Los pequeños escritores del Hay Festival
Niños y jóvenes de las comunidades más pobres de Cartagena
encuentran en la literatura inspiración para imaginar un mundo mejor.


José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de EL TIEMPO
Cartagena de Indias
(Publicado el 21 de enero de 2013)

Había una vez, en un lugar muy lejano, un grupo de niños y niñas que soñaban con un mundo mejor gracias a los libros.
Su reino, que los lleva a escribir cuentos sobre princesas perdidas en el bosque y madrastras malvadas que se convierten en brujas, es San Basilio de Palenque, un corregimiento de Cartagena que fue declarado Patrimonio de la
Humanidad por ser el primer pueblo libre de esclavitud de América. También por
seguir siendo un pedacito de África en Colombia, que conserva intactas sus
tradiciones ancestrales y que tiene lengua propia: el palenquero.
El Hay Festival no se queda dentro de la glamurosa ciudad amurallada. También
llega hasta las comunidades más pobres de Cartagena, a sus veredas y
corregimientos, como Palenque, en un esfuerzo que busca reconstruir tejido
social fomentando la lectura y la escritura entre niños y jóvenes. Se trata
del Hay Festivalito, un programa social que desarrolla la Fundación Plan con
el apoyo de la Corporación Hay Festival.
La casa de Silvia Salinas es pequeña, los cuartos no tienen puertas y las
paredes son de bahareque; es pobre, pero limpia y organizada. Y en el patio,
donde dos gallinas escarban inútilmente sobre tierra seca, ella se sienta a
leer y a escribir.
Pero se lamenta de que solo tiene un libro, el de cuarto de primaria, y ya ha
repetido mil veces los cuentos que incluye el texto. Sueña con un libro de
cuentos, solo para ella. Y mientras llega ese momento, se concentra en
escribir sobre lo que se le viene a la cabeza.
"Érase una vez una niña que se comió el salchichón con yuca de la madrastra y
ella, al darse cuenta, la enterró en una mata de ají. El padre la encontró
allí, muy flaca y triste, y la sacó y le dio sopa y se puso gordita. Y cogió a
la madrastra y la volvió picadillo", dice uno de los cuentos que ha escrito
Silvia, de 9 años.
Algunos de los escritores invitados al Hay Festival sacan tiempo para visitar
las comunidades, para leerles cuentos a los niños e inspirarlos con sus
historias. Por aquí han pasado el español Fernando Savater, el Nobel nigeriano
Wole Soyinka, el escritor español de literatura juvenil Jordi Sierra i Fabra y
los colombianos Laura Restrepo, Jorge Franco y Ricardo Silva, entre otros. En
esta ocasión, una de las invitadas fue la escritora venezolana Menena Cottin,
autora de libros infantiles, entre estos El libro negro de los colores.
Ante un auditorio lleno, en Palenque, la autora les explicó a los niños que se
trata de la historia de dos amiguitos, uno de ellos ciego. Y el que sí puede
ver le cuenta al otro cómo son los colores:
"El verde huele a césped recién cortado y sabe a helado de limón; el amarillo
sabe a mostaza y es tan suave como las plumas de los pollitos", lee ella con
una voz aflautada.
Y presentó a Lucero Márquez, una joven mexicana, invidente, que la contactó
después de leer su libro, que está impreso en versión braille. Se hicieron
grandes amigas y la autora se la trajo para el Hay Festival.
Lucero, dueña de unos bellos ojos color esmeralda, les cuenta a los niños que
antes de leer el libro de Menena, a través de los punticos del braille, no
sabía cómo eran los colores ni las frutas, ni la naturaleza ni los animales,
ni el sol y tampoco la luna, ni los olores ni la lluvia. Ni siquiera sabía
cómo era ella.
Les pide a los niños que cierren los ojos y se tomen de las manos, y que por
un momento se sientan en la oscuridad en la que ella ha estado encerrada
durante 18 años. Así lo hacen, en silencio.
"Ustedes, que pueden ver, aprovechen y lean. Viajen por el mundo y descubran
lugares insospechados y a personas maravillosas a través de los libros", sigue
Lucero, y en el salón se suelta un largo y conmovedor aplauso.
Dailin Carolina León tiene 10 años. Es una niña simpática y habladora que luce
orgullosa una trenza que atrapa su pelo de espuma. Dice que le gusta leer y
escribir porque de esa manera se escapa del aburrimiento.
Entre sus relatos aparece la historia de las trenzas de las palenqueras:
"Había una vez un esclavo llamado Benkos Biohó, que rompió la esclavitud y se
escapó por los caminos que las esclavas hicieron en el pelo", dice el comienzo
del texto de la niña, en el que recrea la labor de las mujeres en la gesta
libertadora del cimarrón.
Ellas, según se ha documentado en la historia de este pueblo, tejieron en
trenzas los caminos por los que Benkos se escaparía, como brújulas peludas.
El Hay Festivalito no solo se realiza durante los cuatro días del Hay
Festival. Es un proyecto social que se desarrolla a lo largo de todo el año,
desde el 2006, en los barrios Nelson Mandela y El Pozón, de Cartagena, y en
los corregimientos de Palenque, Turbaco y Arjona. Y está vinculado al
currículo de siete instituciones educativas con 3.500 niños y jóvenes.

Leer y escribir para ser más felices
Gabriela Bucher, gerente de la Fundación Plan, estudió filosofía y letras en
la Universidad de los Andes, donde corroboró el poder transformador que tienen
los libros. Por esa razón le pidió a la corporación Hay Festival que la
apoyara en su idea de implementar un proyecto social paralelo al certamen.
"Los niños ven y escuchan a los escritores y se inspiran con ellos, y eso les
sirve para que se enamoren de la lectura y la escritura", dice Bucher.
En todo este tiempo, ella ha comprobado cómo estos niños, que viven en
circunstancias de pobreza y muchas veces de violencia y exclusión social,
encuentran en los libros un mundo que los saca de las dificultades.
"Y cuando escriben liberan su mente, sueñan y se sienten libres y capaces de
construir un mundo mejor".
Estos pequeños autores no solo escriben cuentos de hadas. También lo hacen
sobre sus realidades.
Valeria Herrera, de 10 años, vive en el sector de Membrillal. Sus cuentos,
dice, son sobre la violencia entre las familias. Su amiga y vecina Karina
Castelar, de 11 años, habla del maltrato a la mujer. En uno de sus cuentos
narra cómo una adolescente, embarazada, fue expulsada de su hogar y perdió el
bebé debido a las patadas que le dio el padre de la criatura.
Perseveranda Mercado tiene 16 años y no escribe cuentos: compone canciones que
espera grabar algún día. Sus vivencias como adolescente, sus sueños y los
problemas de su comunidad terminan convertidos en música.
Desde los 10 está vinculada a la Fundación Plan y hoy es una reconocida líder
juvenil. Gracias a este proyecto, dice, no solo se convirtió en una gran
lectora de libros que la motivan para escribir sus canciones, sino que
descubrió que era capaz de ayudar a la gente.
Sueña con ser cantante y psicóloga, y está segura de que lo logrará; no en
vano se llama Perseveranda.
Wílmar Cuadros, de 16 años también, ya no escribe cuentos. Cree que está
grande para eso. Pero redacta ensayos y artículos sobre temas como la
drogadicción, que publica en el colegio y en las revistas de la Fundación
Plan.
Algo similar hace Liliana Rocha, de 16 años y residente del Pozón, que abrió
un grupo en Facebook donde publica sus reflexiones sobre los problemas de su
comunidad y sobre la demora en la reparación de su colegio, que, según ella,
lleva tres años y está lejos de terminar. También escribe sobre la
desocupación y la falta de oportunidades de muchos jóvenes de su barrio. Cree
que por eso muchos terminan en pandillas y en malos pasos.
Son las 4:00 de la tarde en Cartagena y los niños se sientan alrededor del
español José María Plaza, escritor de literatura infantil. Les presenta su
libro: Mi primer Quijote, una adaptación infantil de la obra de Cervantes.
-¿Has pensado en dejar de escribir? -le pregunta Saray Flórez, del barrio
Nelson Mandela.
-Nunca. Me moriría si no escribo.
-¿Se puede vivir de la escritura?, es la pregunta de Vanessa Paredes.
-La escritura me da para pagar mi sustento y para vivir feliz. Ustedes pueden
planear un futuro con la escritura, porque el mundo siempre va a necesitar que
le cuenten historias.
Plaza, de 46 años, se ve emocionado y conmovido con los niños que escuchan
atentos sus historias. Por eso exalta el Hay Festivalito. Cree que es una
forma de quitarle el tinte de élite que tienen las otras versiones del Hay
Festival que se realizan en otros países, donde la gente pobre no tiene acceso
a este espacio cultural.
-¿Y qué lo inspira para escribir -contrapregunta Vanessa?
-Conocer a niños como ustedes. Eso me llena de felicidad.
Fin.
El día en que no se acabó el mundo


Crónica de cómo miles de personas en México vivieron el comienzo de la era de luz que vaticinaron los mayas.
José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de EL TIEMPO
México. (22 de diciembre del 2012)

Sí.
Algo extraño sucede en Chichén Itzá. Las nubes se deslizan
rápidamente por encima del templo de piedra de Kukulkán, el santuario maya
mundialmente conocido. El viento sopla fuerte, los árboles se mueven y zumban.
Ayer, jueves, en este mismo lugar, el sol era implacable, el aire parecía no
circular y el calor desplomaba a los turistas. Una sensación rara, pero
sobrecogedora, se percibía en el ambiente.
No.
El mundo no se acabó. No ocurrió un cataclismo. Y la polémica, mediática y
malinterpretada profecía maya empezó a cumplirse. O al menos aquí, donde todos
están conectados con el comienzo de una nueva era para la humanidad, que
supuestamente deja atrás un pasado oscuro, de dolor y violencia.
De eso está convencido Alejandro Zen, un puertorriqueño de 40 años radicado en
Nueva York, que ofrenda a su pequeña hija a los mayas. La niña tiene apenas
cinco meses y Alejandro la alza en dirección a la cumbre de Kukulkán. Se llama
Zarahia Maya Zafiro y su nombre significa, en maya, 'flor luminosa'.
"Los mayas me iluminan y quiero que iluminen y acompañen a mi hija, y a mis
nietos cuando los tenga", suelta el hombre con devoción en la voz.
Alejandro, productor de eventos, sigue la onda new age. Sabe que, al igual que
la mayoría de personas que rodean este santuario, es un hippie de esta época,
comprometido en ayudar a construir un mundo mejor a partir de la esperada
fecha. La pequeña, que tiene un círculo pintado de azul con pepitas rojas en
el entrecejo, sonríe.
Poco a poco, Chichén Itzá, epicentro del fin de la 'cuenta larga' y del
comienzo de un nuevo B'acktun (ciclo del calendario maya), que coincidió con
un solsticio de invierno y con una nueva alineación planetaria, empieza a
llenarse de gente, casi todos vestidos de blanco y con los pies descalzos.
Se juntan frente a las diferentes pirámides, pero el grupo más numeroso (unas
quinientas personas) se concentra en Kukulkán. Cierran los ojos y alzan las
manos apuntando al cielo, como esperando un milagro. Llevan flores y velas
encendidas, y queman incienso. Las mujeres lucen plumas y flores en la cabeza.
Unas tienen gorros en forma de cabezas de osos y tigres y de ellas cuelgan
peludas y largas colas.
Y empiezan a meditar. En todo el lugar retumba un profundo 'om' (sonido que
emiten los practicantes del yoga), seguido por aplausos jubilosos y canciones
como esta: "Estamos unidos por las alas, con plumas construimos nuestras
alas".
Es mediodía y se calcula que unas 20.000 personas, de todo el mundo, han
ingresado a Chichén Itzá, en el estado mexicano de Yucatán, una de las
ciudadelas mayas más importantes y donde esta civilización se ganó el respeto
y la admiración mundial por sus facultades y precisión en la astronomía y la
arquitectura, entre otras áreas del conocimiento.

Fervor por los mayas
Las filas son largas y demoradas, y hay mucha gente desesperada y ansiosa.
Algo similar ocurrió en Tabasco, Chiapas, Quintana Roo y Campeche, regiones
donde también hay vestigios mayas, al igual que en los países vecinos de
Guatemala, Honduras, Salvador y Belice.
En la entrada, un hombre negro, vestido con una túnica blanca, aletea con las
manos. No le dejaron ingresar la bolsa de tela en la que lleva una campana.
"Este es un instrumento muy poderoso, con el que me puedo comunicar con los
muertos. Y allá adentro sí que hay muertos", gruñe Yaguré Omillú, un haitiano
que se gana la vida como santero en California (Estados Unidos).
"Lo que está pasando allá adentro es único. No se imagina la frecuencia
vibratoria y la energía que está fluyendo", sigue el hombre y crítica que
semejante acontecimiento se haya convertido, según él, en un evento tan
comercial.
De hecho, en todo este año, según datos oficiales del Gobierno mexicano, 22
millones de personas han llegado al país inspirados por los vaticinios mayas.
A propósito, Freddy Pott Sosa, investigador e historiador maya, condenó
duramente la parafernalia generada por la profecía.
"Nuestra cultura ha sido tergiversada y aprovechada como un gran negocio, y
mientras tanto, nosotros sobrevivimos en graves y tristes condiciones", se
lamenta. Según él, el 65 por ciento de población maya en México no accede a
condiciones dignas de vivienda, educación y salud.
Adam Kindle es artista y viajó desde Los Ángeles (Estados Unidos). Tiene
flores color violeta incrustadas en los grandes orificios que abrió en sus
orejas, de las que penden aretes de plata en forma de caracol.
Adam destaca que tantas personas, de tan diversas nacionalidades, culturas y
creencias estén unidas espiritualmente con el cambio de era propuesto por los
mayas.
"Cuando la gente ora en lugares como estos se canalizan las buenas energías.
Es más fácil llegar a Dios si rezamos en grupo", reflexiona.
Ella dice que se llama así: Darat Se. Es una sacerdotisa y curandera maya.
Vestida para la ocasión, con un penacho de plumas de pavo en la cabeza, se ve
feliz y emocionada.
Cuenta que esta mañana, a las cinco en punto, cuando empezaron las ceremonias,
cayó una llovizna suave y fresca. "Se manifestó el agua, que es la vida, y
ahora se manifiesta el viento", cuenta.
Ella, cuyo nombre significa en su lengua 'Estrella luminosa', está convencida
de que una nueva humanidad ha florecido gracias a las predicciones de sus
ancestros.
"Mira cómo el viento te acaricia, échale ganas, estás vivo. Todo va a cambiar
para bien en el mundo", habla la mujer con voz aflautada.
-¿Sientes la armonía, sientes a la Madre Tierra? -me pregunta.
-Sí. La siento.


El poder de la mente, según Mariana Pajón
Nuestra medallista de oro considera que la mente hay que entrenarla más que el cuerpo. Lee autoayuda, se aferra al amor de su familia y cree en el poder desbordado de los sueños.

José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de EL TIEMPO.
Medellín

La campeona abre la puerta. Está en tenis, jean y una camiseta de algodón gris. La cara, sin una sola gota de maquillaje. Bella. Radiante y serena. Los huequitos de sus mejillas se  acentúan cada vez que sonríe. Y no para de sonreír. Está en su casa, en las montañas de Medellín: su lugar favorito cuando no está montada en la bicicleta.
Han pasado casi tres semanas desde que Mariana Pajón le dio la segunda medalla de oro a Colombia en la historia de los Juegos Olímpicos.  
Todos quieren tomarse una foto con la nueva heroína nacional. Y ella nunca dice que no. Menos, a un niño. Cree que de nada le serviría ser campeona del mundo si fuera arrogante e intocable.  Una vuelta en el centro comercial, que antes le tardaba 15 minutos, ahora dura tres horas.   
“Todo el mundo tiene que ver conmigo. Todos ya reconocen mi cara, quieren una foto y agradecerme”, dice con emoción y humildad. 
No ha tenido tiempo para descansar, cosa que no la afecta. Se la pasa atendiendo homenajes, invitaciones y entrevistas. Lo que sí la tiene inquieta es que no ha podido montarse en su bicicleta desde que llegó. “¡Ya quiero entrenar!”, dice con ansiedad.
Mariana habla con la paciencia de una psicóloga en terapia. Con seguridad. Nada en ella es producto de la improvisación: viajó a Londres con la certidumbre de que iba a ganar.
¿Cuáles son las claves de su éxito? Una fórmula en la que combina el talento, el entrenamiento físico y mental, el amor de sus seres queridos, la disciplina férrea, la lectura de libros inspiradores y el poder inimaginable de los sueños.
Siempre tuve un sueño. No decía que quería llegar, a ver qué pasaba. Empecé a construirlo desde hace mucho tiempo y lo volví realidad. Me levantaba y lo vislumbraba. Un día de entrenamiento era estar un día más cerca de lo que quería. Entreno siete horas al día, pero también entreno la mente”.
Sí. Mariana Pajón piensa que el cerebro hay que entrenarlo más que a sus piernas de acero. Por eso, desde pequeña, ha tenido el acompañamiento de un médico y una psicóloga de Medellín. A ellos les debe el discurso de ganadora, esa fuerza desbocada y ese no mirar hacia atrás con el que los colombianos quedamos congelados cuando se ganó la medalla de oro.
El médico Jonathan Bustamante Villanueva (máster en programación neurolingüística) es su entrenador mental. Lo que él más destaca de la ella es la capacidad de ser feliz por su propia cuenta, que pueda sonreír, pase lo que pase.
“Tiene la capacidad de eludir lo malo y convertirlo a su favor”, asegura y aclara que la familia de Mariana ha sido vital en su formación.    
 “Soy afortunada de haber nacido en la familia donde nací, donde el deporte es tan importante. Mis padres han sido mis más grandes patrocinadores y gracias a ellos pude viajar desde pequeña, sin el apoyo de nadie más”, dice sobre su deportiva y amorosa familia: su padre, automovilista; su madre, jinete; un hermano que corre carros y otro que le sigue los pasos en el bicicross.

El segundo piso de su casa es una especie de santuario. Están las medallas y trofeos de los trece campeonatos mundiales, 10 panamericanos y 9 latinoamericanos que ha ganado. Y allí reposa lo que más adora: la bicicleta roja pequeñita, de apenas 40 centímetros de alto, donde aprendió a montar a los tres años.
Entre todos los regalos que ha recibido desde que llegó se destaca un rosario de pepas moradas. “Mi familia es muy creyente, y yo también, sin ser la más devota. A Dios, más que pedirle, le agradezco mucho”.
En su mesa de noche reposa la medalla de oro dentro de su estuche negro de terciopelo, al lado del libro ‘La actitud del éxito’, de la psicóloga estadounidense Carol S. Dweck. Sí, la campeona lee autoayuda.

La lectura de una campeona
“Me gustan mucho los libros de superación personal, de grandeza; las biografías bacanas para leer”. De hecho, su libro favorito es  ‘Los cuatro acuerdos’, del  mexicano Miguel Ángel Ruiz.
En su muñeca derecha se impone la figura de los aros olímpicos que se mandó a tatuar hace dos años, cuando supo que tenía un cupo en las Olimpiadas y se propuso ganar.
Y en la izquierda se asoman algunas cicatrices. Su padre, Carlos Mario, habla de estas marcas como una huella del tesón del que está hecha su hija.
“Mariana ha sufrido golpes y accidentes muy feos”, cuenta él al recordar que en enero del 2008, entrenando en Medellín, se cayó y se fracturó la mano izquierda. Le rearmaron la muñeca con platino y tornillos, y con un injerto en el hueso.
Cuatro meses más tarde viajó a Suiza a entrenar para un campeonato que tendría en China, aún con las heridas frescas; allí se cayó y se volvió a fracturar. Y dos meses después, en junio, ya estando en China, se volvió a caer. Una fractura más.
“El ortopedista vio las radiografías y dijo que así no podría competir, que ni siquiera podría sostener el timón”, cuenta el hombre. Pero así, con tres fracturas encima, Mariana ganó un campeonato mundial más.
“!Caramba! ¿Cómo es el umbral de dolor de esta mujer? ¿Cómo puede tener semejante estructura mental? ¿Cómo puede canalizar las energías para superarlo todo?”, se  cuestiona. Y sigue: “si no la hubiera visto crecer, diría: Mariana Pajón es una extraterrestre”.
Para él, su hija tiene cualidades muy raras, “anormales, para el lado bueno”. Cree que es una superdotada, como Michael Phelps o Tiger Woods. Pero más que admirarla como genio del deporte, lo que más le gusta de ella es su humanidad.  
“No es egoísta, ni tacaña. Ni envidiosa ni ‘peliona’. No se expresa mal de nadie. Si usted la ve así de serena y radiante, es por la tranquilidad que le da un alma buena”.
Mariana se perdió las fiestas de 15 años de sus compañeras de clase, las primeras salidas de toda adolescente con sus amigos. Pero eso no ha sido un sacrificio. “Siempre he sido muy sola, pero  la he pasado muy bueno. Nadie me ha presionado para que haga una cosa o lo otra. Ha sido mi decisión ser deportista y he sido muy feliz con lo que me ha dado la vida”.
No le gusta la rumba y tampoco trasnocha. Cuando tiene tiempo libre prefiere ir a cine o a un buen restaurante en los miradores de Medellín. O simplemente se arruncha con sus papás y sus hermanos a ver televisión. Y hay un plan que la llena de fascinación: escaparse con su padre a contemplar las estrellas.
“No soy un robot. Soy una joven común y corriente, solo que con una carrera profesional en el deporte”, aclara. No tiene novio (cuenta que sí los ha tenido) y eso tampoco la afana. “Ya llegará esa persona que me apoye y me haga reír”. No tiene que ser deportista, advierte.
“Hay muchos campeonatos más en los que quiero competir y muchos triunfos más que le quiero dar a mi país. Y hay otros dos Olímpicos en los que puedo competir y en los que pienso ganar más medallas de oro”, sigue.
Otro de sus proyectos es estudiar medicina. Por ahora no puede, pero asegura que lo hará algún día. Le gustaría ser misionera y adentrarse en las regiones más remotas de Colombia para ayudar a los niños enfermos.
También quiere montar un centro deportivo de alto rendimiento, para formar a nuevas generaciones de deportistas.
Y espera, con el corazón en la mano, que lo logrado por ella y por los demás medallistas colombianos sirva para que el Gobierno entienda que puede tener un mejor país si apoya a los deportistas.
“Que no solo apoyen a alguien que ya está formado. Porque la familia forma el deportista, pero cuando ya es profesional, el Gobierno lo coge y ya: ahí tienen la medalla”, se queja al saberse una privilegiada en medio de tantos jóvenes que encontraron en el deporte una salida al hambre y la pobreza.
“Fue muy triste que la familia de varios deportistas colombianos, en Londres, no tenían un televisor para verlos”, lamenta.
Mariana no descarta la idea de escribir un libro sobre su vida. Por ahora, les regala un consejo a todas las personas para las que se convirtió en una inspiración.
“Tengan un sueño, disfrútenlo. Luchen. De verdad, crean que es posible llegar hasta allá y que pueden ser más grandes de lo que se imaginan”.