Rafael Klug, padre del joven que fue atropellado por un conductor ebrio que por poco le cuesta la vida, narra en un libro los sucesos inexplicables que tuvieron que ver con la asombrosa recuperación de su hijo.
José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO
Publicado en El Tiempo el 5 de octubre de 2011.
Daniel ha resucitado varias veces.
Cuando entra a su casa, caminando derecho, impecable y galante, resulta difícil comprender que se trata del mismo joven de 18 años que hace 14 meses fue embestido por un conductor embriagado en medio de un accidente que dejó a una persona muerta, y a él, gravemente herido. O muerto, asegura su padre, que lo saluda con un beso en la frente y le consiente la cara, mirándolo como si fuera una finísima pieza de porcelana.
“Mi hijo ya no tenía pulso. Los ojos estaban desorbitados, sangraba por la boca, la nariz y los oídos, y algo que me impresionó mucho: la lengua le llegaba hasta el piso”, cuenta Rafael Klug al recordar cómo encontró a su hijo después del suceso, ocurrido el 10 de octubre del 2010 a las 11:15 de la noche.
Rafael es un hombre de números, un empresario de origen austriaco que nunca se le pasó por la mente la idea de escribir un libro. Pero todo lo sucedido lo condujo a compartir su experiencia en ‘Dios salvó a mi hijo’, publicación de Intermedio Editores donde narra, de manera dramática y emotiva, los acontecimientos sobrenaturales que -según él-, salvaron a su hijo.
Rafael había llegado dos horas antes a apoyar a Daniel en la conciliación de un choque simple con otro vehículo. Fue entonces cuando el conductor de un Optra, en estado de embriaguez, sin luces, se llevó por encima a dos motocicletas de la Policía; una de ellas voló y cayó encima de la señora Zoila Rojas, quien falleció tras el impacto; atropelló a cinco personas más, entre esas a Daniel, y quedó incrustado en la camioneta en la que el joven aguardaba. “Ese borracho nos mató al niño”, gritaba su esposa, Marisa, mientras el hombre seguía moviendo el timón, como si siguiera manejando; como si nada.
Rafael, que se lanzó al carril de TransMilenio, en la autopista Norte, volvió a la escena y se encontró con el cuerpo inerte de Daniel; de repente, se topó con los zapatos negros de un hombre que se acercó diciéndole: “Déjeme tocar a su hijo, yo sé de estas cosas”.
El sujeto, de unos 28 años, pelo corto y vestido de jean y camisa, le pidió que le buscara el pulso. “No tiene pulso”, le contestó, con la voz desgarrada. Luego se agachó, le tocó las rodillas y los tobillos, y le pidió a Rafael que hiciera lo mismo; él siguió sus instrucciones y de repente Daniel empezó a soltar movimientos erráticos.
Una espesa mancha de sangre, de la mujer que yacía muerta a pocos metros, empezó a acercarse como si fuera un espectro; Rafael quiso retirar a su hijo, pero el personaje aquel le recomendó que no lo hiciera, podía ser peligroso.
No pasaron tres minutos cuando apareció una ambulancia; el hombre ayudó a subir a Daniel, que en 15 minutos arribó a la clínica El Country. Allí había nacido 17 años atrás con dos pulmoncitos de paloma que no le funcionaban (uno se le reventó) y estuvo en incubadora durante 30 días, entre la vida y la muerte. “Allí lo habíamos perdido y recuperado una vez, podría ser que se repitiera el milagro”.
Rafael quiso agradecerle, pero el hombre ya no estaba. Desde entonces, piensa que se trató de un enviado de Dios, tal vez de un ángel. “Revivió a mi hijo con solo tocarlo y creo que también tuvo que ver con la ambulancia que apareció en el momento; las otras ambulancias llegaron 15 y 20 minutos más tarde”, dice.
Días después del accidente, Rafael empezó a indagar sobre el misterioso personaje. Lo contactaron tres hombres, pero ninguno era el verdadero; lo supo porque se descacharon con los detalles. Tal vez querían sacar provecho.
Clínicamente muerto
El diagnóstico de Daniel no podía ser más desalentador: fractura de cráneo, de pelvis y varias costillas rotas. Al llegar a la clínica, fue inducido a un coma para reanimarlo.
Lo estabilizaron, pero tenía una hemorragia interna. Al día siguiente despertó y reconoció a sus padres, asintiendo levemente con la cabeza.
Dos días después detectaron que el vaso estaba roto y prepararon una cirugía para el siguiente día. Además de reparar este órgano, le instalarían clavos en la cadera para que recobrara el movimiento.
A las 2:00 de la tarde, recuerda Rafael, empezó la operación. “Llegó el médico que lo estaba operando y me dijo: su hijo se murió hace 20 minutos; me dio un beso en la mejilla y se puso a llorar”. El joven broncoaspiró y falleció, según el dictamen clínico.
“No, mi hijo no está muerto”, intervino Marisa, convencida. Rompió el protocolo de seguridad y llegó hasta cuidados intensivos. Le pasó a la enfermera una botella con agua bendita y le suplicó que se la untara en el cuerpo; llamó al doctor y le gritó: “No lo deje morir”. Quince minutos después lograron reanimarlo, pero el corazón y los pulmones funcionaban con ayudas mecánicas. Y llegó un nuevo diagnóstico: muerte cerebral.
Lo sometieron a una hipotermia –con hielo- para que el cuerpo disminuyera el consumo de oxígeno y el cerebro redujera su actividad. “La cara la tenía totalmente negra”, recuerda Rafael. Dos días, Daniel reaccionó a la luz y horas más tarde abrió los ojos.
Ernesto Moreno, cirujano gastrointestinal y amigo de la familia que acompañó el caso, no entiende cómo Daniel no quedó con secuelas después del daño cerebral que sufrió. “Científicamente, esto no tiene ninguna explicación”, asegura.
Del libro, que tardó escribiéndolo cinco meses, Daniel Klug espera que se difundan tres mensajes contundentes. El primero, que la gasolina y el alcohol no se pueden mezclar. “Estoy seguro de que el hombre que causó esta tragedia no es un asesino que se dispuso a hacer lo que hizo, pero mire todo el dolor que causó con su irresponsabilidad”. El segundo mensaje es de esperanza y fe, para que no se pierda nunca la confianza en Dios. Y el tercero es un llamado a las parejas jóvenes para que entiendan que con unión y amor se pueden superar los obstáculos familiares. “A mí me dio cáncer, y me sané; se me incendió la casa y la levanté otra vez; el ‘chino’ casi se muere, y mírelo ahí, perfecto”. Y sigue: “Mi hijo es un milagro desde antes de nacer”, dice y explica que su esposa sólo pudo quedar embarazada después de hacerle una promesa a la Virgen de Cuenca.
Poco a poco, Daniel empezó a recuperarse, aunque después le sobrevino una infección en los pulmones y una peritonitis. Estuvo 41 días en cuidados intensivos. La recuperación siguió en casa, donde recibió terapias físicas para recuperar la masa muscular que perdió por completo; de lenguaje y otras más para aprender de nuevo a escribir.
“En la mente sabía cómo escribir, pero no podía hacerlo. Fue un desespero muy fuerte”, cuenta Daniel con una voz suave, como impulsada por un motor a media marcha.
Recuperar el habla también le costó, después de estar entubado tanto tiempo, y aún siente que le falta fuerza: no sólo para hablar sino para caminar y patear el balón cuando juega fútbol. Ahora practica pilates, entrará al gimnasio y disfruta de su primer semestre como universitario.
Del accidente afirma no recordar nada; sólo se le vienen a la mente algunas imágenes de cuando estuvo hospitalizado.
Sin ser el más devoto, siempre pensó que el mundo no podía existir solo por una razón científica, que un ser superior estaba detrás de todo. Y eso, asegura, lo corroboró después de su asombrosa recuperación. Ahora dice tener una fe fortalecida, y está convencido de que Dios tiene grandes propósitos con él. “Si me salvé de esta, debe ser por algo”.
Daniel participa en una campaña del Distrito que busca generar conciencia entre los conductores, para que no conduzcan bajo el efecto del alcohol. Sale en televisión y aparece en vallas y avisos de prensa.
Muchos pensaban que no volvería a conducir, y menos, a tomarse un trago. Pero ni una cosa ni la otra. “Yo no fui el que causé el accidente”, dice el joven, que cumplirá 19 años en el próximo mes de noviembre.
Eventualmente sale con sus amigos y se toma un par de copas. Y así como lo ha hecho siempre, no lleva el carro: llama a su papá para que lo recoja o sencillo, pide un taxi.
-¿Cuáles son sus planes?
-Quiero recuperar mi vida, que se partió en dos. Por más que quisiera pasar la página y borrar esto, no lo voy a poder hacer nunca. Tengo muchas cicatrices que me recuerdan lo que me pasó, y muchos recuerdos dolorosos. Y en la calle, en la universidad, la gente me reconoce y me pregunta: ¿Usted es el muchacho del accidente?
José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO
Publicado en El Tiempo el 5 de octubre de 2011.
Daniel ha resucitado varias veces.
Cuando entra a su casa, caminando derecho, impecable y galante, resulta difícil comprender que se trata del mismo joven de 18 años que hace 14 meses fue embestido por un conductor embriagado en medio de un accidente que dejó a una persona muerta, y a él, gravemente herido. O muerto, asegura su padre, que lo saluda con un beso en la frente y le consiente la cara, mirándolo como si fuera una finísima pieza de porcelana.
“Mi hijo ya no tenía pulso. Los ojos estaban desorbitados, sangraba por la boca, la nariz y los oídos, y algo que me impresionó mucho: la lengua le llegaba hasta el piso”, cuenta Rafael Klug al recordar cómo encontró a su hijo después del suceso, ocurrido el 10 de octubre del 2010 a las 11:15 de la noche.
Rafael es un hombre de números, un empresario de origen austriaco que nunca se le pasó por la mente la idea de escribir un libro. Pero todo lo sucedido lo condujo a compartir su experiencia en ‘Dios salvó a mi hijo’, publicación de Intermedio Editores donde narra, de manera dramática y emotiva, los acontecimientos sobrenaturales que -según él-, salvaron a su hijo.
Rafael había llegado dos horas antes a apoyar a Daniel en la conciliación de un choque simple con otro vehículo. Fue entonces cuando el conductor de un Optra, en estado de embriaguez, sin luces, se llevó por encima a dos motocicletas de la Policía; una de ellas voló y cayó encima de la señora Zoila Rojas, quien falleció tras el impacto; atropelló a cinco personas más, entre esas a Daniel, y quedó incrustado en la camioneta en la que el joven aguardaba. “Ese borracho nos mató al niño”, gritaba su esposa, Marisa, mientras el hombre seguía moviendo el timón, como si siguiera manejando; como si nada.
Rafael, que se lanzó al carril de TransMilenio, en la autopista Norte, volvió a la escena y se encontró con el cuerpo inerte de Daniel; de repente, se topó con los zapatos negros de un hombre que se acercó diciéndole: “Déjeme tocar a su hijo, yo sé de estas cosas”.
El sujeto, de unos 28 años, pelo corto y vestido de jean y camisa, le pidió que le buscara el pulso. “No tiene pulso”, le contestó, con la voz desgarrada. Luego se agachó, le tocó las rodillas y los tobillos, y le pidió a Rafael que hiciera lo mismo; él siguió sus instrucciones y de repente Daniel empezó a soltar movimientos erráticos.
Una espesa mancha de sangre, de la mujer que yacía muerta a pocos metros, empezó a acercarse como si fuera un espectro; Rafael quiso retirar a su hijo, pero el personaje aquel le recomendó que no lo hiciera, podía ser peligroso.
No pasaron tres minutos cuando apareció una ambulancia; el hombre ayudó a subir a Daniel, que en 15 minutos arribó a la clínica El Country. Allí había nacido 17 años atrás con dos pulmoncitos de paloma que no le funcionaban (uno se le reventó) y estuvo en incubadora durante 30 días, entre la vida y la muerte. “Allí lo habíamos perdido y recuperado una vez, podría ser que se repitiera el milagro”.
Rafael quiso agradecerle, pero el hombre ya no estaba. Desde entonces, piensa que se trató de un enviado de Dios, tal vez de un ángel. “Revivió a mi hijo con solo tocarlo y creo que también tuvo que ver con la ambulancia que apareció en el momento; las otras ambulancias llegaron 15 y 20 minutos más tarde”, dice.
Días después del accidente, Rafael empezó a indagar sobre el misterioso personaje. Lo contactaron tres hombres, pero ninguno era el verdadero; lo supo porque se descacharon con los detalles. Tal vez querían sacar provecho.
Clínicamente muerto
El diagnóstico de Daniel no podía ser más desalentador: fractura de cráneo, de pelvis y varias costillas rotas. Al llegar a la clínica, fue inducido a un coma para reanimarlo.
Lo estabilizaron, pero tenía una hemorragia interna. Al día siguiente despertó y reconoció a sus padres, asintiendo levemente con la cabeza.
Dos días después detectaron que el vaso estaba roto y prepararon una cirugía para el siguiente día. Además de reparar este órgano, le instalarían clavos en la cadera para que recobrara el movimiento.
A las 2:00 de la tarde, recuerda Rafael, empezó la operación. “Llegó el médico que lo estaba operando y me dijo: su hijo se murió hace 20 minutos; me dio un beso en la mejilla y se puso a llorar”. El joven broncoaspiró y falleció, según el dictamen clínico.
“No, mi hijo no está muerto”, intervino Marisa, convencida. Rompió el protocolo de seguridad y llegó hasta cuidados intensivos. Le pasó a la enfermera una botella con agua bendita y le suplicó que se la untara en el cuerpo; llamó al doctor y le gritó: “No lo deje morir”. Quince minutos después lograron reanimarlo, pero el corazón y los pulmones funcionaban con ayudas mecánicas. Y llegó un nuevo diagnóstico: muerte cerebral.
Lo sometieron a una hipotermia –con hielo- para que el cuerpo disminuyera el consumo de oxígeno y el cerebro redujera su actividad. “La cara la tenía totalmente negra”, recuerda Rafael. Dos días, Daniel reaccionó a la luz y horas más tarde abrió los ojos.
Ernesto Moreno, cirujano gastrointestinal y amigo de la familia que acompañó el caso, no entiende cómo Daniel no quedó con secuelas después del daño cerebral que sufrió. “Científicamente, esto no tiene ninguna explicación”, asegura.
Del libro, que tardó escribiéndolo cinco meses, Daniel Klug espera que se difundan tres mensajes contundentes. El primero, que la gasolina y el alcohol no se pueden mezclar. “Estoy seguro de que el hombre que causó esta tragedia no es un asesino que se dispuso a hacer lo que hizo, pero mire todo el dolor que causó con su irresponsabilidad”. El segundo mensaje es de esperanza y fe, para que no se pierda nunca la confianza en Dios. Y el tercero es un llamado a las parejas jóvenes para que entiendan que con unión y amor se pueden superar los obstáculos familiares. “A mí me dio cáncer, y me sané; se me incendió la casa y la levanté otra vez; el ‘chino’ casi se muere, y mírelo ahí, perfecto”. Y sigue: “Mi hijo es un milagro desde antes de nacer”, dice y explica que su esposa sólo pudo quedar embarazada después de hacerle una promesa a la Virgen de Cuenca.
Poco a poco, Daniel empezó a recuperarse, aunque después le sobrevino una infección en los pulmones y una peritonitis. Estuvo 41 días en cuidados intensivos. La recuperación siguió en casa, donde recibió terapias físicas para recuperar la masa muscular que perdió por completo; de lenguaje y otras más para aprender de nuevo a escribir.
“En la mente sabía cómo escribir, pero no podía hacerlo. Fue un desespero muy fuerte”, cuenta Daniel con una voz suave, como impulsada por un motor a media marcha.
Recuperar el habla también le costó, después de estar entubado tanto tiempo, y aún siente que le falta fuerza: no sólo para hablar sino para caminar y patear el balón cuando juega fútbol. Ahora practica pilates, entrará al gimnasio y disfruta de su primer semestre como universitario.
Del accidente afirma no recordar nada; sólo se le vienen a la mente algunas imágenes de cuando estuvo hospitalizado.
Sin ser el más devoto, siempre pensó que el mundo no podía existir solo por una razón científica, que un ser superior estaba detrás de todo. Y eso, asegura, lo corroboró después de su asombrosa recuperación. Ahora dice tener una fe fortalecida, y está convencido de que Dios tiene grandes propósitos con él. “Si me salvé de esta, debe ser por algo”.
Daniel participa en una campaña del Distrito que busca generar conciencia entre los conductores, para que no conduzcan bajo el efecto del alcohol. Sale en televisión y aparece en vallas y avisos de prensa.
Muchos pensaban que no volvería a conducir, y menos, a tomarse un trago. Pero ni una cosa ni la otra. “Yo no fui el que causé el accidente”, dice el joven, que cumplirá 19 años en el próximo mes de noviembre.
Eventualmente sale con sus amigos y se toma un par de copas. Y así como lo ha hecho siempre, no lleva el carro: llama a su papá para que lo recoja o sencillo, pide un taxi.
-¿Cuáles son sus planes?
-Quiero recuperar mi vida, que se partió en dos. Por más que quisiera pasar la página y borrar esto, no lo voy a poder hacer nunca. Tengo muchas cicatrices que me recuerdan lo que me pasó, y muchos recuerdos dolorosos. Y en la calle, en la universidad, la gente me reconoce y me pregunta: ¿Usted es el muchacho del accidente?
Foto: Héctor Fabio Zamora
Video, campaña de Daniel Klug: http://www.youtube.com/watch?v=q2jT4Cn95_c
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