La gente se sigue peleando por la comida. Todos luchan para reconstruir sus vidas, pero levantar de nuevo al país será una labor titánica.
JOSÉ ALBERTO MOJICA Y OLGA MORALES
ENVIADOS ESPECIALES DE EL TIEMPO*
El niño, en brazos de su madre, le pregunta: ¿Mamá, cuándo me van a poner la pierna nueva. Ya quiero salir a jugar”. Ella le dice que hay que esperar un poco; agacha el rostro, lo descarga sobre su hombro derecho y se echa a llorar sin que él se dé cuenta.
Moise Metelus tiene cuatro años y perdió la parte inferior de la pierna izquierda después de que una pared de su casa se le vino encima durante el terremoto que devastó a gran parte de Haití el pasado 12 de enero.
Es la 1:00 de la tarde y Moise espera un turno en las afueras del hospital del Sagrado Corazón, en Puerto Príncipe, para que le hagan la curación diaria en su muñón. En medio de su inocencia no entiende que su pierna nueva será una prótesis de fibra de vidrio y que pasarán varios meses para que se la entreguen.
Han transcurrido varias semanas de la catástrofe y los pocos hospitales que quedaron en pie, pero seriamente averiados, siguen atendiendo a los heridos en carpas habilitadas como consultorios y salas de cirugía. Al lado de Moise hay otra niña amputada, pero de la pierna derecha.
El lugar es un sólo lamento de decenas de personas mutiladas, de piernas o brazos, niños y adultos, en una espera infernal por algún medicamento que les permita aliviar en algo el dolor. Según la ONU, los hospitales carecen de morfina y de sedantes, y de prótesis como las que necesita Moise, quien se come a trozos una galleta, con la mirada perdida.
Tampoco es posible pensar, por ahora, en tratamientos de rehabilitación física y emocional para aquellos que sufrieron amputaciones, sobre todo los niños.
No se sabe aún cuántas personas resultaron amputadas, pero según la ONU, al día los 18 hospitales de la capital haitiana han venido realizando, en promedio, 50 amputaciones. Sólo en el hospital que visitamos se han realizado 150 de estos procedimientos.
Algunas cosas han cambiado en Puerto Príncipe desde que Haití se convirtió en noticia mundial. Ya no hay muertos en las calles, revueltos entre los escombros y la basura.
“Ahora lo que nos preocupa son los vivos, la gente que quedó sin nada y que necesita reconstruir su vida. Los muertos, muertos están”, dice Katheryn Bolles, directora global de la salud y la nutrición en emergencia de la ONG Save the Children.
La mujer, que lleva 10 años de labores humanitarias en Haití, se refiere al millón de personas que se quedaron sin techo y que ahora vemos, desde un campero, hacinadas en campamentos improvisados: parques, jardines, parqueaderos y lotes baldíos tupidos con carpas levantadas con palos, telas, cartones y plásticos.
Muchos más sólo pueden cobijarse con el firmamento, que en el día es una caldera; el calor abrasador supera los 40 grados de temperatura. En las noches el frío es fuerte, pero llevadero.
Rapiña por agua y comida
Un niño, con una botella de plástico vacía, pega su cara en la ventana izquierda de nuestro vehículo y nos pide agua. No tenemos, y no es prudente dar agua ni comida en las calles: podríamos salir linchados como muchas personas que, por su propia cuenta, han salido a repartir ayudas.
“La gente está cansada, hambrienta y antes situaciones como estas reacciona con violencia, y eso es natural ante la catástrofe”, explica Mathew Thacker, especialista en emergencias de Save the Children.
Las mujeres y los niños aguardan entre sus cambuches, como Marie y sus cinco niños. “Los hombres tienen el poder y se quedan con la comida”, se lamenta ella, quien a las 3:00 de la tarde no les había dado bocado a sus hijos en la carpa que comparte con otras 20 personas a quien la tragedia unió bajó el plástico que hace las veces de techo.
A su lado, Mashina vende dulces y cigarrillos en un balde plástico, y nos cuenta que el menor de sus cinco hijos, de un año, murió aplastado.
Con el rostro adusto y sin ningún aparente gesto de dolor, cuenta que vio cómo los bomberos se llevaron el pequeño cuerpo de su hijo y lo calcinaron junto con un racimo de muertos.
“Lo que se fue, se fue; hay que esperar por un mañana mejor”, dice la mujer, con la voz casi apagada.
Fue entonces cuando recordamos las palabras del capitán Andrés Miranda, a quien conocimos horas antes. Él pertenece al Sistema Nacional de Prevención y Atención de Desastres de Colombia, y desde el 15 de enero y hasta finales del mes se la pasó descuajando los escombros de Puerto Príncipe en busca de vivos y muertas.
“Puede ser una cuestión cultural, o de credo, pero los haitianos no son dolientes de sus difuntos. Ven a sus muertos en el suelo y no les interesa nada. No los lloran, como los colombianos”, dice.
La prioridad ahora, según las autoridades locales, es suministrar la comida y líquidos. Por las calles de Puerto Príncipe caminan cerdos, cabras y gallinas, aparentemente bien alimentados.
Sin embargo, nadie se atreve a atraparlos para comérselos, pues no saben cuál fue la última merienda que engulleron: desechos tóxicos o, tal vez, algún cadáver.
Hay cosas que no cambian desde el día de la tragedia, como la angustia por conseguir algo de comida. Estamos frente a la derrumbada Casa Blanca, la antes imponente sede presidencial. Una volqueta, a 30 kilómetros por hora, pasa escupiendo mercados en bolsas plásticas estampadas con flores amarillas.
Desde arriba, hombres nativos contratados para este fin, arrojan las ayudas como si le estuvieran tirando alimento a los cerdos o maíz a las gallinas.
Una turba, iracunda y armada con cuchillos y hachas, corre tras la volqueta; algunos, más osados, se adhieren como sanguijuelas al vehículo. Un hombre, que logró un mercado, es atacado a cuchillo por la espalda: un herido más, todo por un poco de comida. Una mujer, tal vez pariente, grita pidiendo ayuda y nadie la escucha. Es la lucha del más fuerte.
Dos cuadras más adelante encontramos una calle muy parecida al antiguo Cartucho, en Bogotá. Las mujeres se aprovisionaron de abarrotes y preparan frituras en medio de nubes de moscas, basura y excrementos humanos y animales.
Otros, ferian lo que logran rapar de la ayuda que distribuye la cooperación internacional, y que hasta el momento no es suficiente.
Las noches en Puerto Príncipe
Es difícil conciliar el sueño en Puerto Príncipe. En las noches se escuchan disparos al aire libre, en algunos casos por enfrentamientos entre la misma comunidad, o para ahuyentar a quienes se enfrentan, hasta la muerte, por un pedazo de pan.
Un hombre joven, de unos 20 años, con el rostro desencajado y con la mano derecha en su bolsillo y la otra estirada, se acerca al vehículo que nos moviliza con dificultad debido al caos del tráfico.
Ya nos habían advertido que los haitianos están molestos con la prensa, con tanta gente venida de todo el mundo a tratar de ayudar, con las filas de soldados estadounidenses que imponen el orden. Todos esperan que, el que se acerque a ellos, los ayude de alguna manera.
Pensamos que el sujeto quería atacarnos, pero se acerca a nuestro traductor, le toma la mano derecha y se la besa. Le pide que nos tranquilice. Con voz alegre y ahora sonriente, nos hace señas para que le tomemos una foto. Tras el disparo de la cámara, se acerca una vez más y nos dice: tout bagay ap miyó (todo va a estar mejor).
*INVITACIÓN DE SAVE THE CHILDREN
JOSÉ ALBERTO MOJICA Y OLGA MORALES
ENVIADOS ESPECIALES DE EL TIEMPO*
El niño, en brazos de su madre, le pregunta: ¿Mamá, cuándo me van a poner la pierna nueva. Ya quiero salir a jugar”. Ella le dice que hay que esperar un poco; agacha el rostro, lo descarga sobre su hombro derecho y se echa a llorar sin que él se dé cuenta.
Moise Metelus tiene cuatro años y perdió la parte inferior de la pierna izquierda después de que una pared de su casa se le vino encima durante el terremoto que devastó a gran parte de Haití el pasado 12 de enero.
Es la 1:00 de la tarde y Moise espera un turno en las afueras del hospital del Sagrado Corazón, en Puerto Príncipe, para que le hagan la curación diaria en su muñón. En medio de su inocencia no entiende que su pierna nueva será una prótesis de fibra de vidrio y que pasarán varios meses para que se la entreguen.
Han transcurrido varias semanas de la catástrofe y los pocos hospitales que quedaron en pie, pero seriamente averiados, siguen atendiendo a los heridos en carpas habilitadas como consultorios y salas de cirugía. Al lado de Moise hay otra niña amputada, pero de la pierna derecha.
El lugar es un sólo lamento de decenas de personas mutiladas, de piernas o brazos, niños y adultos, en una espera infernal por algún medicamento que les permita aliviar en algo el dolor. Según la ONU, los hospitales carecen de morfina y de sedantes, y de prótesis como las que necesita Moise, quien se come a trozos una galleta, con la mirada perdida.
Tampoco es posible pensar, por ahora, en tratamientos de rehabilitación física y emocional para aquellos que sufrieron amputaciones, sobre todo los niños.
No se sabe aún cuántas personas resultaron amputadas, pero según la ONU, al día los 18 hospitales de la capital haitiana han venido realizando, en promedio, 50 amputaciones. Sólo en el hospital que visitamos se han realizado 150 de estos procedimientos.
Algunas cosas han cambiado en Puerto Príncipe desde que Haití se convirtió en noticia mundial. Ya no hay muertos en las calles, revueltos entre los escombros y la basura.
“Ahora lo que nos preocupa son los vivos, la gente que quedó sin nada y que necesita reconstruir su vida. Los muertos, muertos están”, dice Katheryn Bolles, directora global de la salud y la nutrición en emergencia de la ONG Save the Children.
La mujer, que lleva 10 años de labores humanitarias en Haití, se refiere al millón de personas que se quedaron sin techo y que ahora vemos, desde un campero, hacinadas en campamentos improvisados: parques, jardines, parqueaderos y lotes baldíos tupidos con carpas levantadas con palos, telas, cartones y plásticos.
Muchos más sólo pueden cobijarse con el firmamento, que en el día es una caldera; el calor abrasador supera los 40 grados de temperatura. En las noches el frío es fuerte, pero llevadero.
Rapiña por agua y comida
Un niño, con una botella de plástico vacía, pega su cara en la ventana izquierda de nuestro vehículo y nos pide agua. No tenemos, y no es prudente dar agua ni comida en las calles: podríamos salir linchados como muchas personas que, por su propia cuenta, han salido a repartir ayudas.
“La gente está cansada, hambrienta y antes situaciones como estas reacciona con violencia, y eso es natural ante la catástrofe”, explica Mathew Thacker, especialista en emergencias de Save the Children.
Las mujeres y los niños aguardan entre sus cambuches, como Marie y sus cinco niños. “Los hombres tienen el poder y se quedan con la comida”, se lamenta ella, quien a las 3:00 de la tarde no les había dado bocado a sus hijos en la carpa que comparte con otras 20 personas a quien la tragedia unió bajó el plástico que hace las veces de techo.
A su lado, Mashina vende dulces y cigarrillos en un balde plástico, y nos cuenta que el menor de sus cinco hijos, de un año, murió aplastado.
Con el rostro adusto y sin ningún aparente gesto de dolor, cuenta que vio cómo los bomberos se llevaron el pequeño cuerpo de su hijo y lo calcinaron junto con un racimo de muertos.
“Lo que se fue, se fue; hay que esperar por un mañana mejor”, dice la mujer, con la voz casi apagada.
Fue entonces cuando recordamos las palabras del capitán Andrés Miranda, a quien conocimos horas antes. Él pertenece al Sistema Nacional de Prevención y Atención de Desastres de Colombia, y desde el 15 de enero y hasta finales del mes se la pasó descuajando los escombros de Puerto Príncipe en busca de vivos y muertas.
“Puede ser una cuestión cultural, o de credo, pero los haitianos no son dolientes de sus difuntos. Ven a sus muertos en el suelo y no les interesa nada. No los lloran, como los colombianos”, dice.
La prioridad ahora, según las autoridades locales, es suministrar la comida y líquidos. Por las calles de Puerto Príncipe caminan cerdos, cabras y gallinas, aparentemente bien alimentados.
Sin embargo, nadie se atreve a atraparlos para comérselos, pues no saben cuál fue la última merienda que engulleron: desechos tóxicos o, tal vez, algún cadáver.
Hay cosas que no cambian desde el día de la tragedia, como la angustia por conseguir algo de comida. Estamos frente a la derrumbada Casa Blanca, la antes imponente sede presidencial. Una volqueta, a 30 kilómetros por hora, pasa escupiendo mercados en bolsas plásticas estampadas con flores amarillas.
Desde arriba, hombres nativos contratados para este fin, arrojan las ayudas como si le estuvieran tirando alimento a los cerdos o maíz a las gallinas.
Una turba, iracunda y armada con cuchillos y hachas, corre tras la volqueta; algunos, más osados, se adhieren como sanguijuelas al vehículo. Un hombre, que logró un mercado, es atacado a cuchillo por la espalda: un herido más, todo por un poco de comida. Una mujer, tal vez pariente, grita pidiendo ayuda y nadie la escucha. Es la lucha del más fuerte.
Dos cuadras más adelante encontramos una calle muy parecida al antiguo Cartucho, en Bogotá. Las mujeres se aprovisionaron de abarrotes y preparan frituras en medio de nubes de moscas, basura y excrementos humanos y animales.
Otros, ferian lo que logran rapar de la ayuda que distribuye la cooperación internacional, y que hasta el momento no es suficiente.
Las noches en Puerto Príncipe
Es difícil conciliar el sueño en Puerto Príncipe. En las noches se escuchan disparos al aire libre, en algunos casos por enfrentamientos entre la misma comunidad, o para ahuyentar a quienes se enfrentan, hasta la muerte, por un pedazo de pan.
Un hombre joven, de unos 20 años, con el rostro desencajado y con la mano derecha en su bolsillo y la otra estirada, se acerca al vehículo que nos moviliza con dificultad debido al caos del tráfico.
Ya nos habían advertido que los haitianos están molestos con la prensa, con tanta gente venida de todo el mundo a tratar de ayudar, con las filas de soldados estadounidenses que imponen el orden. Todos esperan que, el que se acerque a ellos, los ayude de alguna manera.
Pensamos que el sujeto quería atacarnos, pero se acerca a nuestro traductor, le toma la mano derecha y se la besa. Le pide que nos tranquilice. Con voz alegre y ahora sonriente, nos hace señas para que le tomemos una foto. Tras el disparo de la cámara, se acerca una vez más y nos dice: tout bagay ap miyó (todo va a estar mejor).
*INVITACIÓN DE SAVE THE CHILDREN
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