Leer en los huesos los rastros de la vida y la muerte de
5.000 niños
Medicina Legal y el Icbf se aliaron para identificar a
los menores de edad sepultados como NN desde 1970.
Foto: Carlos Ortega, EL TIEMPO.
Publicado en EL TIEMPO el 13 de julio del 2013.
La traen en una caja de cartón, blanca, de 70 centímetros de
larga y 50 de alta. Ahí está la niña sin nombre, o lo que queda de ella. La
edad calculada: 16 años.
Laura Polo, antropóloga forense del Instituto Nacional de
Medicina Legal, destapa la caja y empieza a extraer los huesos, tostados y
curtidos, comenzando por el cráneo, en el que se observa claramente un orificio
redondo en el lado derecho de la frente. Un disparo.
Sigue con la clavícula y el húmero, la pelvis, la hilera de
costillas afiladas, y muestra cómo la adolescente dueña de esos restos fue
desmembrada al nivel de las epífisis o articulaciones (los codos, las rodillas,
los tobillos), tal vez, instantes después de que le reventaran la cabeza de un
balazo. No se sabe con qué herramienta. Pudo ser una motosierra, dice la
experta. El desmembramiento –añade- ocurre con la clara intención de ocultar
evidencia.
También saca la única pertenencia con la que la encontraron:
un pantalón de sudadera azul convertido en una maraña de raíces, hojas y tierra
podrida.
Según el reporte que Medicina Legal tiene de este cadáver,
corresponde a una joven de 16 años que pertenecía a un grupo paramilitar. De
ella solo se tiene un supuesto alias. No se sabe su nombre real, de dónde viene
ni quiénes son esos padres que aún deben estar llorando a una hija desaparecida
y esperando a que vuelva… algún día.
Un desvinculado de esa organización, ahora sometido a la Ley
de Justicia y Paz, fue quien dio las indicaciones del lugar donde la sepultaron
–un potrero cualquiera en el departamento del Meta-, después de ajusticiarla,
en el 2011. No dio más detalles.
“Este es un proceso que, por más técnico o científico que
sea, siempre es muy doloroso. Es ver la realidad del país reflejada, en este
caso, en los niños”, considera la doctora Polo, quien participa en una
iniciativa sin precedentes en Colombia: la identificación de los restos óseos
de cerca de 5.000 menores de edad que llegaron a Medicina Legal después de
morir en condiciones violentas, en el marco del conflicto armado: víctimas de
reclutamiento forzado –como la niña sin nombre y sin dolientes a la que arman
hueso a hueso sobre una mesa de acero-, secuestrados o desplazados por la
violencia.
Pero también niños perdidos o desaparecidos que terminaron
muertos, víctimas de violencia intrafamiliar o de casos como el de Luis Alfredo
Garavito, quien confesó haber asesinado a más de 170 niños y de los cuales aún
falta que aparezcan unos 20.
Esta ambiciosa estrategia es producto de una alianza entre
Medicina Legal y el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf), que
busca reconstruir memoria histórica sobre lo que sucedió con los niños que
terminaron enterrados como cadáveres no identificados en cementerios
municipales de todo el país, al igual que en fosas comunes y en tumbas
clandestinas. En cualquier potrero. El objetivo es conocer a ciencia cierta
quiénes eran –con nombres y apellidos -, quién los mató, cuándo y por qué. Leer
en esos huesos los rastros de la vida y la muerte.
Un proceso complejo y doloroso
Carlos Eduardo Valdés, director general de Medicina Legal,
reconoce que se trata de un proceso complejo y muy doloroso, pero necesario
para dignificar a esos niños asesinados, y para que sus padres y familiares
sepan la verdad y puedan, por fin, hacerles el duelo.
Pero lo más importante, opina Valdés, es que este proyecto
ayudará a construir la paz en el país. “Si no se sabe la verdad sobre lo que
pasó con esos niños, no habrá paz en Colombia. El duelo es fundamental para la
reparación. Nunca va a haber perdón sino se conoce la verdad”, sigue el
funcionario al explicar el origen de los cerca de 5.000 cadáveres infantiles
que serán estudiados.
Hace dos años, gracias a un convenio con la Registraduría, se
estudiaron 22 mil tarjetas decadactilares (huellas de los dedos) de 22 mil
cadáveres sin identificar que han pasado por Medicina Legal desde 1970 y a los
cuales se les practicaron autopsias.
De esos, a 10.200 se les estableció nombres y apellidos, y
de estos unos 4.500 corresponden a menores de edad que, al igual que el resto
de cadáveres, fueron enterrados como NN por medio de inhumación estatal porque,
entonces, se desconocían sus identidades y nadie los reclamó. Se guardaron
durante algunos meses en neveras, pero según Valdés, este fenómeno ha
desbordado la capacidad de almacenamiento en Medicina Legal y por eso los
mandaron a enterrar, por cuenta del Estado.
“Los restos de estos niños fueron sepultados en cementerios
de todo el país, pero no sabemos en qué preciso lugar de esos cementerios. A
los llamados NN los han enterrado en cualquier sitio porque no pagan en los
cementerios, porque nadie los visita”, afirma Valdés y cuenta que lo primero
que harán es un inventario nacional de cementerios para ubicar los restos de
estos 4.500 niños, con el apoyo de la Policía y la Fiscalía.
Y cuando los vayan rescatando –con los códigos con los que
fueron enterrados y con la identidad obtenida gracias al convenio con la
Registraduría- cruzarán la información con las 19.000 denuncias de niños
desaparecidos que reposan en Medicina Legal desde 1970, para ubicar a sus
familias.
Esa labor –buscar, escarbar, desenterrar esos restos y
entregárselos a sus familiares- puede tardar varios años. Pero Valdés afirma
que todo el esfuerzo y el tiempo valdrán la pena: por la dignidad de esos
cadáveres, que “no son bolsas de huesos sino personas” y por los familiares que
nunca supieron qué pasó con sus hijos perdidos y que los siguen buscando vivos
o muertos.
Los otros 500 restos óseos (para completar los cerca de
5.000 de los que habla el proyecto) corresponden a menores de edad que han sido
rescatados en fosas comunes dentro del proceso de Justicia y Paz durante los
últimos tres años, y que ya están en poder de Medicina Legal. Esos 500 cuerpos,
de los que no se tiene ninguna información, serán los primeros a los que se les
realizarán perfiles genéticos.
Las familias, pieza clave en la búsqueda
Adriana González, directora encargada del Bienestar
Familiar, considera que se trata de un proceso histórico que se realizará desde
las entrañas de la violencia que han sufrido miles de niños en Colombia.
“Queremos hacer visible lo que pasó con estos niños para
hacer verdad histórica y para cerrar las brechas de dolor con las familias que
siguen esperando saber qué pasó con sus hijos desaparecidos”, comenta González.
Para el primer año de este proyecto –añade- el Icbf dispuso de 900 millones de
pesos.
Y mientras Medicina Legal comienza a realizar los perfiles
genéticos a través de sus médicos, antropólogos y odontólogos forenses, el Icbf
se encargará un tema muy sensible: convocar a los padres de niños desaparecidos
para que permitan que se les tome una muestra biológica (sangre) con el fin de
hacer los cruces de ADN.
Esta convocatoria será anunciada en los próximos meses. Y
los padres que quieran participar recibirán acompañamiento psicosocial durante
el proceso.
“Las familias de desaparecidos, sobre todo de niños, siempre
van a guardar la esperanza de que algún día regresen con vida. Pero lo que más
les interesa es conocer la verdad, por más dura y dolorosa que sea”, dice
González y aclara que si estos niños murieron, como víctimas del conflicto
armado, sus padres podrán recibir reparación por parte del Estado que incluye
una indemnización económica.
Pedro Emilio Morales, subdirector de Servicios Forenses de
Medicina Legal y otro de los abanderados de este proyecto, explica que la
mayoría de restos infantiles corresponden a niños campesinos y de las goteras
de zonas urbanas de los Llanos orientales, Antioquia, Córdoba y Chocó.
Morales también aclara que esta investigación se realizará
mediante métodos científicos avalados internacionalmente, con el fin de
garantizar la precisión de los resultados. “Hay muchos casos en los que se
entregan los restos y las familias dicen: no, ese no es mi hijo”, comenta
Morales. Por eso advierte que es muy posible que, producto de este estudio, a
los padres se les entreguen los restos de un adulto. “Una cosa es que el niño
se haya desaparecido siendo niño, y otra, que lo hayan asesinado siendo
adulto”.
Jairo Vivas, coordinador nacional de Patología Forense de
Medicina Legal, recibe una caja blanca de 70 centímetros de larga y 50 de alta
con los restos de un joven sin nombre. De entrada reconoce que es un menor de
edad, por la forma de los huesos, que no han terminado de fundirse. Por
ejemplo, la cabeza del fémur está aún separada. En los adultos, es una sola
estructura.
Sobre una mesa de madera y acero empieza a armar el
esqueleto. Intenta extraer el cráneo, pero está destrozado, en decenas de
pedacitos, como cáscaras de un huevo que se le riegan en las manos. Es
imposible armarlo.
Revisa los documentos y lo único que se sabe es que, al
parecer, era un joven subversivo a quien mataron con un infalible y demoledor
tiro de fusil. La edad: 16 años, igual que la niña sin nombre del comienzo de
esta historia. Dos niños reclutados y asesinados, enterrados sin nombre ni
dolientes: ella paramilitar; él, guerrillero.
Si todo les sale bien a Medicina Legal y al Icbf, las cajas
de huesos de ambos terminarán en una tumba con flores, con sus nombres, y los
padres de estos niños perdidos al menos podrán saber que ellos descansan en
paz.
‘Nunca he podido hacerle el duelo a mi niño perdido’
Eran las 4:00 de la tarde del 26 de agosto de 1983 y en la
casa, en el barrio Cuba, de Pereira, todos estaban viendo El Chavo del Ocho. A
esa hora sonó el timbre. Era un niño que venía a pedir permiso para que a
Wilson lo dejaran salir un rato, a jugar en la calle. Blanca Pérez, la madre,
aprobó con la condición de que no se demorara y de que no fuera tan lejos.
Wilson, de ocho años, nunca volvió.
Cayó la noche y la mujer empezó a llenarse de angustia.
Todos en la familia salieron a buscarlo –en las calles, parques, en las
tiendas- y al día siguiente pusieron el denuncio en la Fiscalía. Del niño que
fue invitar a Wilson a jugar tampoco se supo. El único que lo vio fue el
abuelo, quien le abrió la puerta, y contó que nunca lo había visto.
Transcurrieron cinco días hasta que, en la radio, Blanca
escuchó una terrible noticia: en el anfiteatro del hospital de Pereira tenían
el cuerpo de un niño. Sí, podía ser Wilson. Podía.
Cuando llegó a hacer el reconocimiento le dijeron que el
cadáver ya estaba en el cementerio, y al llegar allí se encontró con que ya lo
habían sepultado porque nadie lo había reconocido.
Pidió que lo desenterraran. Lo habían arrojado a una fosa,
así como estaba, sin ataúd. Sin ropa. Lo que vio fue un cuerpo con bastantes
días de descomposición –tal vez muchos- del que podría ser su hijo: con el
rostro desfigurado –como si lo hubieran quemado con ácido, dice- sin pelo y con
las piernas y brazos despellejados. Fue imposible reconocerlo.
“Mi intuición siempre me ha dicho que ese no era el niño
mío. Siempre he cargado con esa duda en el alma”, cuenta Blanca casi 30 años
después de ese episodio. Sin embargo, por sugerencia de una juez, afirma, tuvo
que reconocer que ese sí era su hijo para poder inculpar a un hombre –al que
ella califica como su enemigo- y a quien responsabilizaban, además, de haber
asesinado a su esposa.
“Era un hombre que me perseguía. Una vez me dijo que si no
me iba a vivir con él, me mataba o me hacía algo”, comenta Blanca, madre de
otros dos hijos y quien a sus 57 años se gana la vida como empleada doméstica,
y añade que al sujeto lo metieron a la cárcel durante 14 años, por varios
delitos, pero nunca por la muerte de su hijo. Eso nunca se le comprobó. Tampoco
se le hicieron pruebas de ADN al cadáver ni hubo una investigación formal.
Blanca le puso una tumba al cuerpo de ese niño, con el
nombre de Wilson, pese a que su corazón le decía (y le sigue diciendo) que no
es Wilson.
“Yo no hablo de esto, porque me duele mucho. He pensado, y
le he dicho a mis otros dos hijos, que no pierdo la esperanza de que Wilson
esté vivo. ¿Qué tal que aparezca un día de estos?”, narra la mujer y reconoce
que su vida ha sido una gran incertidumbre porque nunca ha podido hacer un
duelo.
Por eso está dispuesta a aportar una prueba de sangre para
que cotejen con ese niño al que enterró, o tal vez con otros. “Yo quiero saber
la verdad, por dura que sea”.
Marina perdió a su
niña hace 37 años
Ni una foto. Nada.
Lo único que conserva de su hija, de seis años, es esa
imagen que se le quedó congelada en la retina: la niña parada en la puerta de
la casa de su hermano, en la vereda La Violeta, de Chinchiná (Caldas), con la
mirada triste, sentada sobre un pastal.
Marina Chavarro tuvo que dejar a su pequeña Nancy al cuidado
de su hermano. Su esposo la había abandonado y esta humilde campesina debía
trabajar para mantener a sus tres hijos, de los cuales, Nancy era la mayor.
Corría el año de 1976. No recuerda la fecha.
“Me fui para Alvarado (Tolima) a trabajar en casas de
familia y restaurantes. Mi hermano me dijo que le dejara a la niña, que él la
cuidaba y la ponía a estudiar”, recuerda la mujer.
A los tres meses regresó con varios regalos para la niña:
ropa y zapatos, una muñeca, y con la ilusión de volver a verla. Pero al tocar
la puerta de la casa de su hermano se encontró con una noticia que le acuchilló
el corazón: a la niña se la llevaron.
“Lo que me dijo mi hermano es que llegaron unos hombres
uniformados y armados y le dijeron que necesitaban la niña y que se la iban a
llevar, y se la llevaron. Él no pudo hacer nada y tiempo después lo mataron en
una tienda”, dice.
Marina, desesperada, empezó a buscarla: en Chinchiná y
también en Manzanares, donde la había bautizado, e incluso en Manizales.
Preguntaba de casa a en casa, en la policía. Nadie le dio razón. En esa búsqueda
pasó casi un año. “Fue como si se la hubiera tragado la tierra”.
Andando de pueblo en pueblo, lamenta, le robaron la caja en
la que guardaba la ropa y la única foto de la niña. “Ella era blanquita, de
pelo castañito, de ojos claros, más bien como gordita y tenía el pelo cortico”.
Con el dolor de desconocer la suerte de su hija (se
preguntaba si la estaban tratando bien, si estaba pasando hambre, cómo estaría
de triste lejos de su familia), tuvo que seguir trabajando para sacar adelante
a los otros dos niños.
Y así han transcurrido 37 años. Hoy, Nancy tendría 43 y ella
no se resigna a la idea de volver a verla. Alberga la esperanza de que esté
viva.
“Usted no se imagina lo que ha sido vivir así, pensando todo
el tiempo en mi niña perdida. Desde que se me la llevaron mi vida no tiene
sentido”.
Marina tiene un sueño recurrente con Nancy. “Sueño con ella,
como vestida de ropa blanca, y barriendo con una escoba. Mi vida ha sido una
pesadilla. Ojalá no me muera sin saber qué fue lo que pasó con mi hija”.
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