'Soy mucho más que un discurso interrumpido'



Roberto Mejía, un joven caleño, ha aprendido a sobrellevar las cargas que le impone la tartamudez en una sociedad que no tiene paciencia para escuchar. Cree que la cinta 'El discurso del rey' ha servido para visualizar un tema tabú.

José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO
11 de marzo del 2011
Cinco segundos. Los labios de Roberto empiezan a tiritar. Diez segundos. Le sale una M larga (antepone esta letra como estrategia para ayudarse en su limitación), frunce el entrecejo y los ojos disparan una mirada filosa; los músculos de la cara le brincan. Quince segundos. No logra escupir ni una sola sílaba, sigue alargando la eme. Intenta, ahora, encogiendo el abdomen y los hombros hacia adelante. Aprieta la mandíbula. Se ve angustiado, como si estuviera peleando consigo mismo.
Veinte segundos: Roberto, por fin, logra romper el silencio: "La vida de una persona con tartamudez es una lucha con las palabras, con un demonio al que es mejor no despertar", pronuncia, de manera interrumpida. -¿Un demonio? -Sí, un demonio porque tiene vida propia. Uno no sabe cuándo va a atacar.
Roberto Mejía, diseñador industrial y estudiante de administración de empresas, lo ha intentado casi todo -infructuosamente- para tratar de vencer la tartamudez. De niño lo llevaban dos veces por semana a terapias con psicólogas y fonoaudiólogas. Entonces, recuerda, no era un problema. "Era un niño y no entendía lo que me pasaba", cuenta este caleño de 24 años.
En la adolescencia, además de los tratamientos, empezó a practicar técnicas de relajación, acupuntura y, más adelante, programación neurolingüística. En las artes marciales, que practica hace ocho años, encontró el mejor espacio para liberar sus cargas.
Hace unas semanas, cuando estrenaron El discurso del rey, fue a ver la cinta con su madre. Ella, dice, ha sufrido tanto como él. Ambos salieron llorando al ver el drama de Jorge VI, el rey que padeció sus mismos problemas. La película le gustó, sobre todo porque puso al mundo a hablar de los tartamudos, una situación -dice- invisible.
"Como el rey, tengo mucho que ofrecer aunque no sea buen orador". Lo único a lo que se ha resistido es a la técnica de Demóstenes, que consiste en hablar en voz alta con piedras embutidas en la boca. Todo lo que ha intentado le ha servido para amansar sus gestos, pero ya se convenció de que su mal no tiene remedio.
"Ninguna persona con tartamudez se ha curado, porque no es una enfermedad. Se controla, pero no se soluciona del todo". Ya no quiere más ayudas. "Ya acepté que esto es irremediable ", dice, y explica que más que resignarse, aceptó su condición. Porque es eso: una condición que le impide comunicarse de manera fluida, sobre todo en momentos de presión, como cuando debe hablar en público o con un desconocido, o cuando tiene que contestar el teléfono.
La predisposición lo paraliza. El calificativo de tartamudo le choca. "Yo soy mucho más que un discurso interrumpido". Si tiene que rotularse, prefiere ser entonces una persona que tartamudea "a veces". Y así es: mientras transcurre la entrevista y surge un poco de confianza, habla sin talanqueras.

Su lucha con las palabras
Casi no tartamudea cuando está con sus amigos -pocos, pero buenos-, con su mamá o con su novia, una psicóloga con con quien no necesita palabras. Incluso, ha pasado semanas enteras sin tartamudear. Sin embargo, el demonio que dice tener dentro se despierta, en este caso, cuando se le pregunta sobre los orígenes de su problema. De su boca sale un ronroneo de gato antes de lograr contar que su tartamudez se debe a tres factores: uno, genético: su abuelo tartamudeaba.
El segundo, psicológico: un episodio familiar. Y uno más, el social. Es decir, las reacciones y el rechazo que ha recibido toda su vida.
En el colegio le gritaban "metralleta" o "Ro-ro-ro-berto". Lo más traumático sucedía cuando tenía que exponer en clase. Tuvo ganas de retirarse y llegó a entrar en fuertes depresiones. En la adolescencia se complicó, pues se llenó de ansiedad. Quería ser como sus amigos, pero no podía; se acercaba a las jovencitas que le gustaban y estas lo rechazaban. Tuvo su primera novia a los 22.
En la universidad también fue difícil, tanto que se cambió de carrera -de ingeniería a diseño-. Lo que más lo frustraba era esforzarse haciendo grandes trabajos y no poder socializarlos, y recibir malas notas por eso.
Hay situaciones con las que ha aprendido a lidiar. Por ejemplo, las reacciones de terror de sus interlocutores al escucharlo, que no saben si sostenerle la mirada; que infieren lo que va a decir y lo interrumpen, o que quisieran darle un golpe en la espalda para desatorarle el habla.
Sin embargo, lo que más le duele es que -incluso sus allegados- no quieran hablar con él, que le digan que se relaje y que vuelva después, cuando esté más tranquilo. Muchas veces prefiere guardar silencio. Eso lo hace muy infeliz.
"Entiendo que la gente se estrese y que reaccione así", dice al confesar que la principal lección de vida se la dio una de sus psicólogas, que no solo se dedicó a escarbar sus miedos sino que le enseñó a mirar la vida con los ojos del amor. Y sigue: "Vivimos en una sociedad llena de afán, donde el tiempo vale oro. No hay tiempo para tenerle paciencia a una persona como yo".
Hay cosas que lo angustian de solo imaginárselas, como tener que pedir una ambulancia o enfrentar las barreras de seguridad en un aeropuerto. Suda de solo pensar en una entrevista de trabajo. Roberto ha buscado fundaciones donde pueda compartir experiencias. Cuando trata de hallar información en Internet solo aparecen chistes. Por eso, en Facebook, abrió el grupo Tartamudez Colombia, que busca integrar a personas en su misma situación.
"Se estima que el 1 por ciento de la población vive con tartamudez, pero solo hay 15 miembros en el grupo. Las personas como yo viven escondidas, con vergüenza".
Janeth Hernández, directora del programa de fonoaudiología de la Universidad del Rosario, corrobora que en el país no hay asociaciones dedicadas al tema, como sí las hay en otros países. Estas personas viven encerradas -según ella-, en una sociedad que no les da oportunidades. Hernández reitera las tesis de Roberto: en los problemas de habla intervienen factores biológicos, lingüísticos, psicológicos y sociales. Y aclara que, aunque no hay una solución definitiva, estos problemas sí pueden ser más llevaderos con tratamientos.
Roberto se ha vuelto experto en encontrar sinónimos y en obviar sonidos explosivos, con letras de mucha dificultad como la K, la T y la P. Antes de atragantarse con las palabras, las mastica. "Si debo decírtelo, antes pienso cómo decírtelo. A veces no puedo y debo tensionarme", dice, y explica que ese esfuerzo físico lo agota.
En medio de todo, cree que tartamudear tiene su lado positivo. Dice que el mundo cada vez se mueve más rápido y que en el afán de ser escuchados se nos olvidó escuchar. Y no solo eso, nos olvidamos de pensar antes de hablar.
"Pienso que la naturaleza es perfecta y dotó al ser humano con dos orejas y una boca. ¿Acaso no será para escuchar el doble y hablar la mitad?

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