Por primera vez en la historia del Ejército, los soldados regulares –los más marginados-, no sólo los entrenan para la guerra mientras van por la libreta militar. Estudian para ser mejores en “la civil”.
José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de EL TIEMPO
Represa de Chivor (Boyacá).
Publicado el 6 de septiembre del 2011.
El soldado Navas ya no siente miedo.
Tiene 24 años, es de Buenaventura (Valle del Cauca) y hasta hace siete meses, cuando entró al Ejército buscando la libreta militar, no había empuñado un lápiz; ni siquiera sabía escribir su nombre, que suelta en un adiestrado tono militar: Navas Pontón Ernesto.
Su historia es similar a la del 7 por ciento de colombianos pobres que, de niños, no fueron a la escuela y se quedaron iletrados, según cifras del Ministerio de Educación.
Desde muy pequeño, cuenta, tuvo que trabajar para ayudarle a su mamá con los gastos de un hogar sin padre, con muchos hijos y angustiosas precariedades.
“Siempre he vivido con mucho miedo: miedo a que me pidan que lea esta cosa o la otra y no poder hacerlo, de firmar un papel o una planilla, de no saber lo que dicen los letreros”, cuenta Navas con un morral de 22 kilos de peso sobre su espalda. Además de municiones, comida, ropa y elementos de aseo personal, lleva dos libros que se destacan por encima de la punta de su fusil.
Sí. El soldado Navas está aprendiendo a leer y a escribir mientras cumple con sus deberes con la Patria y eso le está ayudando a librarse del lastre de la ignorancia –y del miedo- que lo ha acompañado siempre. Ya conoce las vocales y algunas consonantes, sabe escribir su nombre, y aunque muy despacio, puede leer los textos de la cartilla.
Sonríe, revelando una dentadura blanquísima que contrasta con su piel negra, y cuenta que espera avanzar un poco más para sorprender a su familia con un regalo insospechado: una carta de su puño y letra.
Por primera vez en la historia del Ejército Nacional de Colombia, los soldados regulares -campesinos o jóvenes de origen humilde cuya única condición para el ingreso es que no sean bachilleres- pueden estudiar mientras pagan su servicio militar.
“Los libros les pesan dos kilos de más, pero eso no les importa: son una motivación”, dice el coronel Raúl Antonio Rodríguez, comandante de la Primera Brigada del Ejército de Boyacá al hablar del proyecto piloto que se desarrolla en ese departamento, con 1.500 hombres, en convenio con la Gobernación y la fundación Transformemos.
Algunos, como Navas, comienzan desde lo más básico; otros, dependiendo el caso, son ubicados en primaria o en secundaria, lo que permitirá que varios de ellos obtengan su diploma de bachilleres.
“No sólo pasarán 24 meses aprendiendo de la milicia y sirviéndole a la Patria: ahora, con educación, serán mejores soldados y mejores seres humanos”, añade Rodríguez, quien se declara conmovido por el cambio de mentalidad de sus hombres.
Navas, por ejemplo, no alcanzará a terminar el bachillerato mientras esté en las filas del Ejército. Sin embargo, asegura que seguirá estudiando cuando “vuelva a la civil”. Su meta es conseguir un trabajo en una empresa. Ya no quiere volver a emplearse como obrero de construcción.
‘Ya no soy tan bruto’
El viento sopla fuerte en la represa de Chivor, en el extremo suroriente de Boyacá, donde el Ejército custodia el embalse que le provee la energía eléctrica al 50 por ciento de Bogotá. Allí, queda una de las bases donde se desarrolla esta iniciativa pedagógica.
El soldado Héctor Julio Muñoz se toma un descanso en la cima de un cerro desde donde divisa un paisaje inspirador: aves revoloteando, montañas y agua de color ceniza que corre apacible.
Saca su libro y empieza a leer, soltando sílaba por sílaba, como desatorándose: “Con mi familia fuimos a las romerías de la Virgen de Chiquinquirá”.
Muñoz tiene 20 años y habla en tono suave, con la mirada hacia el piso; es un jornalero que se vio obligado a dejar el azadón con el que labraba cultivos de papa para cargar un fusil al que no termina de acostumbrarse, todo, para conseguir la libreta militar.
“Cuando pequeño no fui a estudiar porque los recursos no alcanzaban y la escuela quedaba a hora y media. Era el mayor de mis hermanos y tuve que trabajar para que los más pequeños sí fueron a la escuela”, cuenta con resignada humildad.
Pero ahora, que está aprendiendo a leer y a escribir, dice que ha empezado a descubrir un mundo sorprendente.
“Pues sí, yo era un bruto porque uno no sabía nada. Tanta tecnología que hay ahora y uno no sabe manejar ni un celular ni un computador”, cuenta Muñoz, orgulloso de la rapidez con la que ha aprendido. “Ya no soy tan bruto”, dice con una leve sonrisa al confesar que su meta es ser bachiller para emplearse como conductor de buseta. Ya no quiere volver al campo. “Este país tiene abandonados a sus campesinos”.
Son 1.300 hectáreas las que conforman esta represa. Las 24 horas del día, estos soldados-estudiantes tienen que estar vigilantes, moviéndose por entre la manigua, en posición de defensa ante cualquier peligro. Si llega a pasar algo allí, media Bogotá se queda a oscuras.
Y aunque cuentan con una sala comunal dotada con un videobeam y un computador portátil, donde suelen recibir las clases al caer la tarde, arman improvisados salones debajo de un árbol o sobre el césped de las montañas.
“Uno saca, al menos, 20 minuticos para estudiar así truene llueve o relampaguee; si es de noche, alumbramos los cuadernos con linternas”, dice emocionado Jhonattan Steve Padilla, un barranquillero de 20 años que gracias a esta iniciativa retomó el grado décimos. Padilla es el auxiliar del ‘lanza tutor’, el cabo primero Hernando Mejía, encargado de orientar a los estudiantes en las tareas que les dejan los profesores.
Mejía es un enamorado de la misión a la que fue asignado. “Los muchachos han cambiado su forma de ver la vida, ahora pueden soñar”.
Rodolfo Ardila, director de desarrollo social de la Fundación Transformemos –que opera este proyecto- destaca que el Ejército les haya permitido estudiar a los soldados regulares, que son, según él, una cuota de la Colombia marginada.
“Históricamente, los soldados regulares sólo pagan servicio militar para que les den la libreta, y en todo ese tiempo sólo aprenden de esa vida. Cuando salen, no saben hacer nada más, nadie les da trabajo y eso los convierte en candidatos para continuar en la guerra”, analiza Ardila.
Anyenson Rincón tiene 19 años y es padre de dos niños, el mayor de cinco años y una bebé de dos meses de nacida a la que sólo ha visto una vez.
Este caleño estudió sólo hasta noveno. Se ha ganado la vida como cerrajero y cotero en plazas de mercado. Aunque aún tiene cara de niño -un rostro imberbe con delgadas cicatrices frescas provocadas por la maleza-, es un padre responsable. Por sus hijos, narra, decidió pagar servicio. Tiene la ilusión de obtener un empleo más digno con la libreta militar.
Mensualmente, y sin falta, le envía un giro a su esposa con la mitad de los 90 mil pesos que recibe como bonificación por ser un soldado de Colombia.
Saca una foto de su familia de una billetera húmeda, la besa, y cuenta que la soledad, el frío y la lejanía han despertado en él las ganas de escribir. “Nunca antes había escrito un verso, pero ahora escribo de todo lo que me pasa”, sigue Anyenson y pide que le escuchen una de sus creaciones, dedicada a su esposa:
“Si la luna se cayera, la recogería, la llevaría a mi casa, le pondría pijama, le cantaría una canción y la haría dormir para tallarle tu nombre. La pondría en su sitio para todas las noches, en esta soledad, poder acordarme de ti.
Luis Eduardo Valencia, barranquillero de 18 años, es otro de los poetas del grupo. Acaba de terminar una carta para su novia.
“Tu corazón es un libro muy especial. Solo en él están los más dulces momentos de tu vida. No le regales ese libro al que no lo sabe leer, porque nunca entenderá lo que en realidad hay en él”.
José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de EL TIEMPO
Represa de Chivor (Boyacá).
Publicado el 6 de septiembre del 2011.
El soldado Navas ya no siente miedo.
Tiene 24 años, es de Buenaventura (Valle del Cauca) y hasta hace siete meses, cuando entró al Ejército buscando la libreta militar, no había empuñado un lápiz; ni siquiera sabía escribir su nombre, que suelta en un adiestrado tono militar: Navas Pontón Ernesto.
Su historia es similar a la del 7 por ciento de colombianos pobres que, de niños, no fueron a la escuela y se quedaron iletrados, según cifras del Ministerio de Educación.
Desde muy pequeño, cuenta, tuvo que trabajar para ayudarle a su mamá con los gastos de un hogar sin padre, con muchos hijos y angustiosas precariedades.
“Siempre he vivido con mucho miedo: miedo a que me pidan que lea esta cosa o la otra y no poder hacerlo, de firmar un papel o una planilla, de no saber lo que dicen los letreros”, cuenta Navas con un morral de 22 kilos de peso sobre su espalda. Además de municiones, comida, ropa y elementos de aseo personal, lleva dos libros que se destacan por encima de la punta de su fusil.
Sí. El soldado Navas está aprendiendo a leer y a escribir mientras cumple con sus deberes con la Patria y eso le está ayudando a librarse del lastre de la ignorancia –y del miedo- que lo ha acompañado siempre. Ya conoce las vocales y algunas consonantes, sabe escribir su nombre, y aunque muy despacio, puede leer los textos de la cartilla.
Sonríe, revelando una dentadura blanquísima que contrasta con su piel negra, y cuenta que espera avanzar un poco más para sorprender a su familia con un regalo insospechado: una carta de su puño y letra.
Por primera vez en la historia del Ejército Nacional de Colombia, los soldados regulares -campesinos o jóvenes de origen humilde cuya única condición para el ingreso es que no sean bachilleres- pueden estudiar mientras pagan su servicio militar.
“Los libros les pesan dos kilos de más, pero eso no les importa: son una motivación”, dice el coronel Raúl Antonio Rodríguez, comandante de la Primera Brigada del Ejército de Boyacá al hablar del proyecto piloto que se desarrolla en ese departamento, con 1.500 hombres, en convenio con la Gobernación y la fundación Transformemos.
Algunos, como Navas, comienzan desde lo más básico; otros, dependiendo el caso, son ubicados en primaria o en secundaria, lo que permitirá que varios de ellos obtengan su diploma de bachilleres.
“No sólo pasarán 24 meses aprendiendo de la milicia y sirviéndole a la Patria: ahora, con educación, serán mejores soldados y mejores seres humanos”, añade Rodríguez, quien se declara conmovido por el cambio de mentalidad de sus hombres.
Navas, por ejemplo, no alcanzará a terminar el bachillerato mientras esté en las filas del Ejército. Sin embargo, asegura que seguirá estudiando cuando “vuelva a la civil”. Su meta es conseguir un trabajo en una empresa. Ya no quiere volver a emplearse como obrero de construcción.
‘Ya no soy tan bruto’
El viento sopla fuerte en la represa de Chivor, en el extremo suroriente de Boyacá, donde el Ejército custodia el embalse que le provee la energía eléctrica al 50 por ciento de Bogotá. Allí, queda una de las bases donde se desarrolla esta iniciativa pedagógica.
El soldado Héctor Julio Muñoz se toma un descanso en la cima de un cerro desde donde divisa un paisaje inspirador: aves revoloteando, montañas y agua de color ceniza que corre apacible.
Saca su libro y empieza a leer, soltando sílaba por sílaba, como desatorándose: “Con mi familia fuimos a las romerías de la Virgen de Chiquinquirá”.
Muñoz tiene 20 años y habla en tono suave, con la mirada hacia el piso; es un jornalero que se vio obligado a dejar el azadón con el que labraba cultivos de papa para cargar un fusil al que no termina de acostumbrarse, todo, para conseguir la libreta militar.
“Cuando pequeño no fui a estudiar porque los recursos no alcanzaban y la escuela quedaba a hora y media. Era el mayor de mis hermanos y tuve que trabajar para que los más pequeños sí fueron a la escuela”, cuenta con resignada humildad.
Pero ahora, que está aprendiendo a leer y a escribir, dice que ha empezado a descubrir un mundo sorprendente.
“Pues sí, yo era un bruto porque uno no sabía nada. Tanta tecnología que hay ahora y uno no sabe manejar ni un celular ni un computador”, cuenta Muñoz, orgulloso de la rapidez con la que ha aprendido. “Ya no soy tan bruto”, dice con una leve sonrisa al confesar que su meta es ser bachiller para emplearse como conductor de buseta. Ya no quiere volver al campo. “Este país tiene abandonados a sus campesinos”.
Son 1.300 hectáreas las que conforman esta represa. Las 24 horas del día, estos soldados-estudiantes tienen que estar vigilantes, moviéndose por entre la manigua, en posición de defensa ante cualquier peligro. Si llega a pasar algo allí, media Bogotá se queda a oscuras.
Y aunque cuentan con una sala comunal dotada con un videobeam y un computador portátil, donde suelen recibir las clases al caer la tarde, arman improvisados salones debajo de un árbol o sobre el césped de las montañas.
“Uno saca, al menos, 20 minuticos para estudiar así truene llueve o relampaguee; si es de noche, alumbramos los cuadernos con linternas”, dice emocionado Jhonattan Steve Padilla, un barranquillero de 20 años que gracias a esta iniciativa retomó el grado décimos. Padilla es el auxiliar del ‘lanza tutor’, el cabo primero Hernando Mejía, encargado de orientar a los estudiantes en las tareas que les dejan los profesores.
Mejía es un enamorado de la misión a la que fue asignado. “Los muchachos han cambiado su forma de ver la vida, ahora pueden soñar”.
Rodolfo Ardila, director de desarrollo social de la Fundación Transformemos –que opera este proyecto- destaca que el Ejército les haya permitido estudiar a los soldados regulares, que son, según él, una cuota de la Colombia marginada.
“Históricamente, los soldados regulares sólo pagan servicio militar para que les den la libreta, y en todo ese tiempo sólo aprenden de esa vida. Cuando salen, no saben hacer nada más, nadie les da trabajo y eso los convierte en candidatos para continuar en la guerra”, analiza Ardila.
Anyenson Rincón tiene 19 años y es padre de dos niños, el mayor de cinco años y una bebé de dos meses de nacida a la que sólo ha visto una vez.
Este caleño estudió sólo hasta noveno. Se ha ganado la vida como cerrajero y cotero en plazas de mercado. Aunque aún tiene cara de niño -un rostro imberbe con delgadas cicatrices frescas provocadas por la maleza-, es un padre responsable. Por sus hijos, narra, decidió pagar servicio. Tiene la ilusión de obtener un empleo más digno con la libreta militar.
Mensualmente, y sin falta, le envía un giro a su esposa con la mitad de los 90 mil pesos que recibe como bonificación por ser un soldado de Colombia.
Saca una foto de su familia de una billetera húmeda, la besa, y cuenta que la soledad, el frío y la lejanía han despertado en él las ganas de escribir. “Nunca antes había escrito un verso, pero ahora escribo de todo lo que me pasa”, sigue Anyenson y pide que le escuchen una de sus creaciones, dedicada a su esposa:
“Si la luna se cayera, la recogería, la llevaría a mi casa, le pondría pijama, le cantaría una canción y la haría dormir para tallarle tu nombre. La pondría en su sitio para todas las noches, en esta soledad, poder acordarme de ti.
Luis Eduardo Valencia, barranquillero de 18 años, es otro de los poetas del grupo. Acaba de terminar una carta para su novia.
“Tu corazón es un libro muy especial. Solo en él están los más dulces momentos de tu vida. No le regales ese libro al que no lo sabe leer, porque nunca entenderá lo que en realidad hay en él”.
Video sobre los soldados estudiantes:
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