Un día en Santiago de Chile



JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
ENVIADO ESPECIAL DE VIAJAR
CHILE


“¡Bienvenido a la primavera!”, dice Enrique Ríos, el guía turístico encargado de recogerme en el Aeropuerto Internacional de Santiago de Chile.
La tarde de domingo es gris, nada se ve al horizonte; cae una lluvia leve pero de gotas heladas, hace un frío punzante y el viento sopla fuerte, despiadado.
-¿Así es la primavera aquí?, le pregunto, sorprendido, a Enrique.
-¡Claro!, estamos en primavera, pero el clima aún no se ha normalizado del todo-, responde él.
Acaba de pasar un invierno azotador y ahora los santiaguinos esperan ansiosos el turno de la estación primaveral, que viene llegando despacio y aún fría.
“No te desanimes. El día está gris y lluvioso, pero mañana vas a agradecer que haya llovido. Ya verás”, sentencia Enrique.
Es un nuevo amanecer en Santiago, el primero para mí. El cielo está despejado, azul oceánico. Al fondo se levanta imponente la cordillera de Los Andes con sus nieves perpetuas; allí, entre junio y septiembre, se deslizaron raudos los esquiadores –de todo el mundo- en la famosa temporada anual de esquí de Santiago.
El enorme macizo, que custodia la ciudad y que desata un espeso cordón austral que conduce de Chile a la Antártida, parece un dinosaurio en su lecho.
Comprendí los buenos augurios de Enrique y bendije el gélido recibimiento. Cada vez que llueve se desintoxica un poco la ciudad: el día siguiente se despeja, ahuyenta el smogy regala un paisaje privilegiado que se ve poco en Santiago, una de las ciudades más contaminadas del continente, producto de la industria, del abarrotado parque automotriz y de sus seis millones de habitantes.
La noche anterior me fui a un boliche con mi amiga y colega Francisca Skoknic. Los boliches son una suerte de bares, un tanto populares, donde se puede comer y tomar un buen vino o una cerveza refrescante.
El escogido, el Galindo, en el sector bohemio de Bellavista, frente a Azul Profundo, uno de los restaurantes más conocidos de la ciudad. Allí, como en la mayoría de restaurantes de Santiago, la especialidad son los pescados y mariscos.
A pocas cuadras, me enteraría después, planean construir una escultura de 13 metros del papa Juan Pablo II. Según lo relata el periódico local The Clinic, “la desproporcionada estatua que la Municipalidad de Recoleta y La Universidad San Sebastián pretenden instalar, ha despertado todo tipo de rechazos entre laicos, vecinos y gente con sentido de las proporciones”. Seguro, el Juan Pablo II gigante llamaría a muchos turistas.
Francisca y yo pedimos pisco sour (coctel típico que comparten y disputan los chilenos y peruanos como un trago propio); de entrada unas machas a la parmesana (moluscos en su concha) y de plato fuerte una chorrillana: carne desmechada con cebolla dorada enredada entre papas fritas crujientes.
La idea de salir con Francisca, además de verla después de casi tres años, buscaba que ella, como buena santiaguina, me hiciera las recomendaciones del caso para poder conocer y disfrutar de su ciudad en, apenas, un día. El tiempo disponible en este caso. Y así lo hizo.
Día de copas y caminatas
El guía, esta vez, es David Chávez. ”No puedes dejar de ir a un viñedo”, dice el hombre e indica que vamos para Concha y Toro, tal vez el más famoso de la zona.
Recorremos los alrededores, conocemos las cepas y llegamos a la bodega más visitada: Casillero del Diablo.
Suena música sacra y una voz grave empieza a narrar la leyenda que dio origen a la cava y al vino que lleva su nombre.
Don Melchor de Concha y Toro, el fundador, difundió el rumor de que allí habitaba el diablo, para que no le robaran sus vinos preferidos. Y el rumor se convirtió en leyenda. Apagan la luz, la música sigue y al fondo, entre rejas, se dibuja la silueta del diablo. Da un poco de susto.
Luego, un cata de vinos y una tabla de quesos; me quedo con el Merlot y ratifico por qué los chilenos son considerados como unos de los mejores vinos del mundo.
Salimos de Concha y Toro ya con varias copas en la cabeza, rumbo al Mercado Central, escenario de lo más representativo de la gastronomía local.
Entramos a El Galeón, donde el platillo estrella es la centolla, un cangrejo gigante de hasta tres kilos de peso que solo se da en Alaska y el sur de Chile. Es demasiado exótico para mí, así que pido un jugoso congrio chileno y una ensalada de salmón con jugo de chirimoya (similar a la guanábana).
Caminamos por el Cerro de Santa Lucía, desde donde, a las 12 del día, se dispara un cañón que estremece el centro de la ciudad (y a cualquier turista desprevenido), indicando la hora. La tradición sobrevive desde 1824. Lastimosamente no lo escuché, a esa hora aún estaba de copas.
Algo me parece familiar en las calles de este lugar. Son los buses de Transantiago, un modelo que emuló al TransMilenio bogotano, pese a que allí hay metro desde 1975.
No tienen carriles exclusivos, ni una infraestructura como los nuestros. Ruedan por las calles entre el resto de vehículos, y tampoco son rojos, estos son blancos con franjas de color verde manzana.
Arribamos a la Plaza de Armas, donde hay un monumento del fundador, el capitán español Pedro de Valdivia; un quiosco donde un grupo de hombres, ya entrados en años, juega ajedrez; universitarios que leen libros y gitanas que leen la suerte en las manos; un pintor dormido al lado de sus cuadros y un pastor evangélico que escupe profecías sobre el fin del mundo.
A una cuadra, en la estación del metro, el grupo Son de la Calle interpreta La gota fría. En lugar de acordeón, un saxofón dorado. Dicen que les encanta el sabor de la música colombiana y que el vallenato, a su modo (chilenizado) les da de comer.
Admiran al maestro Rafael Escalona. Tuve que anunciarles que él murió el pasado mes de mayo, noticia que ignoraban.
Al fondo, la Catedral Metropolitana, construida en 1651; majestuoso y pálido, el principal templo católico de Chile contrasta con un edificio moderno de vidrios azules. En Santiago la arquitectura es uno de sus más valiosos tesoros, pero logra ser variada y un tanto particular.
Después me encontraría con el edificio de Telefónica, levantado en forma de teléfono celular: de los primeros que existieron, hace unos 20 años, con una antena enorme en la punta. Está en la Plaza Italia, en medio de bellísimas construcciones históricas. Se ve aparatoso, hoy, además, en épocas del iPhone.
Caminamos hacia el barrio cívico, donde están la Plaza de la Constitución y el mítico Palacio de la Moneda, testigo del trasegar político chileno en aras de la democracia.
El Palacio, adornado con globos que llevan mensajes alusivos al Bicentenario de la Independencia, se apaga en las noches. Todo, por sumarse a la cruzada contra el calentamiento global.
Ahora entramos al Centro Cultural, sofisticada edificación subterránea (debajo de la Plaza de la Ciudadanía) donde hay una exposición en honor a la cultura mapuche y otra con la obra de Violeta Parra.
Santiago tiene una nutrida vida cultural. Hay unas 20 galerías de arte y 30 museos de variados estilos. Entre estos, uno de los más visitados, el de La Chascona; allí el poeta chileno Pablo Neruda vivió con una de sus musas.
Queda en las laderas del cerro de San Cristóbal, donde precisamente empieza a agonizar el día, y mi visita maratónica por la capital chilena.
Es el pulmón natural de la ciudad y uno de los parques urbanos más grandes del mundo. Tiene una extensión de 722 hectáreas, alberga al zoológico nacional, museos, lagos y piscinas. Es el lugar propicio para hacer deporte y respirar oxígeno puro. Y también para recargarse de energía y de paz en el alma.
“Es como vuestro Monserrate”, recuerdo que me había advertido mi amiga Francisca, quien conoce y adora ese rincón bogotano.
En la cumbre del cerro se impone una imagen de 22 metros y 36 mil kilos de la Inmaculada Concepción. La virgen, patrona de Chile, representa el principal símbolo de la ciudad. Es blanca y tiene los brazos abiertos, al estilo del Corcovado de Río de Janeiro.
Muy cerca, en la capilla de la Plaza Vasca, están las esculturas bronceadas de los dos santos chilenos: Santa Teresa de Los Andes y San Alberto Hurtado, ambos canonizados por Juan Pablo II.
Si usted va a Santiago, también tiene que conocer algunas expresiones muy tradicionales y muy simpáticas. Chilenismos.
Óscar, amigo de mi amiga Francisca y quien nos acompañó en la comida, dice esto, en forma de pregunta:
-“¿Cachai?”
Es la forma de preguntar si, el otro, comprende lo que se está diciendo, explica él. Cachas, pero con una i al fina, y sin la ese.
-Sí, ya entendí, o cacho, mejor, le respondo.
También está la expresión ‘po’, que se usa para enfatizar algo que resulta evidente o que ya fue dicho, después de una frase. Es como el pues, que se suele usar en Colombia.
Y para preguntar ¿cómo estás?, lo dicen así: ¿Comostai?
Llego al hotel y la recepcionista indaga, amablemente, por mi visita.
-“¿Comostai?”, pregunta.
-Muy bien, que bella y sorprendente es esta ciudad. Creo que podría vivir aquí. ¿Cachai?

Cruzando el paraíso


El Cruce Andino, que comunica a la Patagonia chilena con Argentina, es un regalo para el espíritu. Relato de un periplo mágico por entre volcanes y lagos. De Puerto Montt a Bariloche.


JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
ENVIADO ESPECIAL DE EL TIEMPO

El volcán Osorno se ve como una copa de helado impecablemente servida, como si tuviera una capa de chocolate blanco cristalizado en su cumbre de nieves perpetuas. Es imponente, bellísimo; representa la figura perfecta del volcán que les enseñan a los niños en los libros escolares: verde en sus laderas e inmaculado en sus alturas.
Charles Darwin fue testigo de una de sus erupciones, en 1835, desde la ciudad chilena de Ancud. Esa, su última erupción, duró 15 años. Desde entonces permanece como lo estoy viendo ahora: apacible, pero también altivo. Y yo, un humilde peregrino, no puedo dejar de contemplarlo.
El volcán, uno de los 2.000 que hay en Chile, está ubicado en la cordillera de los Andes, al borde del lago Llanquihue; en la región de Los Lagos, al lado opuesto de la ciudad de Frutillar. Y es la primera de un inventario de beldades que, a partir de ese momento, empezarían a desplegarse ante mis ojos en el Cruce Andino que desde el año de 1913 atraviesa montañas, bosques, ríos, lagos y leyendas entre Chile y Argentina.
Aún no sabía que el Osorno, que guarda un tremendo parecido con el Fuji (Japón) y que fue bautizado por los nativos con el nombre de Pirepillán –que significa demonio de la nieve- me acompañaría en casi todo mi periplo por la Patagonia chilena. Casi.El viaje comenzó dos días atrás, cuando volé cinco horas, desde Bogotá hasta Santiago de Chile.
Después de un día de viñedos y de una visita maratónica por la capital chilena, emprendimos otro vuelo, esta vez, rumbo a Puerto Montt; ciudad de 130 mil habitantes, capital de la región de Los Lagos que vive de la industria del salmón. Iván Bobadilla es un chileno de 55 años que hace 10 cambió de trabajo: dejó las estrechas oficinas de un banco y ahora despacha desde los parajes mágicos que, como guía turístico, me empieza a mostrar. Buena decisión, Iván.

“El día de hoy vamos a recorrer la región de Los Lagos”, dice él con una voz que sale apretada.Salimos de Puerto Montt, tomamos la vía Panamericana que recorre a Chile a lo largo. “Chile es como un espagueti: largo y angosto”, explica Iván.

El paisaje es así: praderas verdes, casas que parecen retratos de postales, vacas pastando, campesinos ordeñando vacas; cultivos de papa, maíz y cebada, y un espeso cordón de arbustos florecidos de amarillo que recubre la carretera a lado y lado.
Los arbustos, que acicalan la vía, no son más que una plaga que se ha convertido en un problema para la región. Se llaman chacai o espinillos, y fueron traídos por los alemanes que colonizaron la zona con el fin de cercar sus propiedades. Pero la planta fue creciendo y hoy está fuera de control. Además de arrasar los cultivos que se atraviesan en su camino, son combustible perfecto para los incendios. Tienen las raíces aceitosas y, apagarlas, es tarea de titanes.

Desde allí empezamos a divisar al volcán Osorno, y al lado, al Puntiagudo, bautizado así por su figura geométrica. El reloj marca las 12:30 del día. Hora del almorzar en un restaurante a orillas de la carretera: El rancho espantapájaros. Hay que decidir entre jabalí y ciervo al palo (asado). Me quedo con el primero. De acompañante, una cerveza casera.

Desde los ventanales del lugar se observa el lago Llanquihue, el más grande de los 15 de la región. Tiene cerca de 89 mil hectáreas, y es el tercero más extenso de Latinoamérica; el primero es el Titicaca, y el segundo, el General Carrera.El restaurante, rodeado por llamas, cabras y avestruces, es atendido por su propietario, el alemán Fiegfried Brenszland. Hombre amable de ojos verdes vistosos y dueño de una sazón exquisita.
A 15 minutos está Puerto Octay, una población pequeña que tiene una iglesia construida en maderas de alerce y ciprés –el templo es patrimonio histórico; y en la plaza, un árbol tupido de florecitas moradas, y otro, un ciruelillo milenario, robusto y frondoso que tiene las raíces por fuera y apuntando hacia el cielo.

Tomamos carretera de nuevo y atravesamos un bosque de árboles nativos como el alerce, que ya no se puede cortar –está en vía de extinción- y un lote tapizado con franjas perfectamente delineadas con tulipanes de colores: blancos, rojos, amarillos, verdes. Seguimos bordeando el lago y llegamos a Frutillar, una población conocida porque allí, en el mes de enero, se realiza un festival internacional de música clásica. No en vano su símbolo es una clave de sol.

Al lado, en la playa aún fría por los rezagos del invierno que se le interponen a la naciente primavera, dos mujeres entradas en años toman el sol cubriendo sus rostros con las páginas de un periódico; un perro espanta a los pájaros y en el fondo del agua, diáfana, reposan cientos de deseos arrojados en monedas.

Llegó la hora de navegar
Ya estamos en Puerto Varas, una ciudad de 40 mil habitantes que es el eje del turismo de la región. Tiene 17 hoteles de primer nivel; uno de estos, recién inaugurado, es el Cumbres Patagónicas. Allí nos hospedamos. Esa noche el cantautor chileno ofreció un concierto en el hotel; primero me lo encuentro en la piscina, y luego, en el escenario.

En el centro del pueblo, conocido como ‘la ciudad de las rosas’, algunos turistas rezan en una iglesia ubicada la cima de un pequeño bosque, mientras otros se entregan al juego y a los devenires de la suerte en un casino de casi una manzana de extensión.

En Puerto Varas hay un muelle de madera donde cinco lugareños tienen sus esperanzas colgadas en cañas de pescar. En toda la tarde solo uno de ellos ha tenido suerte con el anzuelo: una trucha mediana que ahora se revuelca en un balde rojo.

Es un nuevo amanecer en Puerto Varas. Un bus repleto de turistas –colombianos, costarricenses, venezolanos y muchos brasileños- nos adentra en el Parque Nacional Vicente Pérez Rosales. Nos bajamos en los Saltos del Río Petrohué, formados por las erupciones del volcán y cuyas aguas azules oceánicas –producto de los sedimentos minerales que bajan de la montaña- se pueden apreciar desde un mirador ubicado al final de un camino cercado por árboles nativos.

El río corre caudaloso, y cruje fuerte a su paso. Por fin abordamos al catamarán que hará uno de los tres recorridos fluviales del cruce por los andes. Son cuatro más, vía terrestre: unos 1.350 kilómetros desde Santiago hasta Bariloche (Argentina).

Navegamos el Lago de todos los santos, que lleva ese nombre porque fue descubierto precisamente el día de los iluminados de la fe católica. El lago es azul plateado; cerca del volcán Osorno, sus aguas se ven blancas, producto del reflejo de la nieve que lo reviste. El lago se ve tranquilo, sosegado; solo se mueve por el efecto del motor del catamarán.

El Osorno empieza a alejarse; o soy yo el que se aleja. Poco a poco se fue perdiendo en la retina. Ya no me acompaña más. Ahora me topo con el volcán Tronador, llamado así por el estruendo que produce cuando sus bloques de hielo se descuajan. Extraño al Osorno.

En el barco conozco a varios colombianos. “Este frío está bueno para un aguardientico”, dice Juan Camilo Gómez, de Medellín, 29 años, sonrisa generosa y quien lamenta no haber llevado ese trago. “Lo que más me ha gustado son los pingüinos de la Isla de Chiloé”, dice Martha Uribe, paisa también. Le cuento que no pase por ese lugar y ella me confiesa que tuvo que pagar 220 dólares de multa en el aeropuerto de Santiago por tratar de ingresar al país un paquete de chorizos antioqueños que le traía a su hermana gemela.

A Chile está prohibido ingresar carnes, frutas y verduras. Y embutidos como los chorizos. “Esto es muy hermoso, estamos cruzando el paraíso. Pero me hace falta la señora”, dice Flavio Agudelo, de 65 años. Su esposa no lo pudo acompañar en este viaje que él siempre había soñado.

Parajes mágicos
Desembarcamos en Peulla, un pequeño poblado empotrado en la montaña. Alberto Schirmer es el gerente del Natura, uno de los dos hoteles del lugar, que parece el paraje encantado de un cuento de hadas. Allí habitan 120 personas, todas trabajadoras del sector turístico; hay una escuela con ocho niños, sus hijos pequeños, y una aduana donde se registra el ingreso de los turistas a territorio argentino. Estamos en la frontera.

Es también el hogar de pumas y ciervos que no se dejaron ver. Schirmer es nieto de Ricardo Roth, el hombre que hace casi un siglo tuvo la brillante idea de convertir la ruta comercial que comunicaba a esa zona de Chile y Argentina en un destino turístico. “Peulla es un santuario de la naturaleza, y un lugar muy entretenido”, dice este chileno de ascendencia suiza al explicar que allí se puede, desde cabalgar por las laderas de los andes, pescar, escalar y hacer cánopi: deslizarse por entre los árboles a través de un sistema de cable.

Pernoctamos en Peulla. Destino del día siguiente: Bariloche. Pero primero tuvimos que entrar al Parque Nacional Nahuel Huapi; pasamos por Puerto Frías, donde tomamos un chocolate caliente con coñac, que sirvió para apaciguar el inclemente frío; ahora, Puerto Alegre y Puerto Blest.

Por fin estamos en Bariloche. Hace un frío estremecedor y el viento sopla con fiereza. Damos el paseo de reconocimiento: el centro cívico, con sus edificaciones de madera y piedra, las chocolaterías, la iglesia de torre puntuda. De comida, una parrilla argentina y un Malbec de la región de Mendoza.El viaje empieza a extinguirse en el cerro La Catedral, en Bariloche.

El centro de esquí más grande de Latinoamérica; ascendemos hacia los picos sentados en sillas elevadas por cuerdas y motores. Hace más frío acá arriba. Tocamos la nieve. Anhelada nieve, que empieza a descolgarse con la entrada de la primavera. Esquiadores de todo el mundo se deslizan raudos por la montaña blanca. No pude esquiar. Para hacerlo necesitaba, mínimo, medio día de instrucción y no había tiempo. Estar ahí, sintiendo la nieve, fue suficiente.

Cada vez que tengo el privilegio de viajar descubro que en cada sitio hay un paraíso posible. Cruzar los andes, navegando los lagos infinitos, surcando volcanes y bosques, no puede ser otra cosa que un viaje al paraíso.

Pasión por Buenos Aires



Un mapa y un par de tenis son suficientes para conocer la capital argentina. Prepárese para llenarse de tango y espíritu argentino, y para disfrutar de una ciudad maravillosa, que nunca duerme: la París latinoamericana.


JOSÉ ALBERTO MOJICA P.

ENVIADO ESPECIAL DE EL TIEMPO


Publicada el 25 de octubre de 2009.

Domingo 4 de octubre en Buenos Aires. No es un día común y corriente. En horas de la mañana falleció la cantante Mercedes Sosa, y en el ambiente se respira un luto generalizado.

Pero también hay alegría. En la tarde de ese domingo, después del anuncio de la muerte de ‘La Negra’, el Boca Juniors le ganó al Vélez Sarsfield en un partido de infarto que terminó con un marcador de 3-2, y con un gol que pasó a la historia: un cabezazo de Martín Palermo desde los 40 metros de distancia. Golazo. Los seguidores del Boca celebran en una algarabía de locos.

Y aunque la primavera comenzó oficialmente semanas atrás, el 21 de septiembre, es el primer día de la temporada en el que el cielo está completamente despejado, sin los rezagos del invierno que acaba de azotar a los porteños.

Calurosa y acogedora, así me recibió Buenos Aires. Ese mismo domingo también se conmemoró el día de Nuestra Señora de Luján, la patrona de Argentina, y un millón 300 mil devotos caminaron varias horas hasta su santuario a agradecerle los favores recibidos.

Importantes acontecimientos, y yo estoy aquí.

Ziza Carla Palanques es una española de 30 años que hace cinco llegó a Buenos Aires detrás de un amor. Y aunque el amor se extinguió por un argentino ingrato, su romance con la ciudad sigue latiendo en sus arterias.

“Es un placer vivir en Buenos Aires: es una ciudad bella, tiene cultura, frivolidad, es una ciudad que no duerme; es caótica en el tráfico, desordenada, pero hay algo especial en la atmósfera que la hace una ciudad maravillosa. De aquí no me voy”, dice ella.

Si usted va a Buenos Aires Levántese muy temprano y prepárese para caminar si realmente quiere descubrir la ciudad.


Paseo por la historia porteña

El metro es una de las mejores formas para conocer la esencia de las ciudades. Así que, a través de este medio –que allí llaman Subte-, llegué hasta el centro de Buenos Aires.

Arribé a la estación de la Catedral Metropolitana, donde me recibió la imagen del Cristo del Buen Amor, con un libro abierto donde los visitantes dejan sus mensajes.

Escribí el mío y caminé unos pocos metros, donde se impone un altar de la patria, en medio de santos y figuras celestiales. Es el mausoleo del libertador José San Martín Guerrero, donde reposan sus restos al lado de los de un soldado desconocido.

Salgo del principal templo de la fe católica argentina y a solo una cuadra me encuentro con la mítica Plaza de Mayo, con su pirámide rodeada de palomas alimentadas con granos de maíz que les arrojan los turistas, pero sin las legendarias madres de mayo que se reúnen los jueves a recordar a sus hijos, víctimas de la dictadura militar.

Al fondo está la Casa Rosada, un imponente monumento histórico nacional y despacho de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Camino por la avenida de Mayo, rumbo al Congreso de la República, donde horas más tarde velarían el cuerpo de Mercedes Sosa.

Imperdonable dejar de conocer el emblemático Café Tortoni, que está en esa vía. Pido un café oscuro, que sirven con un pocillo de soda adicional, y un par de empanadas argentinas: una de carne y otra de pollo.

Una pareja baila tango, con sensualidad y maestría. El tango tiene el don de acariciar el alma. Ahora ratifico por qué este ritmo fue declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Doy un vistazo a las figuras de cera de Jorge Luis Borges, Carlos Gardel y Alfonsina Storni, que alguna vez concurrieron alguna vez al Tortoni.

Descubro que la arquitectura de Buenos Aires tiene muchos ‘aires’ a la de París. De eso da fe el Congreso, inmaculado y majestuoso, rodeado por piletas de aguas frescas, entre un inventario edificaciones muy parisinas que me voy topando en el camino. No en vano, A Buenos Aires la consideran la 'París Latinoamericana'.

Llego a la Avenida Corrientes, sitiada de teatros con diversos espectáculos en cartelera (en la noche iría a uno de ellos), y entró a un par de librerías. Los libros en Buenos Aires son baratos. Compré cinco, a muy buen precio. Por Corrientes llego a uno de los principales íconos de la ciudad: el Obelisco, en la avenida Nueve de Julio, catalogada como una de las más anchas del mundo por sus 140 metros de carriles. La foto para el recuerdo y sigo mi periplo.


La Boca: tango y fútbol

Llegué en taxi hasta la Boca, escenario de visita obligada. ¿Quién ha ido a Buenos Aires y no tiene una foto en Caminito? Las carreras en taxi, en esta ciudad, resultan económicas. Incluso, más que en Bogotá.

A pocos kilómetros del lugar, el taxista me señala una villa de invasión, la 31, y me advierte que no es recomendable ir a la Boca en las noches. Pasamos por el estadio del Boca Juniors, abarrotado de hinchas eufóricos, que a esa hora se preparaban para ver el partido contra el Vélez. Y llegamos a la Boca. Caminito, con sus muñecos de Eva Perón y de Diego Armando Maradona saludando desde la ventana de una casa angosta de colores vistosos, da la bienvenida. Al lado, un hombre que parece el hermano gordo y moreno de Maradona, y que aprovecha su afortunado parecido con el astro para que los turistas se tomen fotos con él a cambio de cuatro pesos (un dólar). Lleva la camiseta celeste con blanco, marcada con el número 10.

Claudia, una bailarina de tango de nariz respingada, ojos negros y piernas espigadas, me convence para que me tome una foto con ella, a cambio de 15 pesos. Casi tres veces más de lo que cobra el Maradona de mentiras de Caminito. Realmente fueron tres fotos con Claudia.

A pocos metros, en un restaurante al aire libre, una pareja de verdad sí baila tango; un hombre toca al bandoneón sentado en una butaca de madera, con su sombrero boca arriba a la espera de un donativo; tiendas de artesanías, de recuerdos y camisetas de combate de los equipos de fútbol argentino.

El almuerzo, una tradicional parrilla argentina en el sector de San Telmo. Trae mollejas fritas, chorizo y tres cortes de carne distintos: Bife de chorizo, vacío y cuadril. Me gusta más el primero; los otros dos cortes son muy magros. Qué buena carne la de los argentinos; no es infundado su prestigio. De guarnición (así llaman en Argentina al acompañante), preferí una ensalada a unas papas fritas. Y de sobremesa, una cerveza Quilmes –argentina por excelencia-, y luego, una Stella Artois. Me gustó más la segunda.

Camino por las calles del sector, donde todos los domingos hacen una feria; una especie de mercado de pulgas. En la calle Defensa, a lo lejos, ondea una bandera colombiana, que tiene como asta la espalda de José Luis Quintero, un joven bogotano estudiante de fotografía que se gana el sustento vendiendo tazas calientes de café colombiano. Dos de sus amigos ofrecen arepas paisas y patacones a los turistas.

Hay pintores que dibujan retratos de los forasteros y un grupo de músicos brasileños hace retumbar la calle con sus tambores; es el comienzo de una samba, de esas que tienen el poder infalible de hacer mover el cuerpo de quienes la escuchan.


Monumentos y zonas verdes

Siempre tuve claro que tenía que ir al cementerio de La Recoleta. Pero antes entro a la parroquia de Nuestra Señora del Pilar, que queda al lado, y que hace parte de todo el complejo religioso fundado hace cerca de tres siglos por la orden de Los Recoletos.

Al costado derecho encuentro un altar con una imagen de la Virgen Dolorosa, al lado de los cráneos coronados de dos santos, acicalados con piedras preciosas: son los restos del Papa San Urbano y Santa Victoria.

En el mismo recinto hay 12 nichos, cada uno, con huesos de los 12 apóstoles. El cementerio está repleto de mausoleos hechos obras de arte donde reposan las familias más prestigiosas de la sociedad porteña; monumentos levantados a la semejanza del difunto, invadidos bellamente por la hiedra. Tributo a la muerte. La tumba más buscada por los turistas es la de Eva Perón. Me imagino una escultura imponente en su honor, pero no: está enterrada en la cripta familiar, y solo hay placas doradas con su imagen; su cabellera finamente peinada que termina en un moño en el cuello, y fragmentos de los mensajes que ella le dedicó a la clase obrera.

Hay otro camposanto, el Chacarita, que es más democrático. Precisamente allí cremaron los despojos de Mercedes Sosa, cuyas cenizas fueron esparcidas en Tucumán, Mendoza y Buenos Aires. Sus ciudades del alma. No alcancé a ir al Chacarita.

En el barrio de la Recoleta está el Centro de Diseño de Buenos Aires, y 200 metros abajo, en la Plaza de Naciones, una flor metálica de 20 metros de altura y 18 toneladas de peso, tiene sus pétalos plateados abiertos. La llamada flor inteligente se despliega en el día y se cierra en las noches, impulsada por la luz del sol.

Enseguida está la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, que se levanta imponente con sus monumentales columnas en la avenida Figueroa Alcorta, y que parece un monumento romano.

En Buenos Aires hay extensas zonas verdes y parques, sobre todo en el sector de Palermo. Uno de los más concurridos son el Rosedal, donde además de jardines florecidos de colores, hay un lago que los turistas pueden navegar en pequeños botes. Algunos hacen deporte, otros leen un libro y unos más juegan o toman un baño de sol primaveral.

El Jardín Japonés es otro santuario a la naturaleza. Tiene senderos y esculturas al estilo oriental. La noche en la Reina del Plata A Buenos Aires también la llaman la Reina del Plata, haciendo alusión al río de aguas plateadas que la bordea y que sirve de frontera con la república vecina de Uruguay.

Precisamente el río surca el sector de Puerto Madero, un barrio exclusivo de Buenos Aires y otrora puerto de embarques, hoy escenario de modernas y lujosas edificaciones. Sobre el río, la fragata Sarmiento, hoy convertida en museo; una lancha pasa a su lado y se ve diminuta.

Desde ahí se aprecia el Puente de la Mujer, obra del arquitecto español Santiago Calatrava. Tiene la imagen abstracta de una pareja bailando tango, solo permite el uso peatonal, se sostiene con tensores de acero y tiene la facultad de moverse para darle paso a las grandes embarcaciones. Está oscureciendo, y Puerto Madero empieza a iluminarse con luces de tonos azules y violetas. De ahí salgo para la zona fashion de Buenos Aires: Palermo Soho y Palermo Holiwood, repleta de tiendas de diseñadores en ascenso. Los precios no son inalcanzables, y permiten hacerse a una buena prenda, de un diseñador que tal vez llegará a ser famoso.

Si quiere hacer shopping, está en el lugar equivocado. Mejor váyase para la calle Florida, paraíso de las compras porteñas. Paso por allí, rumbo a la avenida Corrientes. Es hora de ir a teatro, con mi amiga y colega, la periodista argentina María Noel Álvarez. Hay muchas opciones, entre estas, el legendario Fantasma de la ópera.

Ella escogió Corazón idiota, un divertido y dramático musical que reflexiona sobre los devenires del amor entre dos mujeres distintas: una tremendamente impulsiva y otra, radicalmente racional.

No podía terminar mi viaje sin ir a un boliche. Así conocen a los bares, que tocan de todo tipo de música, y una que otra cumbia al estilo villero, homenaje a las clases populares argentinas. Al salir del lugar, el sol ya estaba en todo su esplendor.

El peregrinar de emigrantes religiosos


Del catolicismo al Islam o a la fe de Krishna; del protestantismo al judaísmo. Viajes religiosos en búsqueda de la fe.

Publicada el 14 de marzo de 2008.

JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACTOR DE EL TIEMPO

Tres testimonios de fe. Una abogada que se convirtió al Islam, un antropólogo que abrazó la fe de Krishna y un analista de sistemas que se está convirtiendo al judaísmo confiesan los motivos que los llevaron a emprender un peregrinaje religioso en la búsqueda de su verdadera fe.
Sus historias son las mismas de millones de personas en el mundo que cambian de religión en un fenómeno social denominado “migración religiosa”. La Iglesia Católica resulta ser una de las más diezmadas.
Eso lo reconoce Fabián Marulanda, secretario general de la Conferencia Episcopal de Colombia quien admite que el catolicismo ya no alcanza a cubrir el 90 por ciento de los colombianos, como en otras épocas.
Para el sacerdote, este fenómeno no es exclusivo del país sino que corresponde a una tendencia mundial originada por el pluralismo de cultos.
En Estados Unidos, por ejemplo, un estudio reciente estableció que el cristianismo (que alberga católicos y protestantes) ha decaído en un 50 por ciento desde 1970 y que cada vez son más las personas que confiesan no pertenecer a ninguna religión.
Sin embargo, monseñor Marulanda afirma que a la Iglesia no le interesa la cantidad sino la calidad y el compromiso de sus fieles.
“Qué ganamos con católicos desteñidos y sin convicciones. Eso no es garantía de nada”, advierte.
Y agrega que la migración del catolicismo a otras confesiones puede obedecer, entre otras cosas, a que la Iglesia Católica Romana, por ser mayoritaria, no tiene una relación muy estrecha con los fieles como sí ocurre con otras iglesias y sectas más pequeñas donde el pastor está más cerca de la gente y de sus problemas.
Aunque no existe un estudio que establezca cómo está Colombia en los asuntos de la fe, Fabián Salazar, coordinador del Centro de Estudios Teológicos y de las Religiones de la Universidad del Rosario, asegura que la migración religiosa es una realidad en el país.
Lo anterior, explica este teólogo, es el resultado de la búsqueda de nuevas experiencias espirituales y a que la fe no ha sido ajena a la globalización.
Salazar también indica que la Iglesia Católica en Colombia ha venido perdiendo fieles en los últimos años, y que esto puede obedecer a la falta de formación religiosa tanto en los colegios y en las catequesis, pues esta no genera bases sólidas en la religiosidad. Por eso, muchos, cuando llegan a la edad adulta, pasan de iglesia en iglesia.
“Para un gran número de católicos la Iglesia solo es el Papa, la Virgen María o las misas de los domingos. No conocen ni comparten la parte dogmática, y el conocimiento es muy limitado”, agrega Salazar.


De católica ex comulgada, a consagrada musulmana

“Jesús es Dios?”, le preguntó a la profesora. Tenía siete años y estaba en segundo de primaria. La maestra, atónita, no supo qué responderle.
En ese momento, recuerda Sofía Méndez, empezó a hacerse preguntas sobre la fe que desde ya palpitaba en su corazón.
Criada en una familia católica, a los 14 años se fue de la casa y se casó por lo civil. Dos años más tarde, ya con dos hijos, fue a confesarse en una de las parroquias de Madrid (Cundinamarca), y el sacerdote que la atendió no la absolvió. Al contrario, le dijo que quedaba ex comulgada por haberse casado tan joven, y fuera de la institución católica.
“Fue terrible sentir que me quedaba sin religión, pero luego comprendí que esa tampoco era la mía”, cuenta la mujer, hoy de 31 años y abogada de profesión.
La niña creció y empezó a indagar sobre las raíces de los indígenas muiscas. Sentía que ahí podría estar la salida a su sed espiritual. Y en esa labor llegó hasta el Archivo de Indias de Sevilla (España). Ya había pasado por varias iglesias protestantes de las que huyó decepcionada porque, según ella, son una suerte de mercado religioso.
Incluso viajó hasta Israel, vivió con los judíos durante un mes y quiso unirse a ellos. La idea no funcionó.
“Alá, Dios, Yavé. El que sea. Estoy aquí. Necesito una respuesta”, se dijo muchas veces, y seguía buscando respuestas.
Estando en España, en el apartamento donde vivía, encontró la primera señal que la conduciría a descifrar su gran enigma: un ejemplar del Corán (libro sagrado del Islam), apareció en su mesita de noche.
Ya había leído sobre esta religión. Pero solo hasta que conoció a un musulmán, quien le compartió unos textos, concluyó que su búsqueda había terminado.
Hace cinco años se convirtió en musulmana. Se casó por segunda vez, ahora con un turco, quien ha sido su maestro espiritual. Es feliz, porque al abrazar al Islam pudo abrazar toda su fe. “Lo mejor de ser musulmana es que me permite seguir amando lo que siempre he amado”.

Cinco años sin sexo: cuestión de fe
Era un reto difícil. Entre otras cosas, tenía que convertirse totalmente en vegetariano y hacer un uso regulado del sexo.
Renunciar a la carne fue duro, pero más difícil resultó hacerle el quite a las tentaciones del cuerpo. Y más para un joven de 21 años con las hormonas alborotadas. Durante cinco años, mientras avanzaba su transformación espiritual, llevó una vida célibe. Hace dos se casó. Igual, el cuerpo para los de su religión es un templo, y se debe respetar.
Fue complicado, lo reconoce. Sin embargo, no hay nada que la mente y el espíritu, y sobre todo, Dios, no puedan superar.
Eso lo asegura Diego Fernando Rivas, un antropólogo bogotano de 28 años que desde hace siete, cansado de divagar y de una vida llena de excesos, decidió convertirse al Vaishnavismo, la religión de Krishna. Lo hizo después de que Dios le enviara varias señales para que lo recibiera en su corazón de una vez por todas. “Dios no se equivoca”.
Él prefiere que lo llamen Kripa Rama Das, su nombre espiritual, que significa “Sirviente de la misericordia de Dios sobre la Tierra”.
Por karma, asegura, nació católico. Pero nunca se sintió como tal. Nunca se aferró a ninguna religión.
Una de las preguntas que jamás le respondieron los curas con los que estudió en el colegio era qué pasaba a la hora de la muerte. Siempre creyó en las teorías de la reencarnación –vetadas por la Iglesia Católica-, y se acabó de convencer de ello cuando abrazó la cultura védica.
Al cambiar de religión, o mejor, al comprometerse con una, Kripa asegura que le encontró por fin un sentido a la vida. Ayudar a los demás y tener un equilibrio entre la mente y el cuerpo es su mayor bendición.
Hoy es uno de los líderes de esta confesión en Colombia. Sin pretenderlo, su madre está a punto de convertirse también. Incluso, varios de sus amigos ya se convirtieron a la fe Krishna.
Su trabajo como docente en las universidades del Rosario y Nacional lo alterna enseñando yoga. También dirige una olla comunitaria en la Nacional en la que 400 estudiantes almuerzan comida vegetariana a mil pesos el plato.
Y cuando le queda tiempo sale a la calle con sus compañeros a alabar a Dios con el ya popular “Hare Krishna, Hare Krishna”, que significa: “Oh, mi señor, por favor, déjame ser un instrumento de tu amor”.


‘El Judaísmo es más que una religión, es un estilo de vida’
Tuvo suerte al nacer circuncidado. De lo contrario, ahora Víctor Manuel Jará tendría que someterse a un procedimiento médico para descubrir y purificar su sexo. Está en proceso de conversión al judaísmo, y esa es una de las condiciones básicas de los varones judíos (a los niños los circuncidan a los 8 días de nacidos), y que no excluye a los conversos.
Ese requisito no es el único que lo une a esa religión. Su abuelo era de origen judío. Eso solo lo supo hace 14 años, cuando decidió aprender hebreo, cansado de un trasegar agridulce por varias iglesias protestantes.
Entonces, ya hace rato se había convencido de que había sido católico de crianza, pero no de corazón y menos de convicción. Su periplo religioso estaba lleno de vacíos y preguntas sin responder.
Mientras aprendía hebreo, con el fin de comprender libros y textos escritos originalmente en esa lengua, descubrió la Torá (sagradas escrituras) y el estilo de vida de los judíos.
“El judaísmo es un estilo de vida más que una religión”, dice convencido este cucuteño de 53 años, casado hace 30, padre de tres mujeres y nieto de un par de mellizas.
Asumir una dieta sana, ausente de la carne de cerdo; renunciar a las fiestas de los viernes en la noche (comienzo del Shabbat) y a los sábados como un día clave para sus negocios fueron tareas difíciles de cumplir. No menos difícil fueron los ayunos, las extensas jornadas de oración y el aprendizaje sobre la doctrina judía.
Pero las superó con una premisa fundamental del judaísmo: el amor y la unión familiar, la tranquilidad espiritual y el apoyo por sus compañeros de devoción.
Sin pausa, pero sin prisa. Así avanza su proceso de conversión. Para él, además de los trámites legales, esto es un asunto de fe que no debe depender de un papel.
Como un compromiso con la religión que profesa, fundó una librería especializada en textos judíos, al igual que una agencia de viajes por Internet cuyo destino principal es Israel. La tierra prometida que ya germinó en su fe.

Sin brazos, sin pies, sin preocupaciones





El australiano Nick Vujicic nació sin brazos y sin piernas. Superó las barreras y la discriminación, se hizo profesional y hoy recorre el mundo motivando a personas que se creen en desventura.

JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACCIÓN VIDA DE HOY

“Pies, para qué los quiero si tengo alas pa’ volar”.
Frida Kalho, 1953.

De un inesperado brinco se quita las cobijas de encima y queda en el suelo; se revuelva unos segundos para poder levantarse y se desplaza hacia el baño. Es un nuevo amanecer para Nick.
Hay que verlo para creerlo. Un hombre sin piernas y sin brazos se da mañas para lavarse los dientes, bañarse, peinarse y preparar el desayuno. Cuando puede monta a caballo, juega fútbol o se da un chapuzón en una piscina. ¡Sí, puede nadar!
Llevar una vida cotidiana de manera independiente es un logro ya viejo para Nick Vujicic, un australiano de 25 años que nació sin sus cuatro extremidades. Su mayor proeza, ahora, es recorrer el mundo contando su testimonio de superación ante miles de personas, de las cuales muchas se sienten en desventura.
La misma desventura que él padeció cuando, de niño, descubrió que era diferente a los demás y que para todo dependía de sus padres y de sus dos hermanos, que nacieron totalmente normales.
Llegó al mundo el 4 de diciembre de 1982 en Melbourne (Australia). Sus padres, un pastor cristiano y una ama de casa, no sabían que su anatomía venía incompleta. La madre nunca se hizo una radiografía.
En medio de la angustia y la frustración, se preguntaron varias veces por qué, si “Dios es amor”, permitía tal sufrimiento. Y pensaron que no sobreviviría mucho tiempo. Error. El bebé, de vistosos ojos verdes e incipiente pelo dorado, tenía la salud perfecta.
-¿De pequeño, cómo comprendió lo que le sucedía?
- Fue difícil convencerme de que yo valía la pena. Me comparaba con otros niños y deseaba que mi vida hubiera sido diferente. Pensaba que la felicidad existía solo con un cuerpo completo.
El pequeño Nick también se imaginaba que de grande ninguna mujer lo aceptaría como esposa suya. Y que en la noche de bodas no podría bailar con ella y que si llegaba a tener hijos no podría demostrarles su amor en un fuerte abrazo.
“Me sentía muy solo, solo quería que alguien me dijera que todo estaba bien, pero nadie podía hacerlo porque nadie sabe cómo se siente”.
Con la fortaleza que Dios les dio a sus padres –cuenta-, y que ellos le transmitieron, aprendió a defenderse en cosas básicas como comer y asearse. Y con el muñón que brota de su cintura –al que el llama mi hueso de pollo-, y que es cumple funciones de pie, aprendió a comer y a escribir. Le sirve también para desplazarse.
“Uno no sabe lo que es capaz de hacer hasta que no lo intenta”.
Esa misma fortaleza le sirvió para sobrellevar las burlas y chanzas de sus compañeros de colegio, que no lo veían como una especie de monstruo. Incluso, estudiar en un colegio regular fue una batalla ganada a pulso con sus padres. En esa época los niños con discapacidades no accedían a instituciones de educación regular.
-¿Cómo logró superar las frustraciones?
- Cambie de actitud al darme cuenta de que no era el único diferente. Luego, comprendí que Dios tenía un plan y un futuro para mí. Él no me ha olvidado, y jamás lo hará.
Creció, salió del colegio y entró a la universidad, donde se graduó como licenciado en comercio, planeación financiera y contabilidad.
Sin embargo, encontró su verdadera razón de ser contando su historia. Empezó en un pequeño grupo de oración cuando tenía 17 años y ya ha recorrido 12 países dictando conferencias sobre superación personal: narrando cómo logró rescatarse de las tinieblas para convertirse en un ser humano no solo conforme sino agradecido con su condición.
¿Qué piensa de las personas que se viven quejando por todo?
Aunque suelo sonreír, no siempre estoy feliz. Tengo mis días buenos y malos. Cada quien debe estar agradecido con lo que Dios le dio, y ese es mi discurso.
- ¿Cómo se imagina en 20 años?
–Con varios libros publicados. Ahora escribo uno: Sin brazos, sin pies, sin preocupaciones.
También me veo con una esposa y unos hijos, como un ejemplo universal.
Sin reparos, Nick confiesa que se conserva casto, no tanto por su condición sino por
rendirle tributo a Dios.
–Si volviera a nacer y pudiera escoger cómo sería su cuerpo, ¿qué preferiría?
–Elegiría volver de la manera que soy ahora. He visto cómo mi testimonio ha salvado
a muchas personas que se creían sin esperanza.