Guerreros sobre sillas de ruedas 
Las historias inspiradoras que ruedan en la Copa América de Baloncesto para atletas con discapacidad, que se realiza en Bogotá.




Foto:  Copa América de Baloncesto sobre Silla de Ruedas
Publicado en EL TIEMPO el 8 de agosto del 2013.

José Leep arroja la pelota un metro adelante de él, impulsa su silla de ruedas con las manos y la recupera; lo cercan sus contrincantes, choca y se cae de lado.
Se levanta, apoyado con la mano derecha, sin mucho esfuerzo -la silla parece una extensión de su cuerpo- y logra escabullirse. En 20 segundos llega al otro lado de la cancha. Lanza. Encesta. La tribuna se levanta, aplaude, grita.
Transcurre el partido entre Colombia y Argentina en el cuarto día de la Copa América de Baloncesto sobre Silla de Ruedas, certamen que reúne en Bogotá a 120 deportistas de 10 países en el coliseo Cayetano Cañizares, en el sur de la ciudad.
José Leep, de 30 años, es el armador de la selección colombiana, una de las estrellas. Cuando se acaba el partido, dirá que nació en zona rural de Ocaña (Norte de Santander), donde hace 25 años perdió ambas piernas al quedar atrapado en una avalancha de tierra.
Toda su familia murió en ese accidente y él fue adoptado por una pareja estadounidense. Años más tarde sus nuevos padres lo vincularon a una escuela deportiva donde aprendió a nadar y, luego, a jugar baloncesto.
También contará orgulloso que jugó en torneos en Estados Unidos y que hace seis años fue reclutado por un club de España, y que vino a Colombia porque fue convocado para que reforzara el equipo de su país.
"El deporte me ha ayudado a cumplir sueños y me ha dado la posibilidad de viajar por el mundo, de sentirme útil y competitivo", dice Leep, quien marcó 12 puntos en un partido reñidísimo que terminó 49-42 a favor de Canadá, y que era una revancha. Hace dos años, en Guadalajara (México), Colombia le ganó a Canadá 69-58, con los mismos jugadores.
Leep, aunque acaba de perder con su equipo, se sabe un hombre afortunado. "Tuve una familia que me dio amor y me apoyó, y hoy mi discapacidad no es un problema: es una oportunidad", dice y lamenta que muchas personas, de su condición, se queden postradas en una cama o una silla de ruedas porque nadie los ayuda. Nadie cree que pueden ser útiles y quedan destinados a ser un estorbo.
Cada uno de los 120 atletas reunidos en este certamen, que se realiza por primera vez en Colombia, es dueño de una historia de superación y éxito.
"El deporte significa inclusión, rehabilitación, integración, y en el caso de muchos de estos jugadores, el trabajo que les da el sustento a ellos y a sus familias", comenta Octavio Londoño, director del evento y presidente del Comité Paralímpico de las Américas, conformado por 28 países. Y muchos de ellos, ostenta, son verdaderas celebridades.
Se refiere, por ejemplo, a Rodney Hawkins, un negro de 2 metros de estatura que nació en la isla de Providencia, que jugó en Piratas (en Bogotá), que hacía carrera para llegar a la NBA (Asociación Nacional de Basquetbol de Estados Unidos) y que perdió su pierna izquierda al ser arrollado por un conductor borracho. Iba en una moto con un amigo, en San Andrés, y el borracho -cuenta- ni siquiera paró a ayudarlo.
Eso ocurrió el 5 de febrero del 2005. "La vida se me derrumbó, pero gracias a Dios estoy vivo y tengo una segunda oportunidad para seguir haciendo lo que me gusta: jugar baloncesto", dice.
Rodney se forra el muñón, arriba de la rodilla, con una venda de seda azul, y se acomoda la prótesis metálica que termina en un pie acrílico del mismo color de su piel. Hace cuatro años juega en la versión de la NBA de Estados Unidos para discapacitados (con los Dallas Marvics), se forma como entrenador deportivo y tiene una oferta para irse a jugar en un club de Turquía.
"En silla de ruedas he tenido más oportunidades que cuando jugaba baloncesto convencional. Me siento feliz y realizado". Pero llegar a este punto no ha sido fácil. Además de entrenar cinco horas al día, ha tenido que fortalecer la mente y el corazón.
"Con fe en Dios y mucho optimismo, y con el respaldo de mi familia, estoy cumpliendo mis sueños".
Wilber Caicedo nació en Cali hace 32 años, con osteogénesis imperfecta, enfermedad conocida como 'huesos de cristal'. Es pequeñito: mide 1,10 metros de estatura. Con dificultad logra caminar apoyado en muletas.
Desde los 15 años, recuerda, empezó a entrenarse como basquetbolista y hace seis ingresó a las grandes ligas. Jugó en España, acaba de terminar una temporada en Italia (en Roma) y se prepara para una más en Génova. "Gracias al deporte he logrado ser lo que soy ahora, y también he logrado ayudar a mi familia". Sí, Wilber se llevó, para Italia, a su mamá y a sus hermanas, que vivían en un sector marginado de Cali, en medio de precariedades. Nadie más en su casa tiene una discapacidad.
Ayer, en la tarde, Colombia le ganó a Argentina con un marcador de 60-51. Hoy juega con Venezuela (a las 6:00 p.m.) , y si gana quedará en la semifinal y se garantizará un cupo en el mundial de Corea del Sur.
 
Con una sola mano
El argentino Gustavo Villafañia es, tal vez, el más ovacionado del evento. Tiene apenas una sola mano: la derecha. La otra, al igual que las piernas, la perdió en un accidente.
"Iba corriendo a subirme a un tren, me resbalé y me pisó", dice al hablar sobre el accidente que sufrió cuando tenía nueve años, en Buenos Aires. Hoy tiene 30 y habla sin traumas sobre ese suceso: tres vagones le pasaron por encima.
Verlo en el juego es un espectáculo. Su única mano la mueve de lado a lado para lograr velocidad, se impulsa con el muñón de la pierna izquierda y cambia de dirección moviendo la columna.
"En la cancha siento que no tengo límites, no siento limitaciones, como todas las que hay en la vida diaria para las personas con discapacidad", dice.
Gustavo tiene tatuajes arabescos en el cuello y el brazo. Sus ojos son azules -tiene una buena estampa-, pero su expresión es adusta.
"La vida para las personas como yo es muy dura. Tuve que volverme duro para salir adelante".
En la tribuna permanece atento y emocionado Jean Carlos Rodríguez, un joven bogotano de 18 años que quedó en silla de ruedas después de que una bala perdida le quebró la columna, el 18 de diciembre del 2011.
Vive en el sector de Bosa, donde laboraba limpiando carros repartidores de leche. Su condición ya no le permite trabajar. Depende de su padre, empleado de una fábrica de muebles. Pero hace unas semanas empezó a entrenarse en el Caexbox, también en Bosa, un club de baloncesto para jóvenes con discapacidad.
"Ver a estos 'manes' es una motivación. Mi sueño es ser como ellos: un gran deportista, tener una familia y viajar por el mundo. La vida no se me puede ir sentado en una silla de ruedas".




El joven colombiano que, según Forbes, puede cambiar el mundo

La revista reconoció a Juan David Aristizábal como uno de los 30 líderes mundiales menores de 30 años que están cambiando la humanidad con sus inciativas sociales.




José Alberto Mojica
Redactor de EL TIEMPO
Publicado en EL TIEMPO el  10 de agosto del 2013.

Y la historia de la película se volvió realidad. Juan David Aristizábal tenía 13 años cuando en su natal Pereira vio un filme con un mensaje tan poderoso que le cambiaría la vida: Cadena de favores (Pay It Forward, en inglés). La cinta cuenta la historia de un profesor de colegio que les pide a sus alumnos que inventen métodos para cambiar el mundo. A uno de ellos se le ocurre la idea de ayudar a tres personas en algo que, por su cuenta, no podían lograr. En lugar de pedir una cosa a cambio a los beneficiarios del favor, el niño les recomienda que ayuden a otras tres personas, y que estas, a su vez, hagan lo mismo con tres más. Así, miles de personas reciben un regalo inesperado.
Aristizábal creció. Tiene 24 años –recién cumplidos– y es el gestor de su propia cadena de favores, con la que puede ayudar a cambiar el mundo. Sí, cambiar el mundo. Pero no lo dice él, lo afirma la revista estadounidense Forbes, que en enero escogió a los 30 jóvenes menores de 30 años que pueden cambiar el mundo gracias a su desempeño en distintas áreas. La publicación conoció la obra del pereirano a través de Ashoka, un exclusivo club mundial de emprendedores sociales al que pertenece Buena Nota, la plataforma de la que es cofundador. Él y una peruano-italiana fueron los únicos latinoamericanos en el escalafón.
Pero no ha sido su único reconocimiento reciente. Buena Nota recibió hace poco el MTV Millennial Awards, en la categoría Piensa en Grande, que resalta el trabajo de emprendedores que estén impactando a sus comunidades con ideas y soluciones inteligentes.
“No creo en eso de que las golondrinas pueden llamar la lluvia, ni en caudillismos; creo en el poder del trabajo en equipo”, afirma Aristizábal con un marcado acento paisa, en su oficina del Colegio de Estudios Superiores de Administración de Bogotá, institución de la que se graduó como administrador de empresas y donde hoy trabaja como profesor y director del departamento de Emprendimientos.
Fue allí donde en el 2006 –junto a su amigo y compañero Juan Manuel Restrepo– echó a rodar la fundación Buena Nota, que le ha permitido poner en práctica la máxima con la que lo crió su familia: ‘Hay que sembrar para cosechar y hay que ayudar a los demás’.
No se cree el cuento de que es un niño genio. Siempre habla de su equipo e insiste en destacar la labor de Restrepo, su principal escudero. Aclara también que no ha sido un niño rico ni lleno de comodidades. Solo es –dice– el hermano de una hermana, Ana, y el hijo de un ingeniero electrónico y de una artista plástica que le inculcaron los valores de la educación, el trabajo, la constancia, las buenas costumbres y el servicio social.
“Es una persona muy humilde, no le gusta mostrarse ni figurar. No habla del yo, sino de nosotros”, asegura Luis Felipe Giraldo, director de Libro por libro, una idea que se convirtió en una próspera fundación que les lleva libros a niños de zonas rurales del país, gracias al apoyo de Buena Nota.
“Uno de nuestros mayores logros –cuenta Giraldo– es haber conseguido 25.000 libros a través de la cadena española TelePizza, que creyó en esta iniciativa y les pidió a sus clientes que al recibir un domicilio donaran un libro”. Los textos fueron importados gracias a la gestión de Aristizábal y se distribuyeron en 23 comunidades del país.
“Juan David tiene la capacidad de despertar en las personas lo que llamamos la chispita del emprendimiento, de moverse, de sacudirse –agrega Giraldo–. Todos tenemos una misión por la que vinimos al mundo y él tiene el don de inspirar a las personas para que descubran esa misión”.
Libro por libro es solo un ejemplo de la labor de Buena Nota, pero hay muchos otros. La fundación ha ayudado a incubar e impulsar 16 proyectos de emprendedores sociales en todo el país; les ha dado la mano a otros 60 que ya habían nacido, pero que carecían de respaldo y organización, y ha reclutado a más de 500 voluntarios (altamente calificados) que han donado más de 65.000 horas de su tiempo y conocimiento para darles una mano a todos ellos.
Al ciclomontañista bogotano Pablo Mazuera, por ejemplo, Buena Nota le brindó asesoría legal para montar una fundación que apoya a jóvenes ciclistas de bajos recursos y que ha logrado llevar a 7 de ellos a competencias internacionales y a luchar por un cupo en los Juegos Olímpicos de la Juventud del 2014. También a la periodista independiente María Mercedes Acosta le ayudó a hacer sostenible un portal periodístico sobre diversidad sexual y de género llamado Sentiido.
“Nos ha contagiado con su solidaridad y su interés por compartir el conocimiento –destaca Acosta–. Nos puso a pensar como empresarios, algo de lo que poco o nada sabíamos”.

Aprendió a pedir ayuda
El activismo social de Aristizábal empezó muy temprano, a los 13 años. Entonces, aprovechó un trabajo del colegio para pedirles a sus amigos que hicieran algo por la gente: ayudar a los indigentes del centro de Pereira con comida, ropa o donaciones en efectivo. Luego involucró a su familia, a los vecinos, a las emisoras locales, y así nació Jóvenes Informando Proyectos.
En los medios locales empezó a volverse famoso ese muchachito que pedía una mano amiga para los habitantes de la calle, y que logró que parte de la sociedad pereirana se volcara a apoyar a una fundación de monjas; el único soporte que tenían los ‘sin techo’. Desde entonces –dice– aprendió que un buen líder es el que sabe pedir ayuda.
Hoy, Aristizábal parece un universitario, aún con visos de aquel adolescente. Es soltero y dueño de una buena estampa: alto, delgado, ojos verdes y sonrisa de comercial de dentífrico. Tiene el pelo extrañamente cano. Extrañamente porque el pasado 12 de julio cumplió 24 años. Sonríe todo el tiempo, pero habla con la vehemencia de un académico o un científico social, con un dejo de conferencista motivador.
Cree en los sueños, pero más que un soñador es un hombre disciplinado, un visionario al que le gusta ejecutar y ver resultados. “Los sueños sin acción son desilusión”, sentencia. Pero además de la disciplina, cree en el poder transformador de la educación, “una educación que solo tiene sentido si está al servicio de la humanidad”.
“En este país hay gente muy educada. Mire todos esos políticos corruptos; muchos han estado en las mejores universidades, pero no han usado lo que saben para el bienestar de los demás”, se queja. Por eso considera que así como el Gobierno está regalando 100.000 viviendas para la gente pobre, debería regalar también 100.000 becas para que el mismo número de jóvenes sin recursos puedan recibir educación de calidad. O 100.000 subsidios para emprendimientos sociales.
No sueña con cambiar el mundo, pero se suscribe en una frase de la filósofa estadounidense Margaret Mead: “No dudes jamás de que un pequeño grupo de ciudadanos clarividentes y comprometidos puede cambiar el mundo”.
Luis Aristizábal es el orgulloso padre de Juan David. Orgulloso de su coherencia entre el pensar, el hablar y el actuar. Y de la humildad, como su principal virtud. Lo único que le recalca es que tenga cuidado con el exceso de confianza: “Pese al conocimiento y a la experiencia, uno nunca debe pensar que se las sabe todas”, le advierte.
¿Y qué piensa de la política un joven que critica que en el país no haya líderes inspiradores y honestos, con vocación de servicio? ¿Le interesaría participar? “Solo quiero ser útil –concluye tajante el pereirano –. Aún estoy muy chiquito para pensar en eso”.




Leer en los huesos los rastros de la vida y la muerte de 5.000 niños
Medicina Legal y el Icbf se aliaron para identificar a los menores de edad sepultados como NN desde 1970.

 Foto: Carlos Ortega, EL TIEMPO.
Publicado en EL TIEMPO el 13 de julio del 2013.
La traen en una caja de cartón, blanca, de 70 centímetros de larga y 50 de alta. Ahí está la niña sin nombre, o lo que queda de ella. La edad calculada: 16 años.
Laura Polo, antropóloga forense del Instituto Nacional de Medicina Legal, destapa la caja y empieza a extraer los huesos, tostados y curtidos, comenzando por el cráneo, en el que se observa claramente un orificio redondo en el lado derecho de la frente. Un disparo.
Sigue con la clavícula y el húmero, la pelvis, la hilera de costillas afiladas, y muestra cómo la adolescente dueña de esos restos fue desmembrada al nivel de las epífisis o articulaciones (los codos, las rodillas, los tobillos), tal vez, instantes después de que le reventaran la cabeza de un balazo. No se sabe con qué herramienta. Pudo ser una motosierra, dice la experta. El desmembramiento –añade- ocurre con la clara intención de ocultar evidencia.
También saca la única pertenencia con la que la encontraron: un pantalón de sudadera azul convertido en una maraña de raíces, hojas y tierra podrida.
Según el reporte que Medicina Legal tiene de este cadáver, corresponde a una joven de 16 años que pertenecía a un grupo paramilitar. De ella solo se tiene un supuesto alias. No se sabe su nombre real, de dónde viene ni quiénes son esos padres que aún deben estar llorando a una hija desaparecida y esperando a que vuelva… algún día.
Un desvinculado de esa organización, ahora sometido a la Ley de Justicia y Paz, fue quien dio las indicaciones del lugar donde la sepultaron –un potrero cualquiera en el departamento del Meta-, después de ajusticiarla, en el 2011. No dio más detalles.
“Este es un proceso que, por más técnico o científico que sea, siempre es muy doloroso. Es ver la realidad del país reflejada, en este caso, en los niños”, considera la doctora Polo, quien participa en una iniciativa sin precedentes en Colombia: la identificación de los restos óseos de cerca de 5.000 menores de edad que llegaron a Medicina Legal después de morir en condiciones violentas, en el marco del conflicto armado: víctimas de reclutamiento forzado –como la niña sin nombre y sin dolientes a la que arman hueso a hueso sobre una mesa de acero-, secuestrados o desplazados por la violencia.
Pero también niños perdidos o desaparecidos que terminaron muertos, víctimas de violencia intrafamiliar o de casos como el de Luis Alfredo Garavito, quien confesó haber asesinado a más de 170 niños y de los cuales aún falta que aparezcan unos 20.
Esta ambiciosa estrategia es producto de una alianza entre Medicina Legal y el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf), que busca reconstruir memoria histórica sobre lo que sucedió con los niños que terminaron enterrados como cadáveres no identificados en cementerios municipales de todo el país, al igual que en fosas comunes y en tumbas clandestinas. En cualquier potrero. El objetivo es conocer a ciencia cierta quiénes eran –con nombres y apellidos -, quién los mató, cuándo y por qué. Leer en esos huesos los rastros de la vida y la muerte.

Un proceso complejo y doloroso
Carlos Eduardo Valdés, director general de Medicina Legal, reconoce que se trata de un proceso complejo y muy doloroso, pero necesario para dignificar a esos niños asesinados, y para que sus padres y familiares sepan la verdad y puedan, por fin, hacerles el duelo.
Pero lo más importante, opina Valdés, es que este proyecto ayudará a construir la paz en el país. “Si no se sabe la verdad sobre lo que pasó con esos niños, no habrá paz en Colombia. El duelo es fundamental para la reparación. Nunca va a haber perdón sino se conoce la verdad”, sigue el funcionario al explicar el origen de los cerca de 5.000 cadáveres infantiles que serán estudiados.
Hace dos años, gracias a un convenio con la Registraduría, se estudiaron 22 mil tarjetas decadactilares (huellas de los dedos) de 22 mil cadáveres sin identificar que han pasado por Medicina Legal desde 1970 y a los cuales se les practicaron autopsias.
De esos, a 10.200 se les estableció nombres y apellidos, y de estos unos 4.500 corresponden a menores de edad que, al igual que el resto de cadáveres, fueron enterrados como NN por medio de inhumación estatal porque, entonces, se desconocían sus identidades y nadie los reclamó. Se guardaron durante algunos meses en neveras, pero según Valdés, este fenómeno ha desbordado la capacidad de almacenamiento en Medicina Legal y por eso los mandaron a enterrar, por cuenta del Estado.
“Los restos de estos niños fueron sepultados en cementerios de todo el país, pero no sabemos en qué preciso lugar de esos cementerios. A los llamados NN los han enterrado en cualquier sitio porque no pagan en los cementerios, porque nadie los visita”, afirma Valdés y cuenta que lo primero que harán es un inventario nacional de cementerios para ubicar los restos de estos 4.500 niños, con el apoyo de la Policía y la Fiscalía.
Y cuando los vayan rescatando –con los códigos con los que fueron enterrados y con la identidad obtenida gracias al convenio con la Registraduría- cruzarán la información con las 19.000 denuncias de niños desaparecidos que reposan en Medicina Legal desde 1970, para ubicar a sus familias.
Esa labor –buscar, escarbar, desenterrar esos restos y entregárselos a sus familiares- puede tardar varios años. Pero Valdés afirma que todo el esfuerzo y el tiempo valdrán la pena: por la dignidad de esos cadáveres, que “no son bolsas de huesos sino personas” y por los familiares que nunca supieron qué pasó con sus hijos perdidos y que los siguen buscando vivos o muertos.
Los otros 500 restos óseos (para completar los cerca de 5.000 de los que habla el proyecto) corresponden a menores de edad que han sido rescatados en fosas comunes dentro del proceso de Justicia y Paz durante los últimos tres años, y que ya están en poder de Medicina Legal. Esos 500 cuerpos, de los que no se tiene ninguna información, serán los primeros a los que se les realizarán perfiles genéticos.

Las familias, pieza clave en la búsqueda
Adriana González, directora encargada del Bienestar Familiar, considera que se trata de un proceso histórico que se realizará desde las entrañas de la violencia que han sufrido miles de niños en Colombia.
“Queremos hacer visible lo que pasó con estos niños para hacer verdad histórica y para cerrar las brechas de dolor con las familias que siguen esperando saber qué pasó con sus hijos desaparecidos”, comenta González. Para el primer año de este proyecto –añade- el Icbf dispuso de 900 millones de pesos.
Y mientras Medicina Legal comienza a realizar los perfiles genéticos a través de sus médicos, antropólogos y odontólogos forenses, el Icbf se encargará un tema muy sensible: convocar a los padres de niños desaparecidos para que permitan que se les tome una muestra biológica (sangre) con el fin de hacer los cruces de ADN.
Esta convocatoria será anunciada en los próximos meses. Y los padres que quieran participar recibirán acompañamiento psicosocial durante el proceso.
“Las familias de desaparecidos, sobre todo de niños, siempre van a guardar la esperanza de que algún día regresen con vida. Pero lo que más les interesa es conocer la verdad, por más dura y dolorosa que sea”, dice González y aclara que si estos niños murieron, como víctimas del conflicto armado, sus padres podrán recibir reparación por parte del Estado que incluye una indemnización económica.
Pedro Emilio Morales, subdirector de Servicios Forenses de Medicina Legal y otro de los abanderados de este proyecto, explica que la mayoría de restos infantiles corresponden a niños campesinos y de las goteras de zonas urbanas de los Llanos orientales, Antioquia, Córdoba y Chocó.
Morales también aclara que esta investigación se realizará mediante métodos científicos avalados internacionalmente, con el fin de garantizar la precisión de los resultados. “Hay muchos casos en los que se entregan los restos y las familias dicen: no, ese no es mi hijo”, comenta Morales. Por eso advierte que es muy posible que, producto de este estudio, a los padres se les entreguen los restos de un adulto. “Una cosa es que el niño se haya desaparecido siendo niño, y otra, que lo hayan asesinado siendo adulto”.
Jairo Vivas, coordinador nacional de Patología Forense de Medicina Legal, recibe una caja blanca de 70 centímetros de larga y 50 de alta con los restos de un joven sin nombre. De entrada reconoce que es un menor de edad, por la forma de los huesos, que no han terminado de fundirse. Por ejemplo, la cabeza del fémur está aún separada. En los adultos, es una sola estructura.
Sobre una mesa de madera y acero empieza a armar el esqueleto. Intenta extraer el cráneo, pero está destrozado, en decenas de pedacitos, como cáscaras de un huevo que se le riegan en las manos. Es imposible armarlo.
Revisa los documentos y lo único que se sabe es que, al parecer, era un joven subversivo a quien mataron con un infalible y demoledor tiro de fusil. La edad: 16 años, igual que la niña sin nombre del comienzo de esta historia. Dos niños reclutados y asesinados, enterrados sin nombre ni dolientes: ella paramilitar; él, guerrillero.
Si todo les sale bien a Medicina Legal y al Icbf, las cajas de huesos de ambos terminarán en una tumba con flores, con sus nombres, y los padres de estos niños perdidos al menos podrán saber que ellos descansan en paz.

‘Nunca he podido hacerle el duelo a mi niño perdido’
Eran las 4:00 de la tarde del 26 de agosto de 1983 y en la casa, en el barrio Cuba, de Pereira, todos estaban viendo El Chavo del Ocho. A esa hora sonó el timbre. Era un niño que venía a pedir permiso para que a Wilson lo dejaran salir un rato, a jugar en la calle. Blanca Pérez, la madre, aprobó con la condición de que no se demorara y de que no fuera tan lejos. Wilson, de ocho años, nunca volvió.
Cayó la noche y la mujer empezó a llenarse de angustia. Todos en la familia salieron a buscarlo –en las calles, parques, en las tiendas- y al día siguiente pusieron el denuncio en la Fiscalía. Del niño que fue invitar a Wilson a jugar tampoco se supo. El único que lo vio fue el abuelo, quien le abrió la puerta, y contó que nunca lo había visto.
Transcurrieron cinco días hasta que, en la radio, Blanca escuchó una terrible noticia: en el anfiteatro del hospital de Pereira tenían el cuerpo de un niño. Sí, podía ser Wilson. Podía.
Cuando llegó a hacer el reconocimiento le dijeron que el cadáver ya estaba en el cementerio, y al llegar allí se encontró con que ya lo habían sepultado porque nadie lo había reconocido.
Pidió que lo desenterraran. Lo habían arrojado a una fosa, así como estaba, sin ataúd. Sin ropa. Lo que vio fue un cuerpo con bastantes días de descomposición –tal vez muchos- del que podría ser su hijo: con el rostro desfigurado –como si lo hubieran quemado con ácido, dice- sin pelo y con las piernas y brazos despellejados. Fue imposible reconocerlo.
“Mi intuición siempre me ha dicho que ese no era el niño mío. Siempre he cargado con esa duda en el alma”, cuenta Blanca casi 30 años después de ese episodio. Sin embargo, por sugerencia de una juez, afirma, tuvo que reconocer que ese sí era su hijo para poder inculpar a un hombre –al que ella califica como su enemigo- y a quien responsabilizaban, además, de haber asesinado a su esposa.
“Era un hombre que me perseguía. Una vez me dijo que si no me iba a vivir con él, me mataba o me hacía algo”, comenta Blanca, madre de otros dos hijos y quien a sus 57 años se gana la vida como empleada doméstica, y añade que al sujeto lo metieron a la cárcel durante 14 años, por varios delitos, pero nunca por la muerte de su hijo. Eso nunca se le comprobó. Tampoco se le hicieron pruebas de ADN al cadáver ni hubo una investigación formal.
Blanca le puso una tumba al cuerpo de ese niño, con el nombre de Wilson, pese a que su corazón le decía (y le sigue diciendo) que no es Wilson.
“Yo no hablo de esto, porque me duele mucho. He pensado, y le he dicho a mis otros dos hijos, que no pierdo la esperanza de que Wilson esté vivo. ¿Qué tal que aparezca un día de estos?”, narra la mujer y reconoce que su vida ha sido una gran incertidumbre porque nunca ha podido hacer un duelo.
Por eso está dispuesta a aportar una prueba de sangre para que cotejen con ese niño al que enterró, o tal vez con otros. “Yo quiero saber la verdad, por dura que sea”.

Marina perdió a su niña hace 37 años
Ni una foto. Nada.
Lo único que conserva de su hija, de seis años, es esa imagen que se le quedó congelada en la retina: la niña parada en la puerta de la casa de su hermano, en la vereda La Violeta, de Chinchiná (Caldas), con la mirada triste, sentada sobre un pastal.
Marina Chavarro tuvo que dejar a su pequeña Nancy al cuidado de su hermano. Su esposo la había abandonado y esta humilde campesina debía trabajar para mantener a sus tres hijos, de los cuales, Nancy era la mayor. Corría el año de 1976. No recuerda la fecha.
“Me fui para Alvarado (Tolima) a trabajar en casas de familia y restaurantes. Mi hermano me dijo que le dejara a la niña, que él la cuidaba y la ponía a estudiar”, recuerda la mujer.
A los tres meses regresó con varios regalos para la niña: ropa y zapatos, una muñeca, y con la ilusión de volver a verla. Pero al tocar la puerta de la casa de su hermano se encontró con una noticia que le acuchilló el corazón: a la niña se la llevaron.
“Lo que me dijo mi hermano es que llegaron unos hombres uniformados y armados y le dijeron que necesitaban la niña y que se la iban a llevar, y se la llevaron. Él no pudo hacer nada y tiempo después lo mataron en una tienda”, dice.
Marina, desesperada, empezó a buscarla: en Chinchiná y también en Manzanares, donde la había bautizado, e incluso en Manizales. Preguntaba de casa a en casa, en la policía. Nadie le dio razón. En esa búsqueda pasó casi un año. “Fue como si se la hubiera tragado la tierra”.
Andando de pueblo en pueblo, lamenta, le robaron la caja en la que guardaba la ropa y la única foto de la niña. “Ella era blanquita, de pelo castañito, de ojos claros, más bien como gordita y tenía el pelo cortico”.
Con el dolor de desconocer la suerte de su hija (se preguntaba si la estaban tratando bien, si estaba pasando hambre, cómo estaría de triste lejos de su familia), tuvo que seguir trabajando para sacar adelante a los otros dos niños.
Y así han transcurrido 37 años. Hoy, Nancy tendría 43 y ella no se resigna a la idea de volver a verla. Alberga la esperanza de que esté viva.
“Usted no se imagina lo que ha sido vivir así, pensando todo el tiempo en mi niña perdida. Desde que se me la llevaron mi vida no tiene sentido”.
Marina tiene un sueño recurrente con Nancy. “Sueño con ella, como vestida de ropa blanca, y barriendo con una escoba. Mi vida ha sido una pesadilla. Ojalá no me muera sin saber qué fue lo que pasó con mi hija”.