y quien se separó de su padre cuando apenas pronunciaba sus primeras palabras.
Desde muy joven tuvo que ganarse la vida por su propia cuenta. Por un golpe de suerte ingresó a la selecta industria del cine, como utilero. Años más tarde empezó su incierta carrera como guionista.
Cuando Leo Garen y Rafael Vergara se conocieron, hace dos años largos, no pudieron evitar mirarse fijamente el uno al otro. Su parecido físico era tremendo. “Te pareces mucho a mí”, le dijo Garen a Vergara con su todavía enredado español. “Espanglish”.
Además de esa semejanza, compartían pasiones similares. El cine, la música y la literatura universal, al igual que un desprecio férreo por la institucionalidad que palpitaba trepidante en sus arterias, demarcaron el camino de una duradera amistad entre ellos dos.
No en vano, Garen se declaraba enemigo de las políticas imperialistas del presidente de su país, George W. Bush. Entre tanto Vergara, hijo de gobernador y descendiente de una familia prestante de la sociedad cartagenera, militó en las guerrillas del desmovilizado Movimiento 19 de Abril (M19), estuvo en el exilio durante 11 años en México y ahora se pelea con los gobernantes de turno en defensa de los recursos naturales.
En octubre, hace dos meses largos, Garen regresó de Estados Unidos luego de un viaje que no duró más de 45 días, aunque había prometido no volver. Dijo que se reencontraría con una ex novia que en Los Ángeles vivía en un barco, y que arreglaría asuntos pendientes con impuestos, con un carro y una casa que tenía en venta. También debía acercarse al sindicato de escritores de ese país, el mismo que le generaba los cuatro millones de pesos de su pensión mensual, dinero con el que sufragaba sus gastos, y que casi nunca eran suficientes.
Al llegar de nuevo a Cartagena se encontró absorto, solo y desvalido. El apartamento en el que vivía en plena Plaza de Bolívar, y en el que reposaban los afiches de las películas gringas en las que escribió guiones, con su nombre incluido y resaltado, ya lo habían arrendado.
Sus muebles y demás pertenencias las regaló días antes del viaje y tres meses atrás había terminado su relación con *Margarita, una esbelta morena (el tipo de Garen) con la que convivió durante tres años, y quien lo dejó porque no se aguantaba que fuera tan mujeriego. Dicen sus amigos que de todas las mujeres con las que estuvo (incluidas sus tres esposas), solo de Margarita se enamoró realmente.
Conservaba consigo, únicamente, su computador portátil, el mismo en el que seguía escribiendo guiones que supuestamente enviaba al Holiwood en el que fue flor de un día con películas y programas de televisión fracasados. En su laptop guardaba, además, un archivo de insinuantes fotografías de las mujeres con las que se acostaba, y que reflejaban su obsesión por el sexo, del que se declaraba adicto. Enfermo. Esas imágenes eran una especie de tesoro personal, culto a su ego de conquistador infalible.
Como no tenía donde dormir, buscó a su amigo Rafael Vergara, y le pidió que lo recibiera en su casa. Vergara, de 1.72 metros de estatura y abogado de profesión, 57 años, barba cana y pelo largo que forma una cola de caballo que llega debajo de los hombros, es la envidia de muchos que alguna vez en su vida soñaron vivir frente al mar. En su ventana se despliega imponente el océano, con sus playas blancas y sus aguas de colores y su aroma a sal.
No se pudo negar, y lo albergó durante tres días en el sofá de su vivienda. No había cuartos disponibles. Uno de sus hijos, Federico, productor de cine de profesión, estaba trabajando en el rodaje de la versión cinematográfica de una de las obras de Gabriel García Márquez, protagonizada por Javier Bardén: “El amor en los tiempos del cólera”.
Leo Garen perseguía a la muerte desde hace varios meses, pero esta le era esquiva. Estando con Vergara, le mostró sus muñecas. Varias heridas frescas todavía, en sus manos, como las del nazareno o como un pescado mal zanjado, evidenciaban que días antes, en su viaje fugaz a Estados Unidos, había intentado quitarse la vida.
Esas mismas marcas las volvió a abrir la noche en que se suicidó. Le explicó que cuando sus segundos se extinguían con la sangre que brotaba de su cuerpo, en un hotel barato de Los Ángeles, se arrepintió de morir y pidió ayuda. Los paramédicos lo salvaron, y el gobierno local lo internó durante varios días en un manicomio. Dijo también que regresó porque allá se sintió peor de abatido. “Haberme ido fue un error, regresar, también”, repetía entre sus allegados.
“Me confesó que ya no le encontraba sentido a su vida, que se sentía derrotado, solo, enfermo y sin ganas de seguir luchando”, narra Vergara, y agrega que mientras Garen le enseñaba las heridas aún abiertas en sus manos, le pidió que le consiguiera un revólver para no fallar una vez más en el intento por acabar con su existencia.
Después de pasar unos días al lado de Vergara, se hospedó en varios hostales de la ciudad, donde le lavaban la ropa y le daban dos de las tres comidas diarias a cambio de dos millones de pesos al mes.
Dos meses antes a Danny Corrales, un joven que podía ser su nieto (tiene 22 años) y quien se convirtió en su inseparable amigo luego de que no pudo conquistar a su madre (casada y con hijos), le pidió que le consiguiera un arma. Se la cambiaría por su computadora. Él se negó rotundamente.
“En los últimos meses, Leo repetía que ya no tenía sentido seguir viviendo, que quería morirse”, cuenta el muchacho, quien le ayudaba a manejar sus finanzas y quien le servía como traductor de su accidentado castellano.
Margarita, su última compañera sentimental estable, lo amaba con pasión y locura, pese a que cuando lo conoció tenía 31 años recién cumplidos. Podría ser su padre.
Al mes de estar juntos, se fue a vivir a su lado. “Me decía mi pajarita, me quería mucho. Era muy inteligente, me enseñó muchas cosas, hasta a hablar inglés”, dice la mujer.
Precisamente enseñar su idioma se convirtió en uno de sus pasatiempos, que distribuía con la lectura y el cine. En Cartagena creó un club (English Languaje Club), en el que compartía con estudiantes de inglés la práctica del idioma de lunes a viernes, en el restaurante de un amigo.
“Cuando nos conocimos, él me confesó que era maniaco-depresivo. Consumía 10 clases de medicamentos diferentes para manejar su depresión y para conciliar el sueño. Nunca pudo dormir sin la ayuda de esas pastas”, cuenta Margarita, quien en medio de su enamoramiento y del dolor de la traición, le perdonaba sus incontables infidelidades.
“Cuando me iba a trabajar, entraba a todo tipo de mujeres al apartamento. Yo lo perdonaba porque no me creía capaz de vivir sin él, además, él me decía que su apetito sexual era una enfermedad que se le salía de control, y yo le creía”, relata.
En mayo del 2005, Leo Garen tuvo la muerte soplándole la nuca. Estuvo hospitalizado durante dos meses en la clínica Medigel, en el exclusivo sector de Boca Grande, en Cartagena, que más bien parece una Miami chiquita. De ese tiempo, la mayor parte lo pasó en cuidados intensivos. Inconsciente.
Al parecer, una araña clavó su letal veneno en su mano izquierda. Con el paso de los días se recuperó y regresó a casa. Sin embargo, aquel incidente marcó el principio de su fatal desenlace.
Quedó débil, los recuerdos se fueron desvaneciendo de su memoria hasta olvidar las claves de sus tarjetas bancarias y la contraseña de su e mail. Sus robustas piernas se fueron quedando sin fuerzas, y se desplomaba con facilidad. Pero lo más grave para él fue descubrir que ya no podía complacer a las mujeres.
“Ya no se le paraba, y eso lo tenía muy afectado. Como si no tuviera 10 dedos y una lengua que sí le funcionaban. No aceptaba que ya estaba viejo, y que eso era normal”, comenta con desparpajo su amigo Rafael Vergara.
Su mujer, Margarita, lo dejó al poco tiempo de que su virilidad se tornara blandía e inservible. “No lo dejé por eso, lo entendía y le hacía chistes, pero con cariño. Me alejé de él porque no soporté más sus infidelidades”, advierte la mujer, secretaria de una cooperativa y quien regresó al seno de su madre y sus dos hermanas, y de su hijo, que hoy tiene 15 años.
Al sentirse solo en el mundo, sin familia ni motivos para seguir viviendo, el pasado 4 de diciembre Leo Garen emprendió rumbo hacia las Islas del Rosario. “Me dijo que pasaría allí unos días de descanso, y me dejó su computador”, indica Danny, su amigo y lazarillo.
Sólo cuatro días después, él y el resto de sus amigos supieron de su paradero. Lo hicieron a través de la prensa local, que reportó el suicidio de un guionista de cine norteamericano que se había cortado las venas.
En los reportes de los periódicos lo describieron como un escritor sin fortuna, relatando que sólo una serie televisiva en la que escribió varios capítulos, “I dream of Jane” (en español Mi bella genio), había arrojado buenos resultados.
Trabajar con directores famosos de la época como Jack Baran y con personajes ilustres como Norman Miller y el pintor Andy Warhol, no fue garantía de éxito. Era una estrella sin luz propia.
Películas que escribió y que llevó a la pantalla grande como “Hex” (1973), “Band of the Hand” (1986) y series de televisión como “Delvecchio” pasaron a la historia con más pena que gloria.
Rafael Vergara, Danny y Margarita, y otros cuantos amigos de Garen, intentaron sacar su cuerpo de la morgue de Medicina Legal para darle un entierro digno. No lo quieren metido en una nevera.
Sin embargo, desistieron porque debido a su origen norteamericano (aunque tenía nacionalidad colombiana, emitida por equivocación con la fecha 10 de mayo de 2036), no era posible enterrarlo, así no más, sin los trámites diplomáticos de rigor, que se han vuelto tediosos. También desistieron por temor a verse implicados en investigaciones judiciales. Es por eso que para quienes lo conocieron, él, aunque muerto, aún no descansa en paz.
Voceros de la entidad afirmaron que pese a las repetidas solicitudes hechas a la Embajada de Estados Unidos en Colombia, no han recibido ninguna respuesta ni solicitud para repatriar el cadáver.
Así que Leo Garen seguirá metido dentro de una fría nevera, para que sus carnes extintas no se pudran, mientras se decide qué hacer al respecto. Si pasa mucho tiempo, unos tres meses, será sepultado en una fosa oficial, sin deudos, ni lágrimas, ni flores, ni sufragios. Muerto sin luto.
A unos metros de su ‘tumba helada’, reposa el cadáver de otro norteamericano que, además de ser su paisano, padecía también de uno de sus lamentables males.
Es Michael Reynolds Brown, de unos 60 años y quien según informes de la policía, falleció de un infarto en una habitación del edificio Playa Mar, en el sector de El Laguito. Al parecer, ingirió una pastilla para aumentar su capacidad sexual, y sufrió un ataque al corazón que se lo llevó a la otra vida de un solo tajo. Dicen que su esposa no ha querido reclamarlo. Ni después de muerto le perdona haber buscado placer en otras mujeres.
Precisamente entre el 28 de octubre del año pasado, dos italianos, un canadiense, un francés, un griego, un sueco, un suizo y dos estadounidenses murieron en Cartagena en situaciones disímiles.
Cartagena, paraíso e infierno para los extranjeros. Vida y muerte a la vez. Meses antes de matarse, Leo Garen decía que todo lo que le pasaba era consecuencia de las cosas malas que había hecho. Nunca se supo a ciencia cierta a qué se refería. A esta historia aún no se le puede poner punto final.

El arte y la devocion de dos embalsamadores de muertos


Para Víctor y Jorge, embalsamadores de oficio, trabajar con los muertos es cuestión de devoción y respeto. Dicen que lo más gratificante es saber que los dolientes reciben a su difunto como si estuviera durmiendo.

JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACTOR DE EL TIEMPO


Publicado en el periódico EL TIEMPO el 14 de septiembre de 2008.

El cuerpo llegó en posición fetal. Era una mujer mayor, de unos 70 años. Está de lado, con las piernas dobladas, una sobre la otra. Tiene las manos entrelazadas y aferradas al pecho.
En su rostro, rígido ya como el resto de su anatomía, hay un gesto de dolor. Se estima que murió hace seis horas.
Es la 1:30 de la tarde, y casualmente los cuatro cadáveres que han llevado al laboratorio de la funeraria Los Olivos en el sur de Bogotá, hasta ese momento, han sido de mujeres. Todas señoras mayores. Todas murieron por causas naturales.
Víctor Julio Cuspoca, de 43 años y uno de los 10 embalsamadores del lugar, empieza su turno con ella. Se persigna, y empieza a hablarle.
“Voy a bañarla muy bien para que quede bien bonita. Voy a peinarla y a maquillarla para que parezca que está descansando. Pórtese bien juiciosa. No me vaya a pesar mucho”.
Y comienza su rutina. Le quita la ropa, que más tarde será cremada, y la baña con agua fría. Le echa champú en el pelo y jabón en el cuerpo.
Con un bisturí le abre un orificio a la altura del cuello por donde inserta una manguera que cumple la función de evacuar los fluidos y de llenar el cuerpo de unos químicos especiales (no dicen de qué tipo son). Como por arte de magia, el cuerpo empieza a recuperar su flexibilidad y naturalidad.
Así, la señora, de estar casi enroscada y dura como una piedra, quedó tendida horizontalmente en una de las seis camillas del laboratorio, muy cerca de una imagen de yeso de Cristo Resucitado.
Luego la aspira, por dentro y por fuera; le inyecta formol en las vísceras y las cavidades para frenar la descomposición del cuerpo; le sutura el hueco que le abrió en el cuello y tapona todos los orificios del cuerpo con varias tiras de algodón.
“Esto hay que hacerlo con mucho respeto, amor y devoción. Es un cuerpo indefenso. Hay que tratarlo como si fuera un ser querido. Los vivos tienen cómo defenderse, los muertos no”, dice Víctor Julio y sigue con su trabajo.
El ruido de un secador de pelo hace interferencia con la música que sale de un radio con el que los embalsamadores, o tanatólogos como ellos se hacen llamar, se entretienen mientras embellecen difuntos.
Está sintonizada en una emisora tropical, en la que en ese momento suena uno de los éxitos del fallecido Héctor Lavoe. Muy propicio para la ocasión.
/Todo tiene su final, nada dura para siempre, tenemos que recordar que no existe eternidad/.

Ritual de belleza
Ya el pelo está seco, y con cepillo en mano peina una cabellera larga y canosa. La viste con ropas que sus familiares le entregaron a la funeraria: una blusa azul claro y un pantalón del mismo color dos tallas más grande. Y le enreda un rosario de pepas transparentes en las manos, que quedan cruzadas a la altura del pecho.
Ahora la maquilla. Víctor no solo aprendió a descuajar cadáveres en el Instituto de Medicina Legal, sino que tuvo que hacer un curso de maquillaje con una famosa firma de cosméticos.
Le masajea el rostro y empieza a acicalarla con su equipo de pinceles y brochas, labiales, bases y polvos compactos. También tiene máquinas de afeitar y hasta depiladores de cejas. Tanto mujeres como hombres pasan por este ritual de belleza. Y cuando hay orificios, producidos por heridas, los rellenan con una cera especial para mejorar la apariencia.
La señora ya está lista. Víctor la mira y sonríe. “Quedó bien bonita”. La levanta con fuerza –pesa unos 80 kilos y según él sí es cierto que un muerto pesa más que cuando estaba vivo- y la lleva hasta el ataúd asignado.
Es café, mide dos metros y aún conserva su aroma a roble recién cortado. Ya vienen por ella a llevarla a una sala de velación donde sus deudos, que la esperan, podrán pensar que no sufrió al morir.
El hombre, oriundo de Duitama (Boyacá), casado y padre de tres hijos, empezó como vigilante en la misma funeraria hace 11 años. Luego pasó a conductor, y hace siete años está en el laboratorio.
Con su primer muerto sufrió mucho, pues pese a tener el dictamen médico, se le ocurría la posibilidad de que estuviera vivo. Pensaba que podía tener catalepsia. Pero eso ya pasó, y hoy disfruta su oficio, en el que al día, llega a arreglar entre 10 y 15 cadáveres. Eso depende de la época. Hay mas muertos en quincenas y en temporadas como las vacaciones, dice.
“Hay mucha gente que repudia esta profesión, que siente asco y miedo, pero para mí ha sido una bendición”, asiente el sujeto, de estatura mediana y bigote despeinado.

‘Los muertos lo acompañan a uno’

-¿Qué es lo mejor de su trabajo?
-Sentir el agradecimiento de los familiares que, en medio de dolor, sienten un alivio gracias al trabajo que uno hizo con ellos. Es que los dejamos como si no hubieran sentido dolor, como si estuvieran dormidos.
-¿Y lo peor?
-Cuando tuvimos que arreglar a los niños del accidente del colegio Agustiniano Norte (fueron 21 los menores que fallecieron aplastados por una grúa). Al ver esos niños como quedaron, uno se imagina que pueden ser los hijos. Fue terrible.
-¿Es cierto que los muertos asustan?
-No, ellos lo acompañan a uno. A veces se siente como si lo estuvieran mirando o vigilando, se escuchan ruidos y se ven sombras. Yo sí creo que los espíritus de las personas recorren los pasos. Al principio me daba miedo, pero ya no.

‘Yo quiero que usted me arregle’
Hace frío en el laboratorio. A pocos metros de Víctor, uno de sus compañeros, Jorge Huérfano, trabaja en el cuerpo de otra señora. Precisamente a él, Víctor ya le hizo una recomendación especial. “Cuando me muera, quiero que usted me arregle”.
Ese tipo de sugerencias le traen malos recuerdos a Jorge, quien ya lleva 10 años en el oficio. Hace seis meses visitó a una tía enferma, y ella le pidió lo mismo. “Si le toca arreglarme, me hace pasito para que no duela mucho”, recuerda que le dijo de manera jocosa.
Una semana más tarde, apenas comenzaba su turno en la mañana con un primer cadáver, levantó la sábana que lo cubría y se dio cuenta de que era ella. No sabía que había muerto. Y pese al asombro y a la tristeza, tuvo que hacer su trabajo.
Algo similar hizo con su suegro. Sin embargo, el caso que más le ha dolido es el de un hermano al que él, por decisión propia, decidió embalsamar.
Jorge le tenía pánico a los muertos, aunque ya se había ganado la vida a costillas de la muerte.
Cuando trabajaba sacrificando cerdos en un criadero del sector de Fontibón, en Bogotá, se encontró con varios difuntos abandonados en los alrededores que se habían ido a la ‘otra vida’ de manera violenta. Eso le quitaba el sueño por semanas.
“Nunca me imaginé que terminaría en esto”, dice Jorge, pero aclara que no se arrepiente. “Adoro mi trabajo”.
-¿Qué ha sido lo más difícil de su oficio?
-Arreglar los muertos que llegan de Medicina Legal. Los que mueren en accidentes de tránsito, suicidio u homicidio, son muy complicados. Llegan destrozados y mejorar su apariencia es una gran tarea.
-¿Un caso que lo haya impresionado?
Una vez me tocó coser, parte por parte, desde los pies hasta la cabeza, a un hombre que descuartizaron.
Desde que está en el oficio, dice que valora mucho más su vida y la de su familia. Reconoce que era borrachín y pelionero, pero que al ver tantos muertos, a causa del alcohol y la pelea, hace rato no prueba trago.
-Si pudiera cambiar de trabajo, lo haría?
No. Con esto me he ganado la vida. Compré mi casita. Creo que esta es la misión que me puso Dios. Aquí han venido muchos a entrenarse en este trabajo, pero somos pocos los que aguantamos. Uno vive feliz, pero siempre anda de luto.

Ser bipolar: de la manía a la depresión, de la dicha al llanto


Sandra Liliana Montoya es médica de profesión. Y también padece una enfermedad indescifrable y traicionera: la bipolaridad. Este es su testimonio.

JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACTOR DE EL TIEMPO


Publicado en El Tiempo el 7 de octubre de 2007.

Cinco crucifijos la acompañan en señal de protección. Los dos más vistosos cuelgan de cadenas de plata, uno más se desprende de un rosario de murano color azul claro, y los dos restantes salen de sus orejas en un par de aretes.
Cree fervorosamente en Dios, en Cristo y en la virgen María. La oración la rescató, y ahora, la libra de todo mal.
Bueno, de casi todo. Hay cosas con las que, después de mucho tiempo, comprendió que no puede luchar por más que quiera. Así es la naturaleza, y así es la enfermedad de Sandra Liliana Montoya.
Hace 12 años, cuando tenía 24, supo que padecía del trastorno bipolar, que no permite dominar las emociones, los niveles de afecto y los comportamientos. De la manía a la depresión. De la dicha al llanto.
Hasta ese momento era una joven común y corriente que le gustaba rumbear, y que se había casado recientemente. Su primera hija, María Camila, tenía un año de nacida.
En esa época, además, era una de las más destacadas estudiantes de medicina de la Universidad del Valle, en Cali. Cursaba el quinto año.
Su bipolaridad se manifestó por primera vez la noche del 24 de marzo de 1995, que pasó sin pegar los ojos. Sentía que flotaba, que todo se movía. Su esposo, de quien se separó hace poco, no estaba en ese momento.
Al amanecer, salió de casa con su hija en brazos rumbo al apartamento de un amigo. Le iban a hacer una fiesta con Guns & Roses, su grupo favorito. Sentía que el mundo se le quedaba pequeño, que era superior a los demás. Finalmente, la banda de rock nunca llegó. Regresó a casa, ahora convertida en Gaviota, la protagonista de la telenovela Café.
Se vistió con un traje fucsia pegado a sus carnes, y volvió a salir, esta vez acompañada de su marido. A los pocos minutos se despertó en un hospital psiquiátrico. Ya tenía 92 años, y se estaba muriendo.
“Sentía que eso realmente me estaba sucediendo. Viví todo eso. Es cierto que los cables se tuercen, que la mente mama gallo. Uno se desconecta de la realidad”.
Como su enfermedad es una especie de montaña rusa, pasó de la euforia a la tristeza absoluta, estando hospitalizada. “¿Sabe que se siente en depresión?.... que uno está muerto en vida. Nada importa”.



Aprendiendo a conocerse de nuevo
Los cuatro años posteriores fueron los más duros. Los pasaba interna en el hospital de su universidad, y estando a punto de terminar su carrera, se tardó cuatro años más para graduarse. Actualmente sus crisis son más llevaderas, gracias a que ingresó a la Asociación Nacional de Bipolares, de la que es coordinadora científica. Allí ha aprendido a automonitorearse para determinar cuándo va entrar en manía o en depresión, y a frenar el proceso.
Para entender lo que le pasaba, empezó preguntando si lo que veía y sentía era verdad o mentira. Casi siempre, primaba lo segundo. Ahora, eso lo regula con litio y anticonvulsionantes, medicamentos que se negaba a tomar en un principio. Saber lo que le ocurría, siendo médica, era una contraindicación.
Hoy, cada vez que siente que la crisis es inminente, prefiere hospitalizarse. Confiesa que la última vez fue hace un mes, mientras saca de su cartera el libro que lee por estos días: Nunca renuncies a tus sueños, del psiquiatra Augusto Cury.
“Muchos bipolares caen en adicciones como el alcohol o las drogas. Somos muy vulnerables. Mi adicción ha sido comprar libros”, cuenta Sandra al explicar que ha sido una lectora compulsiva, y que ha llegado a gastarse hasta la mitad de su sueldo en las librerías, en obras de autoayuda.
Cuando está en manía ha leído cinco o seis libros simultáneamente, y todos los entiende. En ese estado los bipolares tienen una agilidad mental tremenda. Pero eso cambió. Ahora no empieza un libro sin terminar el anterior.
“Ya no me pregunto por qué soy bipolar, sino para qué”, rompe el diálogo. Y añade que después de todo esto concluyó que su enfermedad es un don. No una maldición.
“En eutimia (estado de equilibrio) se vive más intensamente. Se dispara la creatividad, y la intuición termina en asertividad”, dice al agregar que los bipolares son más sensibles y desmedidos, y que tienen la capacidad de ponerse en los zapatos de los demás.
Tal vez por eso ahora trabaja, como médica, en el área administrativa y no en consulta. Cuando lo hizo, gastaba su sueldo en los pacientes que no tenían para los remedios.
Como bipolar y como médica, se aterra por las cifras que maneja su asociación: solo el 16 por ciento de los bipolares del país saben que padecen la enfermedad. Y se indigna al contar que el sistema de salud pública no cuenta con tratamientos efectivos, y menos con buenos medicamentos para contrarrestar este mal.
“Es muy duro aceptarlo. Esta es una enfermedad crónica, recurrente, incurable y traicionera, pero con tratamiento se puede vivir normalmente”, narra al lamentar que muchos bipolares viven aislados, no consiguen empleo, arruinan a sus familias en sus crisis maniacas o terminan suicidándose.
“Lo primero que deben entender los bipolares es que no se están inventando nada, que es una enfermedad como cualquier otra, que está en el cromosoma 21”.
Ahora, se jura una mujer feliz, que ha aprendido a sacarle el jugo a su enfermedad. Es una profesional exitosa, ayuda a otros bipolares a comprender que lo suyo no es un infierno, y termina un posgrado. Su vida es normal.
El amor, y la oración han sido para ella la mejor medicina. Por eso cuando siente que su cabeza empieza a dar vueltas, recuerda que tiene dos hijas que son su motor de vida, y de la Luna vuelve a la Tierra. También aprieta con devoción los cinco crucifijos que lleva siempre consigo.
[*]Asociación Colombiana de Bipolares. Tel: 6493845 - 6275352. - volviendoanacer@gmail.com

La bipolaridad en Colombia
No se puede decir que este mal va en aumento en Colombia. “Lo que ha
subido es el diagnóstico. Hemos sensibilizado sobre el tema, y las cifras han cambiado, porque muchos que no sabían que eran bipolares, ahora tienen diagnóstico”, dice
Elizabeth Galvis, presidenta de la Asociación Nacional de Bipolares, y explica que hace dos años tenían 300 pacientes en su organización, y actualmente son 500.
Solo el 16 por ciento de los bipolares del país sabe que padece esta enfermedad, que afecta del 3al 5 por ciento de la población en todas las edades, siendo más frecuente en las mujeres.
Ciertas exigencias desencadenan episodios de bipolaridad. Según Carlos López Jaramillo, Presidente de la Asociación Colombiana de Psiquiatría, los niveles altos de estrés por situaciones laborales y familiares, la alta competitividad del mundo moderno y la inestabilidad social son factores de riesgo que disparan el mal en los afectados.

José Sierra, un zapatero bígamo que vive con dos esposas y 15 hijos

La historia de José de Jesús Sierra, un humilde zapatero, llama poderosamente la atención porque, además de convivir con dos esposas bajo un mismo techo, es el bogotano con el mayor número de hijos. Tiene 15.

Publicado en El Tiempo el 24 de mayo de 2009.

JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACTOR DE EL TIEMPO

Las dos mujeres de José de Jesús Sierra están sentadas en uno de los cuatro viejos pupitres de escuela que conforman el irrisorio mobiliario de su
vivienda, ubicada en el noroccidente de Bogotá.
Luz Dary Torres y Esther García les ayudan a sus hijos con las tareas.
Mientras la primera recorta figuras de frutas de una revista, la segunda les
unta el pegante y las estampa en un cuaderno.
Así como comparten el marido, estas dos mujeres, de 36 y 26 años respectivamente, se ayudan con la crianza de los 15 hijos que suman entre ambas.
Sin celos ni rivalidades, Luz Dary y Esther han aprendido a sobrellevar lo
que les deparó el destino, o mejor, con lo único que les ha podido ofrecer
el hombre de sus amores: una casa de apenas 12 metros de largo por seis de
ancho, donde conviven apretujadas 19 personas.
También un gato regordete de frondoso pelaje gris claro que responde al nombre de Tomy, que se escabulle por entre la multitud de juguetones infantes que
parecieran reproducirse por donde uno quiera que mire.
Además de este triángulo amoroso y de las 15 criaturas, que van de los seis
meses a los 17 años, la suegra de las mujeres, Librada Valbuena, se fue a
vivir con ellos hace un mes.
En la casa, que Sierra levantó ladrillo a ladrillo en un lote baldío del que se apropió hace más de 15 años y que podría perder porque le apareció un supuesto dueño, hay tres cuartos con ocho camas; la sala con los pupitres de escuela y un patio con cuatro cuerdas repletas de ropa.
La cocina limita con la perrera Distrital, y por eso deben mantener
encendido el fogón de leña donde preparan la comida, para que el humo ahuyente los malos olores, los zancudos y hasta las pulgas de los molestos vecinos.
Al lado hay un mesón de madera con lo único que tienen de
reserva para comer: tres gajos de cebolla larga y cinco ramitas de cilantro de un verde desleído.
“Acá nunca hay mercado”, cuenta José , de 46 años, y quien se gana la vida en
una remontadora de calzado que funciona en una caseta de un metro cuadrado.
Los 25 mil pesos diarios que obtiene cosiendo zapatos apenas le alcanzan
para los gastos del día.
La historia Sierra, de figura desgarbada y bigote despeinado, no solo llama la atención por tener dos mujeres bajo un mismo techo. Es el bogotano con el mayor número de hijos, según la lista del Sisbén que maneja el Distrito.

No pudo con sus dos hogares
Hace 20 años que se conocieron José y Luz Dary; se enamoraron y se fueron a
vivir a la caseta, en medio de zapatos ajenos para remendar.
Luego vinieron los primeros de sus nueve hijos, todos de tez blanca y ojos claros.
Pero hace 11 años conoció a Esther en una fiesta y desde entonces empezaron un
romance.
Cuando Esther quedó embarazada del primero de sus seis hijos, –todos de tez
morena y ojos oscuros– José decidió asumir su sostenimiento. Luego vinieron
los demás niños, hasta que su lamentable economía no dio para más.
“No podía abandonar a ninguna de las dos y menos a los niños”, cuenta el
hombre, quien en medio de semejante angustia tuvo que confesarles a sus dos
mujeres que su corazón y sus obligaciones las compartía con otro hogar.
Luz Dary recibió la noticia con resignación y sorpresa, y aceptó a la amante
de su esposo y a sus hijos en sus dominios. “No tuve otra opción que venirme
con mis hijos para esta casa”, comenta Esther, quien reconoce que al
principio sintió celos.
Pero hoy las dos se consideran, más que amigas, casi hermanas. “Ya somos una
sola familia”, narra Luz Dary, quien después de su más reciente parto, hace
seis meses se mandó a operar para no volver a quedar embarazada.
Ninguna de las dos se arrepiente de haber tenido tantos hijos, pero no
quieren que ellos repitan la historia. “Quiero que vayan a la universidad y
no pasen necesidades”, dice Luz Dary. Tanto ella como José y Esther,
apenas estudiaron la primaria.
Esther, por su parte, afirma que no se ha mandado a operar porque,
según ella, tiene problemas con la tensión. Está planificando.
El hombre más prolífico de Bogotá duerme solo en la sala y asegura que los
asuntos íntimos ya casi no le interesan. Y cuenta que para esos momentos
siempre busca, en medio de todo, algo de privacidad.
En lo mismo coinciden sus dos mujeres, para quienes la prioridad es la
crianza de los 15 niños. “Ya no me importa lo que haga o deje de hacer con
Luz Dary”, sostiene Esther, y afirma que las llamas de la pasión se le
extinguieron hace mucho rato.
José nunca buscó publicidad, antes de que los medios de lo abordaran.
Sin embargo, quiere que las autoridades y la comunidad lo ayuden
para poder darle una vida más digna a su numerosa familia.
“Tenemos la comidita, pero nos falta de todo”, asiente el hombre, quien no
duerme tranquilo desde que le dijeron que podría perder la casa.
“Si me sacan de acá... ¿qué hago con toda esta gente”, se pregunta él.
También le preocupa la situación de Esteban, el mayor de los hijos que tuvo
con Esther. El niño, de 10 años, tiene un retraso mental leve y requiere una
operación urgente de labio leporino.
“Hay gente que nos mira con malicia, y se sorprende al ver que tengo dos
esposas y 15 hijos, pero nosotros somos una familia normal y pobre, como la
mayoría de colombianos”, concluye José.

Adiós al clóset


Los gays y lesbianas de esta generación están enfrentando su sexualidad de una manera más abierta y temprana. Sin ningún asomo de traumas ni complejos, dicen que no quieren perdese ni un solo minuto de su juventud.

JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACCIÓN VIDA DE HOY

Publicado en El Tiempo el 22 de febrero del 2009

Acaba de cumplir 61 años, y asegura, parece de 40. “Soy de baja estatura, y vaca chiquita siempre será ternera”, dice Luis Eduardo Uribe mientras revisa su colección de fotos, cuadros y libros de la gran diva de su inspiración: Marilyn Monroe.
Luis Eduardo es abiertamente homosexual, y no tiene líos con eso. Pero no siempre ha sido así. En su juventud tuvo que lidiar con el rechazo de los vecinos y los amigos de su familia que lo señalaban porque, -según él-, se le notaba la ‘maricada’.
Con gallardía superó la discriminación de sus compañeros y superiores de las Fuerzas Armadas, donde pagó servicio militar durante dos años.
“Por allá en las décadas de los 60 y 70 ser marica era todo un delito”, asiente. Por todo eso se armó de una coraza ante el rechazo y edificó un carácter fuerte, resistente a burlas y desplantes.
Durante 30 años vivió a punta de su comunidad: montó varios bares, los más conocidos, la Tasca Santamaría y Amigos.
En todo ese tiempo ha sido testigo de cómo ha evolucionado la comunidad homosexual en el país. Para él, el indicador más sobresaliente, es que ahora no se les llama ‘maricones’ o ‘locas’. Se les dice gays.
“A estas generaciones les ha tocado divino, y ni decir de las venideras”, afirma Luis Eduardo, quien ahora vive de su pensión. Su pareja, con quien convivió más de tres décadas, murió hace siete años tras sufrir un coma diabético.
Y tiene razón. De un tiempo para acá (unos ocho años, se estima) las nuevas generaciones de gays y lesbianas del país se han encontrado con un escenario menos hostil.
Salieron del llamado clóset a una edad más temprana y sin tanto trauma, como sí les tocó a sus antecesores. O se encontraron con un armario de puertas abiertas, o con los candados a medio cerrar. Claro está, sin decir que ese camino esté totalmente libre de trabas.
Con esa tesis está de acuerdo Marcela Sánchez, directora de la ONG Colombia Diversa, al explicar que todo este cambio cultural obedece a distintas estrategias derivadas de la Constitución Política de 1991, además de la lucha batallada con el Estado para que éste les reconociera sus derechos a las parejas del mismo sexo.
Hoy, Colombia no solo está a la vanguardia en Latinoamérica en cuanto a
legislación se refiere, sino al mismo nivel de países como Alemania, Suiza y
Dinamarca.
Las parejas homosexuales, en el país, tienen los mismos derechos que las
heterosexuales que viven en unión libre, y lo único que les falta es que les
autoricen el matrimonio y la adopción.
Sin embargo, Sánchez aclara que aunque Colombia es hoy un país más tolerante con la comunidad Lgbt (Lesbianas, gays, bisexuales y transgeneristas), sigue existiendo exclusión.
Y advierte que tampoco se puede generalizar que todos los jóvenes con identidad sexual diversa estén en las mismas condiciones, y que para todos salir del clóset sea igual.
“Esta es una tendencia urbana. No ocurre lo mismo en las grandes ciudades que en la provincia. Cada caso es único, depende del contexto sociocultural”, afirma.

Quieren aprovechar sus mejores años
Alejandro Gamboa salió del clóset a los 14 años. Lo hizo porque, según él, comprendió que no era pecador ni anormal, y sobre todo porque no quería perderse ni un solo minuto de su juventud.
Hoy, afirma, los muchachos como él piensan lo mismo: no quieren que sus mejores años pasen mientras se hacen viejos dentro de un armario, oliendo a naftalina.
Cuando hizo su confesión ya tenía su primera pareja. Era un adolescente de su edad. “Todo era muy bonito, muy inocente”, dice.
A los nueve meses de relación le contó a su mamá que era gay. “¿Y eso qué es?”, le respondió ella. “Pues que me gustan los hombres”, le refutó él.
“Ah…. Desde que eras pequeño lo intuía”, le dijo Omaira Hoyos, y le dio un fuerte abrazo.
Cuando estudiaba gerontología, en Medellín, Omaira sospechó que su hijo sería homosexual y le pidió orientación a un profesor.
Él le recomendó que tenía que aceptarlo, y la mandó a ver una película que abordaba esa temática.
En la cinta mostraban cómo, por el maltrato y el rechazo de sus familias, muchos jóvenes en la misma condición de su hijo terminaban prostituyéndose, en las drogas o como travestis, mientras que otros se suicidaban.
“Me hubiera defraudado de él si supiera que es delincuente, o un vago. Pero lo que haga con su intimidad es solo un asunto de él. Es mi hijo, y me siento orgullosa de él, de sus valores”, cuenta la mujer.
Alejandro ya tiene 21 años y estudia ciencia política en la universidad de Antioquia. Así como salió del clóset con su familia, lo hizo en el colegio y después en la universidad. No lo anda pregonando, pero tampoco lo oculta cuando alguien se lo pregunta o se lo insinúa.
Tiene una pareja desde el año pasado, que se la lleva muy bien con su familia. Y como está peleado con él, dijo que esta entrevista se la dedica con todo su amor.
Volviendo al testimonio de Luis Eduardo Uribe, él recuerda que para conocer gente (amigos, pareja o amantes), los homosexuales de hace dos y tres décadas tenían que ir a los teatros del centro de Bogotá, o al parque Nacional.
En esos años los bares gays ya habían salido a la luz en la capital, aunque funcionaban en las tinieblas. Eran clandestinos.
“Operaban a puerta cerrada. Uno timbraba, y como por un ojo mágico se daban cuenta de que uno estaba ahí, y le abrían”, cuenta.
Y cuando llegaba la policía, relata, se encendía una luz tenue que transmitía un código de alarma.
Después de esa señal, hombres y mujeres que bailaban con sus parejas, se separaban para evitar que los maltrataran o se los llevaran detenidos en un camión como si fueran vacas.
Hoy, analiza Luis Eduardo, las nuevas generaciones de homosexuales cuentan con una privilegiada herramienta que les ha abierto las puertas del armario, permitiéndoles socializar libremente: Internet.

Internet: llave del armario
Solo al escribir las palabras ‘gays y Colombia’ aparecen 8.7300.000 links con información relacionada. Contactos, entretenimiento, productos y servicios para esta comunidad abundan en la red.
En Bogotá, el Distrito tiene un despacho encargado de implementar políticas públicas para la población Lgtb, que trabaja de la mano con cerca de 80 organizaciones sin ánimo de lucro que propenden el bienestar de los suyos.
Y ni decir de la rumba. Solo en Chapinero, en Bogotá, hay más de 100 bares y discotecas. En el sector, conocido entre esta comunidad como ‘Chapigay’, ya es cotidiano ver a una pareja de jóvenes hombres o de mujeres caminando de la mano o dándose un beso en plena vía pública.
Todo eso, sin mencionar los almacenes de ropa y accesorios, de un hotel y varias agencias de viajes especializadas en el tema.
Otros jóvenes no solo enfrentaron su sexualidad hace rato, sin mayores problemas, sino que decidieron trabajar por los suyos. Y esperan relevar a aquellos que durante años han luchado por los derechos de la comunidad Lgbt.
Diana Elizabeth Castellanos tiene 25 años, es licenciada en ciencias sociales, estudia Derecho en el Externado y coordina desde hace cuatro años la organización ‘Mujeres Enredadas’, que busca brindarle a su comunidad alternativas que no se limiten a la rumba.
Aunque tiene una pareja mujer desde hace varios años, no se declara categóricamente lesbiana. “Más que la sexualidad de las personas, me gustan las personas”, afirma.
Organiza canelazos literarios, caminatas ecológicas y grupos de estudios. Y con el aval de una ONG estadounidense similar desarrollará este año una campaña en colegios de Usme y Ciudad Bolívar. Se llama ‘Profe, venga le cuento’, y busca que tanto los profesores sepan cómo ayudar a sus alumnos a enfrentar su sexualidad.
Javier Niño, de 25 años, se gradúa este año de ingeniero telemático de la universidad Distrital, y Rodrigo Reyes, de 24, obtuvo el año pasado su título de arquitecto de la universidad de Los Andes.
Ellos hacen parte de la Red interuniversitaria por la diversidad de identidades sexuales – Redes, que busca acabar con la discriminación en las universidades, y abrir espacios académicos y de bienestar para su comunidad dentro de las aulas de clases.
Precisamente por el trabajo que se adelanta en muchas instituciones de educación superior, ellos creen que muchos jóvenes se han atrevido a vivir su sexualidad de una forma más liberadora.
Aunque su labor se enfoca en la academia, lo que ellos quieren es generar una verdadera trasformación social.
“Somos ciudadanos como los demás, pagamos impuestos como los demás. No podemos exigir nuestros derechos sino ponemos la cara”, advierte Rodrigo.
Javier añade que este año la organización que lidera realizará foros de integración sexual universitaria en todo el país, inaugurará un museo en honor a la diversidad sexual y entregará un certificado a las universidades que se destaquen por su inclusión a la comunidad Lgtb.
Sin banderas en la mano –respeta los activistas, pero no es uno de ellos-
a sus 25 años Iván Daniel Peña aporta su granito de arena en la construcción de un país más tolerante con los homosexuales.
O mejor, enciende los micrófonos de su emisora en internet (http://www.planetagradio.com/), en la que transmite en vivo programas dirigidos a su comunidad desde su natal Medellín, con corresponsales en Bogotá, Cali y Barranquilla. Ya hay cuatro emisoras similares en el país. A él ya lo conocen sus radioescuchas como Danny.
Él ratificó que era gay cuando tenía 15 años, mientras tenía una que otra novia. Pero eso cambió a los 17, pues no quería engañarse más ni engañar a nadie.
La tesis que le permitirá graduarse como psicólogo, este año, aborda los imaginarios de la homosexualidad masculina.
En su investigación, ha corroborado que muchos no salen del clóset no solo por los prejuicios morales que aún existen, sino por los prejuicios. Se refiere a aquellos que siguen en la sombra porque dependen de sus padres.
También ha identificado que, hoy en día, ser gay está de moda. Y al contrario de muchos, advierte, el no se siente orgulloso de ser homosexual. “La otra cosa es que no me avergüence de lo que soy. Salir del clóset es mucho más que pararse en un parque con una bandera y gritar: yo soy marica”.

El dolor la inspiró para escribir la carta más bella


La misiva que le escribió Mariluz Uribe de Holguín a Dios, en quien no cree porque "le arrebató a su hijo", fue elegida como la mejor entre casi 1.500. Historia de un duelo que no cesa.

JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACTOR DE EL TIEMPO

Publicada en El Tiempo el 23 de enero de 2008

“Cada vez que alguien que uno quiere se muere, uno también se muere un poco. Ya son 20 años sin él. Pero como dice el tango: 20 años no son nada”.
Cuando su hijo Jorge falleció, hace ya dos décadas, Mariluz Uribe de Holguín encontró en la escritura el único refugio para no desquiciarse en el duelo. Un duelo que no cesa. “Como el de cualquier madre que pierde a un hijo”.
Y desde entonces su pluma, desbocada, no ha parado de escribir. Ya tiene un libro completo en el que narra cómo fueron los primeros años de infinita ausencia sin su hijo, al igual que fragmentos del diario que él mismo escribió durante una agonía en la que la vida que se le extinguía lentamente. Su cuerpo se fue paralizando músculo a músculo. Espera que alguna editorial se lo publique.
“Tenía 33 años cuando llegó con Pafi, su osito de felpa, a barrer las nubes y a poner las estrellas en su sitio. La edad de Cristo”, recuerda la mujer, nacida en Medellín e hija del designado a la segunda presidencia de Alberto Lleras (figura de vicepresidente de la época), el jurista Ricardo Uribe Escobar.
“Uno no olvida, lo que pasa es que piensa menos”, dice Mariluz, autora del texto ganador dentro de la segunda edición del concurso ‘La más bella carta de amor’, convocado por la floristería don Don Eloy, Aviatur y Montblanc, y en el que se inscribieron cerca de 1.500 colombianos.
Más que de amor, su carta fue de dolor. Por eso pensó que tenía pocas opciones de ganar.

Letras para Dios
Su destinatario fue Dios, a quien en medio de sus versos le reclamó por haberle arrebatado a su hijo: un brillante joven matemático, cuentista, bailarín, dibujante y teatrero. Cuando falleció estaba en Copenhague (Dinamarca), donde tenía una compañía de teatro. Hasta allá llegó Mariluz con su otra hija a acompañarlo en su lecho de muerte.
Antes de continuar con la entrevista, Mariluz advierte que hay cosas que en su familia no se pueden preguntar: la edad, la política y la religión. Y aclara, además, que el único libro al que no tuvo acceso en casa fue a la Biblia. Por eso confiesa que no cree en Dios.
-Y si no cree en Dios, ¿por qué le escribió a él?
-Porque dicen que él es el que se lleva a la gente que se muere.
“Te hacía falta quién te llenara el cielo de cuadros coloridos, quién te escribiera cuentos y te los leyera (…) “Dios tiene una deuda pendiente conmigo”. Así termina la misiva.
Mariluz explica que con esa frase dejó claro que espera una respuesta contundente y razonable.
-¿Y Dios cómo va a hacer para responderle la carta?
-No sé. ¿Acaso él no es todopoderoso?
Mariluz, formada en filología (para entender la palabra), psicología (para entenderse a sí misma) y teología (para buscar a un Dios que no encontró), afirma que no conoce la palabra perdón.
“Hay tantos viejitos que se quieren morir –o nos queremos morir-, y tanta gente mala que debería morirse, y preciso se muere mi Jorge en el mejor momento de su vida”.
Por tanto, es tajante al insistir en que no perdona al Dios al que no venera por habérselo llevado a “sacudir la lluvia, a formar copos de nieve”.
-¿Qué va a hacer con los regalos del premio?
-El lapicero de Montblanc ya se lo regalé a mi amado preferido. El viaje, aún no sé, de pronto resultará como el de Ulises: largo. Aunque a él lo esperaban, a mí no.
-¿Y con las rosas? (le enviarán rosas cada 15 días)
Las llevaré al cementerio, y dejaré algunas para los hospitales y las cárceles. O las deshojaré por los caminos que recorra.

Modelo, presentadora y columnista
Escribir ha sido el motor de Mariluz, quien se casó con Jorge Holguín Pombo, nieto del presidente Jorge Holguín Mallarino. Tiene una columna desde hace varios años en el periódico antioqueño El Mundo, en la que aborda temas de actualidad con el tono crítico e irreverente que la caracteriza.
También fue modelo de pasarela y fotografía, y presentadora de varios programas de televisión. En la década del 60 fue elegida dos veces por EL TIEMPO como una de las mujeres más elegantes de Bogotá.
Por estos días estudia alemán y va a clases de tango, y promueve la página de Internet que creó en honor a su hijo, y en la que aparecen sus escritos, sus dibujos y el libro que escribió en su memoria: http://www.jorgeholguinuribe.com/



Carta a Dios
Te llevaste a mi niño,
nuestro niño, el hijo de mi
marido y mío, el hermano
de su hermana, el amigo de
sus amigos, el compañero de
su amiga, el cuñado, el
nieto, el tío, el sobrino.
El profesor, el bailarín, el
teatrero, el escritor, el
dibujante...
Te hacía falta quién te
llenara el cielo de cuadros
coloridos, quién te
escribiera cuentos y te los
leyera, quién bailara y
actuara para ti.
Quién te divirtiera con su
ingenio, con su risa.
Quién te ordenara y
decorara el cielo, quién
hiciera las fiestas de
bienvenida para todos los
nuevos inquilinos.
Quién se encargara de los
libros, las velas, la música,
los postres, y de mover la
luna.
Quién diseñara lo que
aún no se había inventado.
Quién llenara ese vacío de
santa monotonía, y acaso de
falta de novedad que a lo
mejor respira por allá.
Jorge llegó con Pafi, su
osito de felpa, a barrer las
nubes y a poner las estrellas
en su sitio.
A sacudir la lluvia, a
formar copos de nieve.
Y a hacer que el sol
brillara más claro por su
propia transparencia.
Jorge llegó con su verdad,
según tu voluntad. A
conversar contigo.
A oírte...y a que lo oyeras.
Una vez él había escrito
una ‘Oración a Diosesito’,
tú debes conocerla...
Él te llamaba así,
‘Diosesito’, y escribió en su
diario: “Yo sabía que tenía
que darle el regalo de mis
danzas a la gente y a
Diosesito”.
He oído que mucha gente
te da las gracias a ti, Dios,
por una cosa, otra y la de
más allá.
Pero esta vez toca que Tú,
Dios, me las des a mí o
nuestra cuenta sigue
pendiente.

Formal saludo.
Mariluz Uribe de
Holguín

Los hijos de nadie
Los protagonistas de esta historia entraron de niños al sistema de protección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, por abandono o maltrato, y allí se hicieron adultos. Muchos son discapacitados. Así es vivir para siempre en hogares ajenos.

Publicado en EL TIEMPO el 18 de diciembre de 2008.

JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACTOR DE EL TIEMPO

Luz Ameida está muy feliz. Escucha su nombre por los parlantes y apura sus pasos, que se ven vacilantes porque la parálisis que tiene en el cerebro le atrofió su pierna derecha.
De la mano de Luzvi Molano, coordinadora de proyectos de la fundación Granahorrar –que trabaja con población discapacitada-, recibe un diploma. El primero que obtiene en sus 27 años de vida.
Luz Ameida participó en un curso en el que aprendió a elaborar joyas, a hacer empaques (bolsas de regalo y cajas) y escobas.
Por eso, ahora que ya se graduó, asegura estar preparada para enfrentarse de una vez por todas a la vida, y sueña con un empleo como empacadora de supermercado.
“Me gusta mucho la fundación (Renacer), pero es que llevo ya mucho tiempo”, cuenta Luz Ameida, ahora, no tan feliz.
Se acomoda el capul que geométricamente tapa su frente, y recuerda que cuando tenía ocho años entró al sistema de protección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf). Y desde entonces se la ha pasado de fundación en fundación, y seguirá viviendo en estas quién sabe hasta cuándo.
Ella no lo sabe con precisión, pero cree que su familia la abandonó. Sin embargo, así como anhela un trabajo que le permita independizarse, sueña reencontrarse con sus padres, hermanos, primos y tíos.
Pero reconoce que esas dos cosas con casi imposibles. “A las personas discapacitadas no nos dan empleo como a las normales, y si mi familia no me buscó hace tiempo, no lo hará ahora”.
Como Luz Ameida, 2.678 personas que llegaron al Icbf por maltrato o abandono de sus padres siendo niños, hoy, en la adultez, siguen dependiendo de la entidad. De estos, 1.074 tiene algún tipo de discapacidad y hay algunos que superan los 40 años de edad.
“Son hijos del Estado”, sostiene la directora del Icbf, Elvira Forero, y añade que están haciendo un acto de contrición con todos esos niños a los que dejaron crecer sin conseguirles un nuevo hogar.
Forero aclara que no los sacarán a la calle solo por el hecho de ser mayores de edad. “Eso sería improbable, inhumano. No tienen a nadie más”.
Los discapacitados como Luz Ameida, aunque se preparan en oficios varios, seguirán de por vida por cuenta del Estado. Y los que no lo son, están estudiando para enfrentarse al mundo por sus propios medios.

El anhelo de tener un hogar
Alexander Acosta también quiere un trabajo, pero que no le implique dejar la fundación en la que vive desde los 13 años. Hoy, tiene 27.
“La fundación me ha dado lo que mi familia no quiso, o no pudo darme. Es lo único que tengo”, narra Alexander con una voz que sale apretada y a veces enredada, producto de la parálisis cerebral espástica que padece, y que le impide mover sus piernas.
Malkis Reales, barranquillero de 24 años, también se hizo adulto en el Icbf, a donde llegó cuando tenía apenas dos años de nacido.
Pero su caso es distinto, básicamente porque no tiene ninguna discapacidad.
Siempre fue buen estudiante, y el Icbf decidió apoyarlo para que fuera a la universidad, como lo está haciendo con otras 170 personas en la misma situación.
Anualmente esa entidad, con el apoyo de empresas y universidades, invierte cerca de 300 millones de pesos en la educación superior de estos muchachos. Malkis se graduará de médico el próximo 15 de diciembre.
Cuando tenía ocho años tuvo la posibilidad de ser adoptado, pero no quiso porque tenía la ilusión de encontrar a su familia. En 1999 supo de ella, pero no logró estrechar vínculos.
Apenas se gradúe, dice, quiere casarse con su novia, tener varios hijos y formar un hogar como el que nunca tuvo.
Por su parte, José Luis acaba de cumplir 18 años y hace apenas dos meses, antes de llegar a la mayoría de edad, fue llevado a un hogar del Icbf porque su madre lo maltrataba físicamente. También tiene una parálisis cerebral que solo lo deja caminar apoyado en sus muletas.
Como lleva tan poco tiempo, no sabe qué va a suceder con su caso: si lo devuelven a su hogar, o si seguirá en la fundación donde vive, y en la que ha aprendido jardinería.
Si lo ponen a escoger, y lo apoyan, trabajaría como jardinero y viviría solo. Teme volver a los maltratos que recibía en casa.
Yeisson también tiene 18 años recién cumplidos, y el sueño de volver a ver a su madre se le hizo realidad hace poco. Le perdió el rastro desde hace 10 años, cuando ella lo dejó en un hogar del Icbf argumentando que no tenía cómo mantenerlo. Su caso también está por definir, pero él quiere volver al seno de su hogar.
Diana cursa cuarto semestre de derecho, también gracias al Icbf. Ella entró a la institución a los 12 años. Fue abandonada.
“A uno lo puede rechazar la pareja, un amigo o un extraño. Pero no la familia”, dice Diana, quien hoy comparte un pequeño apartamento con una amiga que conoció en una fundación -abandonada igual que ella-, y trabaja en la oficina de gestión humana del Icbf.
Hace poco volvió a saber de su madre y sus hermanos. Pero ella, aunque no juzga a nadie, reconoce que prefiere seguir viviendo sola. “Vivir sin hogar es muy duro, pero ya me acostumbré, y así vivo bien”.

Iván es un niño feliz de 32 años
Tiene una limitación cognitiva y piensa como un pequeño de 12 años. Estudió hasta quinto de primaria y trabaja como vendedor. Está enamorado y quiere casarse. Una de las tantas historias de los jóvenes especiales que compitieron en Fides.

Publicada en El Tiempo el 9 de junio de 2009


Solo al ver sus pasos apurados y a veces indecisos, y al escuchar el ritmo
desenfrenado de sus palabras, se comprende que algo extraño sucede en su
anatomía.
A simple vista, Iván Alfredo Barrios González es un muchacho común y
corriente. Mide 1,62 de estatura y pesa 74 kilos. Su pelo es arisco, de
mechones parados, y su piel es blanca, blanquísima. Habla con fluidez de lo
que sucede a su alrededor y tiene una memoria privilegiada.
Sin embargo, no resulta ser tan común y corriente. Es uno de los 2 millones
560 mil colombianos que, según el Dane, padecen algún tipo de discapacidad.
La suya es cognitiva. Es un retardo mental leve que lo hace pensar como un
niño de 12 años, aunque ya tiene 32. Su caso es de disritmia cerebral (ver
recuadro).
Con una sonrisa dibujada en los labios, Iván recorre la sede social de
Compensar en Bogotá. Con la mano derecha ondea orgulloso una bandera de
Colombia, y con la izquierda exhibe la medalla de plata que minutos antes se
colgó en el cuello al ganar el segundo lugar en una de las competencias de
natación realizadas en las II Olimpiadas Iberoamericanas de la Fundación
Para el Desarrollo de la Educación Especial (Fides), que terminaron el
viernes.
“Mire bien, belleza, me gané una medalla de plata. Soy un campeón”, le dice
a una de las jóvenes que se encuentra en el camino. A todas las niñas
bonitas que se topa, así no las conozca, las saluda con galantería y las
llama de esa manera: “¡belleza!”.
“El primer puesto lo ganó un sanandresano. Ese man nada mucho”, narra Iván,
quien pese a no lograr el primer lugar en una carrera de 25 metros no se
siente perdedor.
Sus enormes ojos verdes se ven más brillantes, ahora, con el sabor de su
triunfo a medias. Con pleno convencimiento, afirma que entrenará duro para
ganarse una presea de oro el próximo año.
“¿Sabe cuándo nació mi papá?... El 13 de noviembre de 1947”, indica haciendo
gala de su buena memoria. No en vano en el centro Enlaces de Compensar,
donde aprende manualidades, lo conocen con el mote de ‘grabadora humana’. No
solo porque habla todo el tiempo, sino por su carisma y espontaneidad.
“Miedo, quién dijo miedo. El único miedo que tenía era a los perros, pero ya
lo superé”.
Sin rubor en las mejillas, Iván reconoce que es un niño atrapado en el
cuerpo de un hombre. Tiene 32 años, pero piensa y siente como un chiquillo
de 12. “32 años no, 32 años y medio”, corrige. Cumplirá 33 el 6 de
noviembre.

De niño a adulto: su lucha
Desde hace algún tiempo, Iván está viviendo una situación que por más que
quiera eludir, sabe que debe enfrentar con fortaleza: el mundo de los
grandes. Pero no quiere. Prefiere seguir por ahora en su pequeño y elemental
universo. “Yo sé que tengo que comportarme como un adulto, pero me sigue
gustando ser un niño”.
Son las 4:30 de la tarde y luego de la competencia en las Olimpiadas de
Fides, en las que participaron dos mil personas con discapacidad cognitiva
de toda Colombia y de cinco países, Iván regresa a casa.
Sale a la avenida 68 a la altura de la calle 26 y toma la ruta
Germania-Centro, que lo deja a pocas cuadras de su vivienda, en el conjunto
residencial Gonzalo Jiménez de Quesada. Allí vive con sus padres. Su única
hermana, menor que él, vive en Londres.
Sí, a pesar del mal que padece, él se mueve por toda la ciudad con plena
seguridad. Hace rato que sus papás dejaron de sobreprotegerlo. Al llegar a
casa su madre, Martha, lo recibe con un fuerte abrazo y le pasa un paquete
con su golosina favorita: las hormigas culonas santandereanas. Él las
deleita, una a una, hasta terminarlas.
Vive en un octavo piso en un apartamento de tres cuartos. Su habitación es
grande, está pintada de blanco, tiene un televisor en el que ve desde
noticias hasta telenovelas y programas infantiles, y una grabadora en la que
escucha a su artista favorito: Camilo Sesto. Aunque también tiene música de
Shakira, Juanes y Carlos Vives.
Al lado de su cama hay una imagen de la Virgen María (de la que es devoto),
un cuadro que le pintó su mamá y un botiquín donde guarda las pastas de
Ferbín (ácido valpróico) que se toma apenas se quita las cobijas de encima,
para que no le den convulsiones.
Si las cosas le salen bien, en unos cinco años piensa casarse con la novia
que tiene hace 10, una bella mujer dos años mayor que él, que es una persona
tan especial como él. Con ella quiere tener cuatro hijos (dos varones y dos
mujeres). Y como sabe que ese día llegará y que tendrá un hogar que
sostener, ahorra el dinero que recibe como vendedor de productos de aloe
vera, que distribuye entre amigos, vecinos del barrio y familiares. Sueña
con ser un exitoso vendedor.
Mientras eso sucede, en las noches se sumerge en los cuentos de Rafael Pombo
–su favorito es el Renacuajo paseador– y sueña con la Cajita Feliz de
McDonald’s que tanto le gusta.

Una lesión cerebral ‘congeló’ en el tiempo a Iván
La enfermedad que padece Iván es un compromiso en el cerebro que entre otras manifestaciones presenta alteraciones en el ritmo eléctrico de las neuronas, caracterizada por descargas excesivas y anormales. Se sabe que las células deben funcionar como una orquesta logrando una armonía funcional. Cuando eso no ocurre puede haber manifestaciones en el movimiento, en la sensibilidad, en el comportamiento y las funciones cognitivas, cuya severidad depende de la extensión y de área en la cual las neuronas están comprometidas. Las convulsiones generalizadas o parciales son evidencia de la disritmia cerebral que en este caso se denomina epilepsia. Puede tener varias causas, desde alteraciones en el embarazo, durante o después del parto, incluyendo infecciones, compromisos metabólicos, vasculares o hereditarios, hasta traumatismos que afectan el tejido cerebral. El tratamiento se orienta a
evitar las convulsiones a través de estabilizadores del ritmo eléctrico
(anticonvulsivantes). En el caso de Iván, se cree que sufrió un golpe cuando
nació, alterando el desarrollo cerebral. En sus 32 años, Iván ha sufrido 10
convulsiones que lo dejan sin sentido durante varios minutos. La última fue
hace cuatro años.

QUIERE FORMAR SU PROPIO HOGAR

‘‘Quiero casarme y tener cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. Por eso hay
que trabajar, hay que ahorrar para mantener el hogar. Quiero ser un gran
vendedor para poder darle una buena vida a mi familia”.
Iván Barrios al hablar sobre su sueño de ser padre.