JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
ENVIADO ESPECIAL DE VIAJAR
CHILE
“¡Bienvenido a la primavera!”, dice Enrique Ríos, el guía turístico encargado de recogerme en el Aeropuerto Internacional de Santiago de Chile.
La tarde de domingo es gris, nada se ve al horizonte; cae una lluvia leve pero de gotas heladas, hace un frío punzante y el viento sopla fuerte, despiadado.
-¿Así es la primavera aquí?, le pregunto, sorprendido, a Enrique.
-¡Claro!, estamos en primavera, pero el clima aún no se ha normalizado del todo-, responde él.
Acaba de pasar un invierno azotador y ahora los santiaguinos esperan ansiosos el turno de la estación primaveral, que viene llegando despacio y aún fría.
“No te desanimes. El día está gris y lluvioso, pero mañana vas a agradecer que haya llovido. Ya verás”, sentencia Enrique.
Es un nuevo amanecer en Santiago, el primero para mí. El cielo está despejado, azul oceánico. Al fondo se levanta imponente la cordillera de Los Andes con sus nieves perpetuas; allí, entre junio y septiembre, se deslizaron raudos los esquiadores –de todo el mundo- en la famosa temporada anual de esquí de Santiago.
El enorme macizo, que custodia la ciudad y que desata un espeso cordón austral que conduce de Chile a la Antártida, parece un dinosaurio en su lecho.
Comprendí los buenos augurios de Enrique y bendije el gélido recibimiento. Cada vez que llueve se desintoxica un poco la ciudad: el día siguiente se despeja, ahuyenta el smogy regala un paisaje privilegiado que se ve poco en Santiago, una de las ciudades más contaminadas del continente, producto de la industria, del abarrotado parque automotriz y de sus seis millones de habitantes.
La noche anterior me fui a un boliche con mi amiga y colega Francisca Skoknic. Los boliches son una suerte de bares, un tanto populares, donde se puede comer y tomar un buen vino o una cerveza refrescante.
El escogido, el Galindo, en el sector bohemio de Bellavista, frente a Azul Profundo, uno de los restaurantes más conocidos de la ciudad. Allí, como en la mayoría de restaurantes de Santiago, la especialidad son los pescados y mariscos.
A pocas cuadras, me enteraría después, planean construir una escultura de 13 metros del papa Juan Pablo II. Según lo relata el periódico local The Clinic, “la desproporcionada estatua que la Municipalidad de Recoleta y La Universidad San Sebastián pretenden instalar, ha despertado todo tipo de rechazos entre laicos, vecinos y gente con sentido de las proporciones”. Seguro, el Juan Pablo II gigante llamaría a muchos turistas.
Francisca y yo pedimos pisco sour (coctel típico que comparten y disputan los chilenos y peruanos como un trago propio); de entrada unas machas a la parmesana (moluscos en su concha) y de plato fuerte una chorrillana: carne desmechada con cebolla dorada enredada entre papas fritas crujientes.
La idea de salir con Francisca, además de verla después de casi tres años, buscaba que ella, como buena santiaguina, me hiciera las recomendaciones del caso para poder conocer y disfrutar de su ciudad en, apenas, un día. El tiempo disponible en este caso. Y así lo hizo.
Día de copas y caminatas
El guía, esta vez, es David Chávez. ”No puedes dejar de ir a un viñedo”, dice el hombre e indica que vamos para Concha y Toro, tal vez el más famoso de la zona.
Recorremos los alrededores, conocemos las cepas y llegamos a la bodega más visitada: Casillero del Diablo.
Suena música sacra y una voz grave empieza a narrar la leyenda que dio origen a la cava y al vino que lleva su nombre.
Don Melchor de Concha y Toro, el fundador, difundió el rumor de que allí habitaba el diablo, para que no le robaran sus vinos preferidos. Y el rumor se convirtió en leyenda. Apagan la luz, la música sigue y al fondo, entre rejas, se dibuja la silueta del diablo. Da un poco de susto.
Luego, un cata de vinos y una tabla de quesos; me quedo con el Merlot y ratifico por qué los chilenos son considerados como unos de los mejores vinos del mundo.
Salimos de Concha y Toro ya con varias copas en la cabeza, rumbo al Mercado Central, escenario de lo más representativo de la gastronomía local.
Entramos a El Galeón, donde el platillo estrella es la centolla, un cangrejo gigante de hasta tres kilos de peso que solo se da en Alaska y el sur de Chile. Es demasiado exótico para mí, así que pido un jugoso congrio chileno y una ensalada de salmón con jugo de chirimoya (similar a la guanábana).
Caminamos por el Cerro de Santa Lucía, desde donde, a las 12 del día, se dispara un cañón que estremece el centro de la ciudad (y a cualquier turista desprevenido), indicando la hora. La tradición sobrevive desde 1824. Lastimosamente no lo escuché, a esa hora aún estaba de copas.
Algo me parece familiar en las calles de este lugar. Son los buses de Transantiago, un modelo que emuló al TransMilenio bogotano, pese a que allí hay metro desde 1975.
No tienen carriles exclusivos, ni una infraestructura como los nuestros. Ruedan por las calles entre el resto de vehículos, y tampoco son rojos, estos son blancos con franjas de color verde manzana.
Arribamos a la Plaza de Armas, donde hay un monumento del fundador, el capitán español Pedro de Valdivia; un quiosco donde un grupo de hombres, ya entrados en años, juega ajedrez; universitarios que leen libros y gitanas que leen la suerte en las manos; un pintor dormido al lado de sus cuadros y un pastor evangélico que escupe profecías sobre el fin del mundo.
A una cuadra, en la estación del metro, el grupo Son de la Calle interpreta La gota fría. En lugar de acordeón, un saxofón dorado. Dicen que les encanta el sabor de la música colombiana y que el vallenato, a su modo (chilenizado) les da de comer.
Admiran al maestro Rafael Escalona. Tuve que anunciarles que él murió el pasado mes de mayo, noticia que ignoraban.
Al fondo, la Catedral Metropolitana, construida en 1651; majestuoso y pálido, el principal templo católico de Chile contrasta con un edificio moderno de vidrios azules. En Santiago la arquitectura es uno de sus más valiosos tesoros, pero logra ser variada y un tanto particular.
Después me encontraría con el edificio de Telefónica, levantado en forma de teléfono celular: de los primeros que existieron, hace unos 20 años, con una antena enorme en la punta. Está en la Plaza Italia, en medio de bellísimas construcciones históricas. Se ve aparatoso, hoy, además, en épocas del iPhone.
Caminamos hacia el barrio cívico, donde están la Plaza de la Constitución y el mítico Palacio de la Moneda, testigo del trasegar político chileno en aras de la democracia.
El Palacio, adornado con globos que llevan mensajes alusivos al Bicentenario de la Independencia, se apaga en las noches. Todo, por sumarse a la cruzada contra el calentamiento global.
Ahora entramos al Centro Cultural, sofisticada edificación subterránea (debajo de la Plaza de la Ciudadanía) donde hay una exposición en honor a la cultura mapuche y otra con la obra de Violeta Parra.
Santiago tiene una nutrida vida cultural. Hay unas 20 galerías de arte y 30 museos de variados estilos. Entre estos, uno de los más visitados, el de La Chascona; allí el poeta chileno Pablo Neruda vivió con una de sus musas.
Queda en las laderas del cerro de San Cristóbal, donde precisamente empieza a agonizar el día, y mi visita maratónica por la capital chilena.
Es el pulmón natural de la ciudad y uno de los parques urbanos más grandes del mundo. Tiene una extensión de 722 hectáreas, alberga al zoológico nacional, museos, lagos y piscinas. Es el lugar propicio para hacer deporte y respirar oxígeno puro. Y también para recargarse de energía y de paz en el alma.
“Es como vuestro Monserrate”, recuerdo que me había advertido mi amiga Francisca, quien conoce y adora ese rincón bogotano.
En la cumbre del cerro se impone una imagen de 22 metros y 36 mil kilos de la Inmaculada Concepción. La virgen, patrona de Chile, representa el principal símbolo de la ciudad. Es blanca y tiene los brazos abiertos, al estilo del Corcovado de Río de Janeiro.
Muy cerca, en la capilla de la Plaza Vasca, están las esculturas bronceadas de los dos santos chilenos: Santa Teresa de Los Andes y San Alberto Hurtado, ambos canonizados por Juan Pablo II.
Si usted va a Santiago, también tiene que conocer algunas expresiones muy tradicionales y muy simpáticas. Chilenismos.
Óscar, amigo de mi amiga Francisca y quien nos acompañó en la comida, dice esto, en forma de pregunta:
-“¿Cachai?”
Es la forma de preguntar si, el otro, comprende lo que se está diciendo, explica él. Cachas, pero con una i al fina, y sin la ese.
-Sí, ya entendí, o cacho, mejor, le respondo.
También está la expresión ‘po’, que se usa para enfatizar algo que resulta evidente o que ya fue dicho, después de una frase. Es como el pues, que se suele usar en Colombia.
Y para preguntar ¿cómo estás?, lo dicen así: ¿Comostai?
Llego al hotel y la recepcionista indaga, amablemente, por mi visita.
-“¿Comostai?”, pregunta.
-Muy bien, que bella y sorprendente es esta ciudad. Creo que podría vivir aquí. ¿Cachai?
ENVIADO ESPECIAL DE VIAJAR
CHILE
“¡Bienvenido a la primavera!”, dice Enrique Ríos, el guía turístico encargado de recogerme en el Aeropuerto Internacional de Santiago de Chile.
La tarde de domingo es gris, nada se ve al horizonte; cae una lluvia leve pero de gotas heladas, hace un frío punzante y el viento sopla fuerte, despiadado.
-¿Así es la primavera aquí?, le pregunto, sorprendido, a Enrique.
-¡Claro!, estamos en primavera, pero el clima aún no se ha normalizado del todo-, responde él.
Acaba de pasar un invierno azotador y ahora los santiaguinos esperan ansiosos el turno de la estación primaveral, que viene llegando despacio y aún fría.
“No te desanimes. El día está gris y lluvioso, pero mañana vas a agradecer que haya llovido. Ya verás”, sentencia Enrique.
Es un nuevo amanecer en Santiago, el primero para mí. El cielo está despejado, azul oceánico. Al fondo se levanta imponente la cordillera de Los Andes con sus nieves perpetuas; allí, entre junio y septiembre, se deslizaron raudos los esquiadores –de todo el mundo- en la famosa temporada anual de esquí de Santiago.
El enorme macizo, que custodia la ciudad y que desata un espeso cordón austral que conduce de Chile a la Antártida, parece un dinosaurio en su lecho.
Comprendí los buenos augurios de Enrique y bendije el gélido recibimiento. Cada vez que llueve se desintoxica un poco la ciudad: el día siguiente se despeja, ahuyenta el smogy regala un paisaje privilegiado que se ve poco en Santiago, una de las ciudades más contaminadas del continente, producto de la industria, del abarrotado parque automotriz y de sus seis millones de habitantes.
La noche anterior me fui a un boliche con mi amiga y colega Francisca Skoknic. Los boliches son una suerte de bares, un tanto populares, donde se puede comer y tomar un buen vino o una cerveza refrescante.
El escogido, el Galindo, en el sector bohemio de Bellavista, frente a Azul Profundo, uno de los restaurantes más conocidos de la ciudad. Allí, como en la mayoría de restaurantes de Santiago, la especialidad son los pescados y mariscos.
A pocas cuadras, me enteraría después, planean construir una escultura de 13 metros del papa Juan Pablo II. Según lo relata el periódico local The Clinic, “la desproporcionada estatua que la Municipalidad de Recoleta y La Universidad San Sebastián pretenden instalar, ha despertado todo tipo de rechazos entre laicos, vecinos y gente con sentido de las proporciones”. Seguro, el Juan Pablo II gigante llamaría a muchos turistas.
Francisca y yo pedimos pisco sour (coctel típico que comparten y disputan los chilenos y peruanos como un trago propio); de entrada unas machas a la parmesana (moluscos en su concha) y de plato fuerte una chorrillana: carne desmechada con cebolla dorada enredada entre papas fritas crujientes.
La idea de salir con Francisca, además de verla después de casi tres años, buscaba que ella, como buena santiaguina, me hiciera las recomendaciones del caso para poder conocer y disfrutar de su ciudad en, apenas, un día. El tiempo disponible en este caso. Y así lo hizo.
Día de copas y caminatas
El guía, esta vez, es David Chávez. ”No puedes dejar de ir a un viñedo”, dice el hombre e indica que vamos para Concha y Toro, tal vez el más famoso de la zona.
Recorremos los alrededores, conocemos las cepas y llegamos a la bodega más visitada: Casillero del Diablo.
Suena música sacra y una voz grave empieza a narrar la leyenda que dio origen a la cava y al vino que lleva su nombre.
Don Melchor de Concha y Toro, el fundador, difundió el rumor de que allí habitaba el diablo, para que no le robaran sus vinos preferidos. Y el rumor se convirtió en leyenda. Apagan la luz, la música sigue y al fondo, entre rejas, se dibuja la silueta del diablo. Da un poco de susto.
Luego, un cata de vinos y una tabla de quesos; me quedo con el Merlot y ratifico por qué los chilenos son considerados como unos de los mejores vinos del mundo.
Salimos de Concha y Toro ya con varias copas en la cabeza, rumbo al Mercado Central, escenario de lo más representativo de la gastronomía local.
Entramos a El Galeón, donde el platillo estrella es la centolla, un cangrejo gigante de hasta tres kilos de peso que solo se da en Alaska y el sur de Chile. Es demasiado exótico para mí, así que pido un jugoso congrio chileno y una ensalada de salmón con jugo de chirimoya (similar a la guanábana).
Caminamos por el Cerro de Santa Lucía, desde donde, a las 12 del día, se dispara un cañón que estremece el centro de la ciudad (y a cualquier turista desprevenido), indicando la hora. La tradición sobrevive desde 1824. Lastimosamente no lo escuché, a esa hora aún estaba de copas.
Algo me parece familiar en las calles de este lugar. Son los buses de Transantiago, un modelo que emuló al TransMilenio bogotano, pese a que allí hay metro desde 1975.
No tienen carriles exclusivos, ni una infraestructura como los nuestros. Ruedan por las calles entre el resto de vehículos, y tampoco son rojos, estos son blancos con franjas de color verde manzana.
Arribamos a la Plaza de Armas, donde hay un monumento del fundador, el capitán español Pedro de Valdivia; un quiosco donde un grupo de hombres, ya entrados en años, juega ajedrez; universitarios que leen libros y gitanas que leen la suerte en las manos; un pintor dormido al lado de sus cuadros y un pastor evangélico que escupe profecías sobre el fin del mundo.
A una cuadra, en la estación del metro, el grupo Son de la Calle interpreta La gota fría. En lugar de acordeón, un saxofón dorado. Dicen que les encanta el sabor de la música colombiana y que el vallenato, a su modo (chilenizado) les da de comer.
Admiran al maestro Rafael Escalona. Tuve que anunciarles que él murió el pasado mes de mayo, noticia que ignoraban.
Al fondo, la Catedral Metropolitana, construida en 1651; majestuoso y pálido, el principal templo católico de Chile contrasta con un edificio moderno de vidrios azules. En Santiago la arquitectura es uno de sus más valiosos tesoros, pero logra ser variada y un tanto particular.
Después me encontraría con el edificio de Telefónica, levantado en forma de teléfono celular: de los primeros que existieron, hace unos 20 años, con una antena enorme en la punta. Está en la Plaza Italia, en medio de bellísimas construcciones históricas. Se ve aparatoso, hoy, además, en épocas del iPhone.
Caminamos hacia el barrio cívico, donde están la Plaza de la Constitución y el mítico Palacio de la Moneda, testigo del trasegar político chileno en aras de la democracia.
El Palacio, adornado con globos que llevan mensajes alusivos al Bicentenario de la Independencia, se apaga en las noches. Todo, por sumarse a la cruzada contra el calentamiento global.
Ahora entramos al Centro Cultural, sofisticada edificación subterránea (debajo de la Plaza de la Ciudadanía) donde hay una exposición en honor a la cultura mapuche y otra con la obra de Violeta Parra.
Santiago tiene una nutrida vida cultural. Hay unas 20 galerías de arte y 30 museos de variados estilos. Entre estos, uno de los más visitados, el de La Chascona; allí el poeta chileno Pablo Neruda vivió con una de sus musas.
Queda en las laderas del cerro de San Cristóbal, donde precisamente empieza a agonizar el día, y mi visita maratónica por la capital chilena.
Es el pulmón natural de la ciudad y uno de los parques urbanos más grandes del mundo. Tiene una extensión de 722 hectáreas, alberga al zoológico nacional, museos, lagos y piscinas. Es el lugar propicio para hacer deporte y respirar oxígeno puro. Y también para recargarse de energía y de paz en el alma.
“Es como vuestro Monserrate”, recuerdo que me había advertido mi amiga Francisca, quien conoce y adora ese rincón bogotano.
En la cumbre del cerro se impone una imagen de 22 metros y 36 mil kilos de la Inmaculada Concepción. La virgen, patrona de Chile, representa el principal símbolo de la ciudad. Es blanca y tiene los brazos abiertos, al estilo del Corcovado de Río de Janeiro.
Muy cerca, en la capilla de la Plaza Vasca, están las esculturas bronceadas de los dos santos chilenos: Santa Teresa de Los Andes y San Alberto Hurtado, ambos canonizados por Juan Pablo II.
Si usted va a Santiago, también tiene que conocer algunas expresiones muy tradicionales y muy simpáticas. Chilenismos.
Óscar, amigo de mi amiga Francisca y quien nos acompañó en la comida, dice esto, en forma de pregunta:
-“¿Cachai?”
Es la forma de preguntar si, el otro, comprende lo que se está diciendo, explica él. Cachas, pero con una i al fina, y sin la ese.
-Sí, ya entendí, o cacho, mejor, le respondo.
También está la expresión ‘po’, que se usa para enfatizar algo que resulta evidente o que ya fue dicho, después de una frase. Es como el pues, que se suele usar en Colombia.
Y para preguntar ¿cómo estás?, lo dicen así: ¿Comostai?
Llego al hotel y la recepcionista indaga, amablemente, por mi visita.
-“¿Comostai?”, pregunta.
-Muy bien, que bella y sorprendente es esta ciudad. Creo que podría vivir aquí. ¿Cachai?
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