Palenque, un pueblo tejido en trenzas


Esta población del Caribe colombiano rompió las cadenas de la esclavitud gracias a los mapas de fuga que tejieron las mujeres en sus trenzas. Hoy, los peinados siguen siendo parte del legado africano que convirtió a Palenque en patrimonio de la humanidad.



Publicado en la revista Carrusel el 19 de agosto de 2011.

San Basilio de Palenque es un pueblo ardoroso que parece congelado. En el parque, frente a una iglesia pequeña pintada de descoloridos azul y rosado, se impone el monumento al gran cimarrón que se atrevió a desafiar a la corona española en el año 1600 y que convirtió a Palenque en el primer pueblo libre de América: Benkos Biohó. (Haga clic aquí para ver una galería de imágenes)
La imagen del negro nace desde la cintura de un pedestal mohoso. La mano derecha la tiene erguida, como queriendo alcanzar algo; en la izquierda, empuña el eslabón de una cadena rota. Su rostro es de victoria, pero también de dolor.
A dos cuadras del monumento queda la casa de Emelina Reyes, una mujer pequeña y de apariencia frágil, de 56 años, que habla con una voz carrasposa. Ella, al igual que todas las mujeres y niñas palenqueras, lleva una trenza que amansa el pelo arisco. Pero la suya, como el resto trenzas que se ven por ahí, no es producto del azar.
"Esta se llama la 'puerca paría', por el poco de hijitos que tiene", suelta la mujer; agacha la cabeza y describe la obra que ella misma elaboró con maestría: pequeños globitos de pelo distribuidos adelante, atrás, al frente y a los lados, como si fuera un racimo de cerditos amamantándose de la madre.
Emelina es de las trenzadoras más famosas y antiguas de un pueblo que, literalmente, fue tejido con el pelo de sus mujeres y que conserva viva la tradición ancestral de los peinados. "Yo no fui a estudiar, eso no se usaba en mi época; pero desde pequeña me enseñaron que las trenzas son una forma de ser libre", cuenta ella que es madre de seis hijos -dos muertos -, vendedora de cocadas y voz líder de Las alegres ambulancias de San Basilio de Palenque, un grupo musical que interpreta bullerengue y lumbalú, este último, un ritual africano para despedir a los muertos.
La historia, ampliamente documentada, le da toda la razón a Emelina cuando se refiere a la trenzada libertad. Benkos, el héroe de la estatua, no estuvo solo en su gesta contra la esclavitud. Sin su mujer, Wiwa, y sin otras esclavas, no hubiera podido escabullirse desde Cartagena por entre las faldas de los Montes de María hasta llegar al lugar donde hoy se levanta Palenque, como es conocido este corregimiento del municipio de Mahates (Bolívar), de cerca de cuatro mil habitantes.
El camino a la libertad lo tejieron las esclavas de una forma muy particular: en su pelo, a través de las trenzas. Eso lo argumenta Emilia Valencia Murraini, presidenta de la Asociación de mujeres afrocolombianas (Amafrocol), quien desde hace 30 años investiga todo el entramado de los peinados de las palenqueras.
Como ellas no estaban tan vigiladas -narra Emilia-, podían husmear por los caminos que recorría el amo. Divisaban el paisaje, los ríos, las montañas y las tropas del ejército español. Y en su pelo tejían lo que veían, a través de mapas de huida en marañas trenzadas, delimitando los senderos transitados. De esta manera los esclavos, liderados por Benkos, planearon la fuga, armados de lo que sería una brújula peluda.
"Los españoles jamás pensaron que los esclavos podían huir y menos que las negras los pudieran engañar de una forma tan sencilla: con el pelo", cuenta Basilia Pérez Márquez, licenciada en administración educativa y representante de la Asociación de mujeres raíces de Benkos. "De ahí, todos esos peinados que aún sobreviven en la cultura palenquera", sigue la mujer, luciendo un pelo rojo esponjoso, atrapado en una trenza en forma de corona.
Basilia es la secretaria del colegio del pueblo, donde a las 10 de la mañana suena la campana del recreo. Todas las niñas llevan un peinado especial. Unas juegan en medio del alboroto y otras pasan el tiempo acicalándose entre ellas los peinados.
Pero el pelo de las palenqueras también sirvió de botín, cuenta Basilia. En sus cabellos enredados, las esclavas escondían pepitas de oro que lograban escarbar en su trabajo en la minería durante la Colonia. También escondieron en su capilaridad semillas que después sembraron en el que sería su pueblo, garantizando de esa forma la seguridad alimentaria para la comunidad. "Fueron brillantes las primeras palenqueras", concluye Basilia.

Un inventario trenzado
Emelina Reyes peina a una de sus vecinas. Es común ver, afuera de las viviendas, a grupos de mujeres (abuelas, madres, hijas, amigas), matando el tiempo, en un pueblo donde todo parece transcurrir a destiempo, mientras se peinan las unas a las otras. De ahí que todas dominen el arte del trenzado, con sutil maestría, desde los primeros años.
La mujer teje un 'bordebalay': una especie de nido en la mitad de la cabeza que se desprende en cuatro partes, recreando la orilla del balay, un instrumento hecho en iraca en el que los campesinos secan al aire el arroz y el maíz.
Ereilis Navarro ha observado la escena muchas veces. Ella es una docente e investigadora barranquillera que se ha encargado de estudiar el significado de las trenzas de este caserío que, en el año 2005, fue declarado por la Unesco, Patrimonio cultural inmaterial de la humanidad y se reconoció el título del primer pueblo libre de América y su herencia africana, que se conserva intacta en diferentes costumbres, entre estas, la lengua: el palenquero (perteneciente a la familia lingüística bantú).
En todo este trabajo, Ereilis armó un inventario con 60 clases de peinados, cada uno con un significado especial. Menciona algunos: el 'hundiíto', un diseño inspirado en la topografía de las montañas (alusivos a las rutas de escape); los 'borreguitos', que es el reflejo del sometimiento de los esclavos; las 'carreítas', una secuencia de filas que ilustran los caminos de la región; el 'lío', porque no se sabe dónde comienza ni donde termina, y la 'puerca paría', símbolo de prosperidad.
La investigación de Ereilis, morena de abundante cabellera y finas trenzas, será publicada en un libro, a finales de este año, y se titulará Motia ri majaná ri palengue, que significa, en la lengua palenquera, "peinados de la gente de Palenque".


La primera peluquería
Lo extraño es que en un pueblo que surgió de la nada gracias al pelo de sus mujeres, y donde todas lucen elaborados peinados, no hay una peluquería.
María de los Santos Reyes es la vicepresidenta de la Asociación de mujeres raíces de Benkos, que nació hace apenas un año con el objetivo de mejorar la calidad de vida de las palenqueras a través de capacitación y proyectos productivos.
Actualmente, cuenta María, trabajan en la consecución de recursos para hacer realidad el sueño de la mayoría de palenqueras: un salón de belleza con todas las de la ley, donde los turistas sean peinados por ellas, en un negocio que permita sacarle provecho a su legendario talento.
Juana Erazo tiene 25 años y una piel de ébano. Estudia licenciatura en pedagogía gracias a una beca, está casada y es madre de un niño de 6 años. Ella pica y vende frutas, y también teje trenzas. Pero ahora se dispone a que la peine su amiga María Hernández. Por eso, camina hacia su casa con dos metros de pelo sintético en las manos, que le costaron 12 mil pesos. Sí, los peinados palenqueros han evolucionado gracias a los postizos, que están imponiendo una nueva generación de trenzas.
Las manos de María se mueven con laboriosidad sobre la cabeza de Juana, como esculpiendo una obra de arte en filigrana. Casi ni mira lo que le está tejiendo, que en esta ocasión es el peinado de moda entre las jóvenes: la 'cachetada'.
"Se llama así porque quedan varios dedos de trenzas, de lado, sobre la frente, como si fuera una cachetada. Se hace encima del cabello, con pelo sintético, porque ya ves que el pelo de nosotras no da para esto", explica Juana, cogiéndose un pelo alborotado y eléctrico que le llega hasta los hombros, listo para recibir el postizo.
Después de media hora, Juana queda bellamente peinada. Camina por las calles sin pavimento de Palenque ondeando las trenzas -que le llegan hasta la cintura- al vaivén de sus caderas; orgullosa de su pelo y de su libertad.


Protagonistas y líderes de su historia
El papel de la mujer en la sociedad palenquera ha sido fundamental. Son ellas las que crían a los hijos y las que salen a vender lo que cultivan sus maridos. Incluso, hay una creencia respaldada por unos y rechazada por otros: Que las mujeres son las que sostienen a los hombres.
"Me pregunto, hoy después de tantos años, qué tan libre es Palenque y qué tan libres somos las palenqueras", dice con cierta preocupación Antonia Pérez, gestora social del programa gubernamental Red juntos, al hablar sobre las pocas oportunidades de educación y empleo, y al machismo que sigue predominando.
Por eso, cuenta Antonia, trabajan en la creación de una cooperativa para comercializar, incluso fuera del país, las cocadas, alegrías, enyucados y los demás dulces que ellas elaboran.
"Nuestra gran problemática es la falta de trabajo. Muchas mujeres tienen que abandonar a sus familias, durante varios meses, para irse a vender cocadas a Cartagena y a otras ciudades, incluso a Venezuela", lamenta la líder comunal María de los Santos Reyes.
La mujer cita el ejemplo de las pintorescas palenqueras de Cartagena, con sus vestidos de colores y poncheras rebosantes de frutas sobre sus cabezas, que sobreviven gracias a lo que los turistas les quieran dar a cambio de una foto para el recuerdo. También a aquellas que ofrecen trenzas en las playas, muchas veces, con la indiferencia de los turistas.

'Soy Kim, la niña de la foto de Vietnam'

Viene a Colombia Kim Phuc, la niña que se hizo famosa tras ser quemada con napalm, y que ahora lucha por los niños víctimas de la guerra.




José Alberto Mojica Patiño

Redactor de EL TIEMPO

17 de agosto del 2011


Kim Phuc se hizo tristemente famosa debido a la guerra de Vietnam. La imagen de la niña de 9 años que huía del bombardeo a su pueblo con napalm, gritando de dolor por las quemaduras en su cuerpo, le dio la vuelta al mundo.

Han transcurrido 39 años desde el 8 de junio de 1972, día en el que Kim se convirtió en un símbolo de la guerra de Vietnam. Todo gracias a la imagen captada por el reportero Nic Ut, quien no solo tomó la foto -que más tarde le daría el Premio Pulitzer-, sino que la salvó de la muerte llevándola a un hospital.

Los médicos no le daban esperanzas de vida. Tenía quemaduras de tercer grado en medio cuerpo. Después de varias cirugías, logró salir adelante. Sin embargo, durante mucho tiempo fue perseguida. La usaron como un símbolo de la guerra.

Hoy, asegura que gracias a Cristo se sanaron sus heridas del cuerpo y el alma. Vive en Canadá con su esposo y sus dos hijos adolescentes, desde donde dirige una fundación que ayuda a los niños que son víctimas de la guerra en todo el mundo. Como embajadora de buena voluntad de la Unesco, viaja por diferentes países llevando un mensaje de paz y tolerancia.

En Bogotá ofrecerá una conferencia el próximo 23 de agosto (véase recuadro). En un español a medias -que aprendió mientras estudiaba medicina en Cuba-, respondió una entrevista telefónica a EL TIEMPO.



¿Cómo recuerda lo sucedido?

Tenía 9 años, había terminado el tercer grado. Mi familia y yo llevábamos escondidos tres días en un templo, por los bombardeos de Vietnam del Sur. Al tercer día, después del almuerzo, vivimos un atentado de humo de color rojo: nuestra aldea iba a ser bombardeada. Nos dieron la orden de correr, de huir.

¿Cómo fue esa huida?

Los niños salimos corriendo primero, los adultos iban detrás. Íbamos corriendo cuando vi un avión volando muy rápido. Yo paré y miré el avión. Y yo vi muy claro cuatro bombas volando y escuché una explosión. Alrededor de mí no vi ninguna persona, solamente había fuego, y vi el fuego en mi cuerpo.

¿Qué hizo en ese momento?

Yo utilicé mi mano derecha para apagar el fuego en mi brazo izquierdo, así que me quemé también mi mano derecha. Mi ropa empezó a quemarse y me la quité como pude. Tenía miedo y recuerdo todavía que pensaba que, con esas quemaduras, iba a ser muy fea. Gracias a Dios, mis pies no se quemaron y yo tenía capacidad para correr por entre el fuego. Gritaba: 'quema!, ¡quema!'.

¿Qué pasó con los otros niños?

Yo corría con mis hermanos, con mis padres y con mi abuela, que cargaba en brazos a un primo de 3 años. Dos primos murieron, de 3 y 9 años, y una tía se quemó. ¿Supo que la fotografiaban? Nunca me fijé que ahí estaba el fotógrafo (Nic Ut), que fue el que me rescató y me llevó al hospital. Después de eso me hice muy amiga de Nic, no hemos perdido contacto.

¿Cómo fue su recuperación?

Pasé 14 meses en el hospital. Volví a casa, hasta que descubrieron que yo era la niña de la foto. El Gobierno me sometió a largas entrevistas, grupos comunistas me hicieron participar en películas de propaganda política, fui obligada a dejar la escuela. Era un símbolo de la guerra. Mi vida era un tormento.

¿Cómo huyó de tanta presión?

En 1982, estudiaba medicina en Saigón y, por desgracia, funcionarios del Gobierno se enteraron de que yo era la niñita de la foto y me buscaron, querían que trabajara con ellos como símbolo. Yo solo quería estudiar. Les rogué que me dejaran tranquila y me prohibieron seguir estudiando. Solo deseaba morir, era una joven de 19 años sin esperanzas. Fue una infamia.

¿En qué momento su vida empieza a mejorar?

En 1986 viajé a Cuba a estudiar; allí conocí a Bui Huy Toan, un vietnamita con el que me casé, en 1992. Ahí, mi vida empezó a brillar; además, empecé a conocer a Dios.

¿Cómo nace su fundación?

Decidí que mi sufrimiento no fuera en vano. Si era símbolo de la guerra, quería aprovechar eso para luchar por los niños que, como yo, han sufrido por la guerra. Hay muchos niños huérfanos y que se mueren de hambre en todo el mundo, y yo trabajo para que esos niños vivan mejor.

¿Qué sabe de la niñez colombiana?

Sé que los niños sufren de muchas cosas, por ejemplo, que los convierten en soldados desde muy pequeños, que los reclutan. Sé que hay muchos niños que tienen hambre y no pueden estudiar.

¿Tiene pensado apoyar algún proyecto en Colombia?

Hay en curso algunas iniciativas con fundaciones aliadas.

¿Por qué no vive en Vietnam?

Es mi país y allá está mi familia, viajo cuando puedo. Pero no puedo vivir allá porque soy la famosa niñita de la foto, y yo quiero estar tranquila. Acá, en Canadá, vivo muy feliz con mi familia y puedo trabajar en mi fundación. La otra cosa es el clima de Vietnam, allá hace mucho calor; cuando voy me pongo muy mal. Por las cicatrices no tengo poros en los brazos, la espalda y el estómago, no puedo sudar y me pongo muy mal.

¿Aún siente dolor?

Las quemaduras me afectaron el nervio. O sea, me quemé por dentro también. Normalmente no tengo dolor, pero cuando hay cambios fuertes de clima el dolor se vuelve insoportable.

¿Qué concluye de lo que le sucedió?

En lo profundo de mi corazón le doy gracias a Dios por haberme convertido en la fe. Yo creo que Dios me escogió para vivir ese testimonio para que mi vida tuviera un propósito. Todo lo que me pasó es un milagro. Si Dios me salvó, es porque ahora tengo que ser testimonio para ayudar a los demás, especialmente a los niños

El glorioso y olvidado gaitero

¿Qué le queda al más célebre gaitero colombianos tres años después de ganar un Grammy? Sólo la nostalgia de promesas incumplidas y el anhelo de una vida sin tanta agonía.

POR JOSÉ ALBERTO MOJICA PATIÑO
ENVIADO ESPECIAL
SAN JACINTO (CÓRDOBA)

San jacintero:
Recuerda los bailes nobles de tus abuelos,
los que bailaron la gaita y dejaron huellas sobre tu suelo.
(Extracto de Sabor a gaita, del compositor Adolfo Pacheco).

El objeto se ve extraño, exótico, como una pieza de museo fuera de su cofre de cristal. Su propietario se encorva lentamente y lo saca de la caja de cartón donde lo guarda, con recelo, para ponerlo encima de un mesón de madera raído que hace las veces de comedor.
Sus destellos dorados disparan hacia el piso de tierra húmeda que conduce hacia la cocina donde reposan cuatro ollas tiznadas -y vacías- sobre una estufa de gasolina.
Desde allí se asoma el patio donde una gallina negra escarba, inútilmente, buscando algún grano para comer.
En la casa del ganador de un Grammy, el gramófono suele ser lo más importante. Por eso su propietario, Manuel Antonio García Caro, ya no quiere guardarlo más debajo de la cama.
Toño, como lo conocen en San Jacinto (Bolívar), es uno de los gaiteros que en el 2007 obtuvieron el premio Grammy Latino en la categoría de mejor álbum folclórico. El mundo los vio pisando la alfombra roja en Las Vegas y codeándose con luminarias del espectáculo como Juan Luis Guerra, Gloria Estefan y Ricky Martin.
Después de desfilar con un grupo de indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, tocaron con la famosa agrupación puertorriqueña Calle 13, que subsidió su viaje.
La prensa internacional del espectáculo cubrió con asombro el triunfo de los tres campesinos colombianos que, vestidos de blanco, montados en sandalias y cubriendo sus cabelleras canosas con sombreros vueltiaos, se alzaron con el galardón.
Además de Toño, iban Nicolás Hernández y Juan Fernández, más conocidos como Nico y Juan ‘Chuchita’, con quienes conforma la gloriosa agrupación de Los auténticos gaiteros de San Jacinto desde hace casi cuatro décadas.
¿Tres años después, qué le queda a un ganador de un Grammy como Toño?
Muy poco. Solamente el recuerdo de esos instantes de gloria, varias promesas sin cumplir y, por supuesto, el gramófono, que es su más valioso tesoro. Nada más, aunque para él parece que fuera suficiente. La organización del premio no da dinero en efectivo, sólo el reconocimiento.
El maestro Toño no se queja ni juzga. Tampoco exige que le cumplan lo que le prometieron cuando le dio la alegría del Grammy a Colombia, el mismo galardón que han ganado otros artistas nacionales como Shakira o Juanes. La casita que le iban a construir, a él y a sus compañeros, todavía no tiene ni la primera piedra.
El hombre, que el pasado 6 de enero cumplió 81 años, vive con su esposa Candelaria y con una de sus tres hijas en un humilde rancho donde sólo dos de los tres cuartos tienen piso de concreto, que ya se agrietó; el resto es tierra. En su casa, como en todo San Jacinto, no hay servicio de acueducto ni de alcantarillado.
El agua la provee la lluvia. Tres baldes, con apenas un cuncho del líquido, sobresalen en el patio como esperando un milagro.
“Lo que quiero es hacer una piecesita directamente para el gramófono, para hacerle un nicho, para no volverlo a mover”, cuenta Toño con una voz suave y resignada.
Camina despacio rumbo al patio, dejando ver que el paso de las más ocho décadas que lleva a cuestas no ha sido en vano; atraviesa un corto pasillo ensopado y llega hasta el lote donde quiere levantarle una especie de museo al premio.
Señala el medio metro de pared que ha logrado construir con bloques de cemento y lamenta haber detenido la obra porque se le acabó el presupuesto.



Un santuario para el gramófono
“Lo estoy construyendo con lo poco que he podido ahorrar, de cuenta mía, ese trabajo lo estoy haciendo yo solo”, dice el hombre al contar que los tres millones de pesos que le dejó el último viaje internacional que hizo (a Londres, a comienzos del 2010), lo destinó a la construcción del ‘santuario’ para su gramófono y para pagar algunas deudas.
Su sueño es que los niños y los turistas, y todo el que quiera, pueda ir a su casa a conocer la dorada estatuilla. Ya no quiere prestarlo más al museo del pueblo, que se lo solicita cada vez que tiene alguna visita importante.
Toño García es el menor de 10 hermanos, de los que sólo queda él. Hijo de campesinos, se crió entre cultivos de maíz, yuca, ñame y tabaco en el caserío de Las Mercedes, a 25 kilómetros del casco urbano de San Jacinto, arrullado por el canto de las gaitas de los labriegos.
“No pude aprender a estudiar porque mi mamá se murió y me dejó de cinco años; a mi mamá le dio la muerte de un cáncer, una gravedad que no tenía cura. No aprendí a leer ni a escribir, sólo a firmar mi nombre”, evoca.
A los 13 años descubrió la fascinación por la gaita. Empezó por prestarle juiciosa atención al que más tarde sería su gran maestro, Manuel Mendoza. Poco a poco se fue convirtiendo en un aventajado aprendiz, y en uno de los músicos más solicitados para amenizar las parrandas de la región, de la mano de su mentor.
A los 19 años se casó y tuvo cuatro hijos, de los cuales murió uno pequeñito que nació muy enfermo. Hace 22 años murió otra de sus hijas, dejando a siete hijos a los que él no ha desamparado. Ninguno le heredó la vena artística y eso parece dolerle.
Tiempo después se desprendió de su vida de gaitero, que más que una carrera era la excusa para andar de fiesta en fiesta, chupando ron.
“Yo duré 20 años que me abandoné de la música, por cosas que se me dio de salir a caminar, a ver qué daba la vida, porque yo no conocía la vida”, recuerda Toño. Divagó por toda Colombia y Venezuela durante ese tiempo.
Pero en 1984 tuvo que volver. Su maestro había fallecido y él, como el mejor de sus pupilos, debía sucederlo. Regresó y retomó el trono de Manuel Mendoza, que lo convirtió en el que es considerado como el más célebre de los gaiteros colombianos.
Ha recorrido más de 20 países, en conciertos y en eventos de corte diplomático en el que ha representado a Colombia. Su gaita se ha escuchado en los escenarios más importantes del mundo, como el Madison Square Garden.
“Después de que fuimos ganadores del Grammy me he quedado esperando; si no ofrecieran, pues uno no se queda esperando”, suelta Toño y cuenta que el alcalde de turno, al igual que el Ministerio de Cultura de la época, les prometieron una casa a él y a sus amigos.
“Lo único que esperamos es que nos mejoren la vida tan siquiera con una casa para que yo, el resto de mi vida, lo pueda pasar quieto; ya se ha agonizado mucho”, dice Toño, ahora sí en tono nostálgico.
Nunca amasó una pensión y las invitaciones a los eventos internacionales se han reducido. Y en estas, cuenta, nunca le han pagado lo suficientemente bien. Sin embargo, aclara que sin esos viajes no hubiera podido levantar su rancho.
Su salud está bien, pero la de su esposa no tanto. Hace poco perdió un ojo y la atención que reciben por el régimen subsidiado de salud también se queda escasa.
“Me hace falta un tratamiento para recuperar unos años, porque yo todavía ando, todavía trabajo, yo hago la gaita; no tengo una entrada fija”, añade el hombre al hablar de la elaboración del legendario instrumento como una ayuda para su subsistencia.

Cambia sus gaitas por comida

El ilustre y viejo gaitero, que ha puesto a bailar a franceses, suizos, españoles y estadounidenses, debe adentrarse en el monte para conseguir la madera verde que hoy tiene arrumada en la casa y que aún huele a pino recién cortado; es un cactus al que tiene que sacarle el corazón y pelarle las espinas; lo seca bajo el sol para después abrirle las notas musicales con una varilla caliente.
Haciendo una gaita, después de tener el palo seco y los materiales listos (carbón vegetal y cera de abejas), tarda un día.
Y lo que le pagan es una humillación: entre 15 y 20 mil pesos por el par de gaitas (macho y hembra), que vende en las tiendas de artesanías de San Jacinto, al lado de las famosas y coloridas hamacas que caracterizan a esta calurosa población de la costa colombiana de 25.000 habitantes.
“Y si no las vendo, tengo que cambiarlas por comida”, reconoce con una voz que parece que se le fuera a apagar.
“Cuando las vendo bien vendidas, las vendo a 50 mil el par; ahí es cuando uno puede vivir un poco mejor”, cuenta él y revela que el honor de ser buena paga le permite sacar fiado en las tiendas del pueblo cada vez que se queda sin dinero. Todo lo que se cocina en su casa se trae el mismo día, casi siempre fiado; nunca hay plata para hacer mercado.
-¿Qué le preocupa?
-Poder terminar esta construcción y que yo sepa que me puedo acostar por ahí sin tanto desespero; para que el día que me toque morirme, me pueda ir alegre. De todo cuanto tormento he podido pasar, los he pasado; tengo una edad en la que ya no es justo seguir batallando tanto.
Jorge Quiroz, coordinador de cultura de San Jacinto, cuenta que desde que los gaiteros se ganaron el Grammy le han pedido ayuda al Ministerio de Cultura y al Viceministerio de Vivienda para construirles sus viviendas.
“Hemos hecho toda la gestión para que a los maestros se les provea de una vivienda digna. Le escribimos, incluso, al expresidente Álvaro Uribe y no se ha logrado nada”, cuenta el funcionario al explicar que el Gobierno nacional no les ha atendido esa solicitud y que el suyo es un municipio muy pobre.
Lo único que han podido hacer, con ellos, es darles subsidios de 150 mil pesos mensuales a cada uno (a través del programa de adulto mayor del Estado), mercados y la afiliación al Sisbén.
Juan ‘Chuchita’ tiene 79 años, mide 1.62 de estatura, tiene el cuerpo menudo y siempre sonríe; padre de cinco varones, es el cantante de la agrupación. Solo canta: la artritis ya no lo deja tocar la tambora.
“Mi casita es de bahareque, como en los tiempos antiguos. Espero a ver si me ayudan a hacer mi casita de material”, cuenta el hombre y puntualiza: “Del Grammy sólo me quedó el aparato”.
Además de los viajes al exterior, Juan ‘Chuchita’ toca con diferentes agrupaciones folclóricas para conseguir el sustento. También se queja de que en los viajes internacionales no le han pagado lo que él cree que se merece.
Lo que sí reconoce es que le han llegado las regalías por la venta del disco, Un fuego de pura sangre, el mismo que les permitió obtener el galardón.
Pedro Fernández, gestor cultural de la población, cree que la situación de los gaiteros se debe a que no tienen quién los represente y los defienda.
“Ellos son analfabetas y por eso se aprovechan, les dan lo que quieren en los contratos”, dice Fernández y explica que ellos, como no tienen un representante, tocan con quién se los les pide. Según él, la situación de Nicolas Hernández, el tercero de los gaiteros, es similar a la de Toño y Juan ‘Chuchita’.
“Los maestros no saben hacer cuentas, son muy humildes y conformistas”, sigue el hombre al hacer una acertada reflexión, que deja claro que son hombres humildes que han andado por la vida sin mayores pretensiones: “Los gaiteros hacen música porque les sale del alma, no por negocio”.
Sentado en una silla de madera, en el zaguán de su casa, Toño Fernández saca su larga gaita, de casi un metro. Se la lleva a la boca y sus dedos se deslizan dándole un sonido especial a cada soplo.
Toca Sabor a gaita, del compositor sanjacintero Adolfo Pacheco, una melodía que suena a nostalgia. Cierra los ojos, como despachando el alma en cada nota.
-¿Ha sido feliz, maestro?
-Sí, de todos modos valió la pena ser músico; he tenido mucho roce, muchos viajes que no esperaba, y he tenido la oportunidad de conocer la vida.

Prisioneras de Dios



Las monjas de clausura llevan una vida de encierro perpetuo, silencio y oración. Envejecer tras las rejas, sin contacto con el mundo, dicen que es un privilegio. Para ellas, la mortificación y las precariedades son un gozo divino.

José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO
21 de abril del 2011

Parece un pajarito enjaulado. Su juventud se refleja en un rostro de piel fresca y mejillas encendidas. Tiene apenas 20 años y ha escogido una vida de encierro, pobreza, silencio y sometimiento, desprendida de todo lo terreno.
Las monjas de clausura llevan una vida de encierro perpetuo, silencio y oración. Envejecer tras las rejas, sin contacto con el mundo, dicen que es un privilegio. Para ellas, la mortificación y las precariedades son un gozo divino. No volverá a pisar la calle, a menos que sea estrictamente necesario; una cita médica, por ejemplo.
A su familia sólo podrá verla una vez al mes, durante una hora y al otro lado de una reja. Tal vez no vuelva a ver a sus amigos. Sin embargo, Diana Marcela Manrique se ve rozagante, plena; resulta difícil comprender su dicha en medio de tal enclaustramiento.
"Mi familia no estaba de acuerdo: decían que era muy joven para tomar esta determinación. Pero yo estaba y estoy segura de que lo más bonito que puedo hacer es entregarle mi juventud al Señor", dice la muchacha con una voz dulce, al explicar que ser monja de clausura fue la misión que Dios le impuso después de asistir a un retiro espiritual.
Por eso abandonó sus estudios de enfermería y sacrificó la compañía de su familia. Ella es una de las 33 religiosas de la Orden de la Visitación de Santa María, comunidad fundada en Francia hace 400 años y presente en Bogotá desde 1918. La menor tiene 18 años y la mayor, 96.
El convento está ubicado en el sector de Bosa, en Bogotá, donde las hermanas crían gallinas, tejen ornamentos para curas y hornean pan: todo, para sostenerse y para darles alimento a 70 familias pobres. La joven, que no se acostumbra a levantarse a las 4:30 de la mañana, está en el aspirantado, la primera etapa de un proceso que tarda cinco años; sólo entonces podrá demostrar que realmente tiene la vocación para vivir en clausura perpetua.
Y aunque apenas lleva dos meses y medio, asegura que no está allí por un impulso sino por convicción. Su madre, Margarita, no puede evitar que la voz se le desgarre cuando reconoce que su hija ya no es suya sino de Dios.
Y eso la regocija en medio del vacío de no tenerla a su lado. Este paso inicial dura seis meses y es, según la hermana Rosa de María, la madre superiora, el primer coladero. Según sus cuentas, seis de cada 10 desisten en este filtro. "Se van porque les impactan el silencio, la soledad y el sometimiento", cuenta Rosa de María, una tolimense que hace 31 años, sin consultarlo con su familia ni con su novio, entró al convento del que sólo ha salido unas pocas veces para ir al médico.
"Jesucristo es la razón de estar tras las rejas. Somos prisioneras de Dios; no estamos aquí por propia elección: Dios nos ha llamado". Y sigue: "Cristo lo dio todo por la humanidad; nosotras le entregamos la vida a Él", cuenta y resume la misión de las monjas de clausura en una sola palabra: orar. "Oramos por la humanidad, por los ricos y los pobres, por nuestros hermanos guerrilleros. Todos somos hijos del mismo Padre", suelta la religiosa como si estuviera narrando un cuento de hadas. El chirrido de un timbre las levanta a las 4:30 a.m.
Tienen una hora para estar listas y se encuentran en la capilla para una primera alabanza. La misa es a las 7:00 y sigue el Santo Rosario; desayunan y, mientras las novicias estudian, las mayores se concentran en el aseo del convento, el cuidado de las hermanas enfermas, la panadería y el gallinero.
Después del almuerzo vuelven a orar y por las tardes reciben clases de historia de la Iglesia, de violín, piano y canto, francés y enfermería.

Enviudó y se hizo monja
El nombre de pila de María Magdalena es Lucía Espinosa, ingeniera sanitaria boyacense. Es la ecónoma del convento y escogió llamarse así cuando ingresó a la comunidad, hace tres años y medio, inspirada en la figura bíblica de la mujer pecadora que restauró su vida después de conocer a Jesús. Cada hermana -explica- escoge su nombre religioso.
Ella es una de las dos monjas viudas que hay en esta orden, una de las pocas que reciben a mujeres en esta condición y que no limitan la edad de ingreso. Su esposo falleció un mes y medio después del matrimonio, y ocho meses más tarde decidió ser monja. "No fue una salida al duelo, pero Dios se ha encargado de repararlo todo en mi vida", dice. Al principio, su familia no entendía cómo iba a ser capaz de renunciar a su vida profesional para encerrarse en un convento.
Ella contestó que sólo estaba respondiendo a un llamado divino que había esquivado durante mucho tiempo. "Las monjas de clausura somos el corazón de la Iglesia: nadie nos ve, pero somos el motor. Nadie lo sabe, pero con nuestras oraciones y sacrificios fortalecemos a la Iglesia y al mundo entero", comenta.
Un fuerte olor a piso recién encerado se filtra por los pasillos del convento y llega hasta el locutorio, donde transcurre esta entrevista en un ambiente ceremonioso. Hay cuatro lugares como estos, cada uno con cinco sillas, divididos por rejas pintadas de café, que apenas permiten el contacto con las manos entre las hermanas y sus familiares; tres locutorios están en el primer piso y uno más en el segundo para las monjas de edad avanzada.
Como María de Sales, de 96 años, la mayor de todas y prima de la beata colombiana Laura Montoya. Nadie puede pasar al otro lado: santuario inviolable. Cada una duerme en un cuarto pequeño al que ellas llaman celda, y en el que sólo caben una cama de 80 centímetros de ancho, un armario y una mesita de noche donde reposan los elementos de aseo personal; en las paredes, blancas, cuelgan un crucifijo y una imagen de la Virgen María.
Desde el locutorio se aprecia una imagen solemne: caminan despacio, con la mirada hacia el piso lustroso. No pueden hablar, como una amiga que se encuentra con otra. Si se topan, apenas inclinan la cabeza en señal de respeto al ángel de la guarda que, según sus creencias, pasa al lado de cada una de ellas.
Y como el silencio es ley, crearon un código a través del tañido de las campanas. A cada religiosa la llaman con un número determinado de campanazos. Suenan tres: buscan a Rosa de María, que antes de irse cuenta que sólo tienen vida social (conversar o tejer) durante una hora, en las tardes.
Los domingos juegan un partido de baloncesto; otras se entretienen en un cotejo de parqués o lanzando bolos. Johanna Roa se enclaustró hace tres meses. Tiene 25 años y es técnica en producción de información del Sena. Trabajaba en un call center y tenía novio hace 7 años, un ex seminarista con quien planeaba casarse y que se enteró de su decisión tras recibir una insospechada carta. Sin pensarlo, él fue quien la impulsó a enfundarse en el hábito negro con blanco que hoy luce con reverencia.
Un par de años atrás le regaló un libro de santa Teresita de Jesús, que le hizo despertar la vocación religiosa que anidó desde pequeña, cuando era colaboradora de la parroquia de su barrio en el sur de Bogotá. Así fue como Johanna abandonó todo para seguirle los pasos a su santa favorita. "Siento en mi corazón que aquí es donde yo debía estar desde hacía mucho tiempo; le di muchas largas al llamado de Dios; ya sé lo que es el mundo", relata emocionada.
Desde que entró al convento tiene dos clamores especiales. El primero: que pueda encontrarse con su familia en el cielo, ya que aquí no podrá estar con ella. Y el segundo, que su ex novio se la arranque del corazón y vuelva a los caminos de Dios.
Al igual que sus compañeras, la dolorosa ausencia de la familia la compensa orando por su bienestar. No reciben nada a cambio y tampoco tienen cómo amasar una pensión y menos una EPS. La salud la reciben a través del régimen subsidiado o Sisbén. Y, en ocasiones, si los ingresos disminuyen, pasan necesidades. Todo y nada en nombre de la fe.
La otra viuda es Aurora Durango o Juana Francisca. Acogió el nombre de la fundadora de la orden, la francesa Juana Francisca Fremiot, hoy santa de la Iglesia y quien después de enviudar, con cinco hijos, no sólo decidió ser monja sino que conformó su propio ministerio.
Su historia es similar: a sus 90 años, viuda hace 16, tiene 8 hijos, 22 nietos y 7 bisnietos que le suplican que se despoje de los hábitos y vuelva al seno familiar.
Ella, en clausura desde hace 14 años, se rehúsa. María Bernardita tiene 80 años, 60 de monja. Lo único que espera es morir en la gracia de Dios, satisfecha por haberle entregado su vida.
-Hermana: ¿no siente que se perdió de muchas cosas, allá afuera?
-Usted no se imagina de todo el gozo que se pierden ustedes al no estar aquí adentro.

'Soy mucho más que un discurso interrumpido'



Roberto Mejía, un joven caleño, ha aprendido a sobrellevar las cargas que le impone la tartamudez en una sociedad que no tiene paciencia para escuchar. Cree que la cinta 'El discurso del rey' ha servido para visualizar un tema tabú.

José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO
11 de marzo del 2011
Cinco segundos. Los labios de Roberto empiezan a tiritar. Diez segundos. Le sale una M larga (antepone esta letra como estrategia para ayudarse en su limitación), frunce el entrecejo y los ojos disparan una mirada filosa; los músculos de la cara le brincan. Quince segundos. No logra escupir ni una sola sílaba, sigue alargando la eme. Intenta, ahora, encogiendo el abdomen y los hombros hacia adelante. Aprieta la mandíbula. Se ve angustiado, como si estuviera peleando consigo mismo.
Veinte segundos: Roberto, por fin, logra romper el silencio: "La vida de una persona con tartamudez es una lucha con las palabras, con un demonio al que es mejor no despertar", pronuncia, de manera interrumpida. -¿Un demonio? -Sí, un demonio porque tiene vida propia. Uno no sabe cuándo va a atacar.
Roberto Mejía, diseñador industrial y estudiante de administración de empresas, lo ha intentado casi todo -infructuosamente- para tratar de vencer la tartamudez. De niño lo llevaban dos veces por semana a terapias con psicólogas y fonoaudiólogas. Entonces, recuerda, no era un problema. "Era un niño y no entendía lo que me pasaba", cuenta este caleño de 24 años.
En la adolescencia, además de los tratamientos, empezó a practicar técnicas de relajación, acupuntura y, más adelante, programación neurolingüística. En las artes marciales, que practica hace ocho años, encontró el mejor espacio para liberar sus cargas.
Hace unas semanas, cuando estrenaron El discurso del rey, fue a ver la cinta con su madre. Ella, dice, ha sufrido tanto como él. Ambos salieron llorando al ver el drama de Jorge VI, el rey que padeció sus mismos problemas. La película le gustó, sobre todo porque puso al mundo a hablar de los tartamudos, una situación -dice- invisible.
"Como el rey, tengo mucho que ofrecer aunque no sea buen orador". Lo único a lo que se ha resistido es a la técnica de Demóstenes, que consiste en hablar en voz alta con piedras embutidas en la boca. Todo lo que ha intentado le ha servido para amansar sus gestos, pero ya se convenció de que su mal no tiene remedio.
"Ninguna persona con tartamudez se ha curado, porque no es una enfermedad. Se controla, pero no se soluciona del todo". Ya no quiere más ayudas. "Ya acepté que esto es irremediable ", dice, y explica que más que resignarse, aceptó su condición. Porque es eso: una condición que le impide comunicarse de manera fluida, sobre todo en momentos de presión, como cuando debe hablar en público o con un desconocido, o cuando tiene que contestar el teléfono.
La predisposición lo paraliza. El calificativo de tartamudo le choca. "Yo soy mucho más que un discurso interrumpido". Si tiene que rotularse, prefiere ser entonces una persona que tartamudea "a veces". Y así es: mientras transcurre la entrevista y surge un poco de confianza, habla sin talanqueras.

Su lucha con las palabras
Casi no tartamudea cuando está con sus amigos -pocos, pero buenos-, con su mamá o con su novia, una psicóloga con con quien no necesita palabras. Incluso, ha pasado semanas enteras sin tartamudear. Sin embargo, el demonio que dice tener dentro se despierta, en este caso, cuando se le pregunta sobre los orígenes de su problema. De su boca sale un ronroneo de gato antes de lograr contar que su tartamudez se debe a tres factores: uno, genético: su abuelo tartamudeaba.
El segundo, psicológico: un episodio familiar. Y uno más, el social. Es decir, las reacciones y el rechazo que ha recibido toda su vida.
En el colegio le gritaban "metralleta" o "Ro-ro-ro-berto". Lo más traumático sucedía cuando tenía que exponer en clase. Tuvo ganas de retirarse y llegó a entrar en fuertes depresiones. En la adolescencia se complicó, pues se llenó de ansiedad. Quería ser como sus amigos, pero no podía; se acercaba a las jovencitas que le gustaban y estas lo rechazaban. Tuvo su primera novia a los 22.
En la universidad también fue difícil, tanto que se cambió de carrera -de ingeniería a diseño-. Lo que más lo frustraba era esforzarse haciendo grandes trabajos y no poder socializarlos, y recibir malas notas por eso.
Hay situaciones con las que ha aprendido a lidiar. Por ejemplo, las reacciones de terror de sus interlocutores al escucharlo, que no saben si sostenerle la mirada; que infieren lo que va a decir y lo interrumpen, o que quisieran darle un golpe en la espalda para desatorarle el habla.
Sin embargo, lo que más le duele es que -incluso sus allegados- no quieran hablar con él, que le digan que se relaje y que vuelva después, cuando esté más tranquilo. Muchas veces prefiere guardar silencio. Eso lo hace muy infeliz.
"Entiendo que la gente se estrese y que reaccione así", dice al confesar que la principal lección de vida se la dio una de sus psicólogas, que no solo se dedicó a escarbar sus miedos sino que le enseñó a mirar la vida con los ojos del amor. Y sigue: "Vivimos en una sociedad llena de afán, donde el tiempo vale oro. No hay tiempo para tenerle paciencia a una persona como yo".
Hay cosas que lo angustian de solo imaginárselas, como tener que pedir una ambulancia o enfrentar las barreras de seguridad en un aeropuerto. Suda de solo pensar en una entrevista de trabajo. Roberto ha buscado fundaciones donde pueda compartir experiencias. Cuando trata de hallar información en Internet solo aparecen chistes. Por eso, en Facebook, abrió el grupo Tartamudez Colombia, que busca integrar a personas en su misma situación.
"Se estima que el 1 por ciento de la población vive con tartamudez, pero solo hay 15 miembros en el grupo. Las personas como yo viven escondidas, con vergüenza".
Janeth Hernández, directora del programa de fonoaudiología de la Universidad del Rosario, corrobora que en el país no hay asociaciones dedicadas al tema, como sí las hay en otros países. Estas personas viven encerradas -según ella-, en una sociedad que no les da oportunidades. Hernández reitera las tesis de Roberto: en los problemas de habla intervienen factores biológicos, lingüísticos, psicológicos y sociales. Y aclara que, aunque no hay una solución definitiva, estos problemas sí pueden ser más llevaderos con tratamientos.
Roberto se ha vuelto experto en encontrar sinónimos y en obviar sonidos explosivos, con letras de mucha dificultad como la K, la T y la P. Antes de atragantarse con las palabras, las mastica. "Si debo decírtelo, antes pienso cómo decírtelo. A veces no puedo y debo tensionarme", dice, y explica que ese esfuerzo físico lo agota.
En medio de todo, cree que tartamudear tiene su lado positivo. Dice que el mundo cada vez se mueve más rápido y que en el afán de ser escuchados se nos olvidó escuchar. Y no solo eso, nos olvidamos de pensar antes de hablar.
"Pienso que la naturaleza es perfecta y dotó al ser humano con dos orejas y una boca. ¿Acaso no será para escuchar el doble y hablar la mitad?

Embajadoras de la arepa de huevo en París



Ana Tulia y Bleis ya saben leer gracias a un plan de la alcaldía de Cartagena. Irán a Francia, a presentar su libro 'La cocina criolla cartagenera de veddá veddá'.

José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de EL TIEMPO
25 de febrero del 2011

Ajá, esos franceses se van a volver locos con las arepas de huevo y con los chicharrones", dice con desparpajo Ana Tulia Gómez, y con su mano derecha rompe un huevo blanco y lo deposita entre el amasijo a medio cocer.
Tiene 65 años, nació en San Antonio de Palmito (Sucre) pero desde pequeña se la llevaron a vivir a Cartagena. Es alta y maciza, y tiene la piel del color del arroz con coco frito. La mujer, madre de tres hijos, muestra con orgullo el libro de cocina en el que, de su puño y letra, plasmó la receta de la elaboración de la arepa de huevo. Lo escrito se ve torcido con toda razón: hace apenas un año Ana Tulia no sabía leer ni escribir. Gracias a esa proeza, y a su buena sazón, se irá para París a demostrar por qué es considerada en Cartagena 'la reina del frito'.
Sí, los parisinos degustarán las arepas de huevo, las carimañolas, los patacones con queso rallado y el chicharrón en trocitos. ¿Cómo una humilde cocinera llegará a Francia con sus fritos? "Despacio y con buena letra", responde, acudiendo al dicho popular, en este caso muy oportuno. Esta historia se pasa por la publicación del libro Cocina criolla cartagenera de veddá veddá, una recopilación de 60 recetas autóctonas de un grupo de iletradas (empleadas domésticas, vendedoras ambulantes, tejedoras de trenzas en las playas), que superaron el analfabetismo gracias a un proyecto de educación para adultos de la Alcaldía de Cartagena y la fundación Transformemos.
El libro llegó a manos del Gourmand World Cookbook Awards, evento que cada año reconoce los mejores libros de cocina del mundo y que se realizará en París del 3 al 6 de marzo. Cuando los organizadores se enteraron de que era una propuesta gastronómica raizal, sumada a una iniciativa de desarrollo comunitario, les enviaron la invitación. Ana Tulia, quien montó su mesa de fritos en el barrio República de Chile hace más de 30 años para sostener a su familia, no viajará sola. La acompañará su amiga Bleis del Socorro Rosso.
Ambas fueron escogidas por ser dos aventajadas estudiantes y por sus dotes culinarias. Bleis es una mujer de apenas 1,50 metros de estatura, que sonríe con tanta facilidad, que resulta complicado comprender que la historia de su vida ha sido escrita con tanto dolor. De niña, Bleis y sus hermanos iban a una escuela en zona rural de Sahagún (Córdoba). Pero era muy lejos y a veces no alcanzaban a llegar.
Entonces, la pequeña Bleis nunca aprendió a leer ni a escribir; creció, formó un hogar con un jornalero de la región, tuvo un hijo y, en 1998, llegó a Cartagena huyendo de la guerra entre guerrilleros y paramilitares. Desplazada y con las manos vacías, con un hijo en brazos al que no tenía nada para ofrecerle, llegó al Manuela Vergara, uno de los tantos barrios marginales que no se conocen de la sofisticada Cartagena.
Quería trabajar. Pero, como no sabía leer ni escribir, sólo encontró empleo -relata-, como muchacha doméstica por días: lavando y planchando ropa ajena. También fue ayudante de cocina de restaurantes, pero sufría mucho cuando la increpaban, señalando: "Traiga eso, allá, lea el letrero", y ella no sabía qué hacer. Por eso, cuando hace un año le contaron del programa de alfabetización, no dudó en inscribirse. Desde entonces estudia por las noches y a sus hijos, de 9 y 16 años, los deja al cuidado de una amiga.

Despacio y con buena letra
Bleis recuerda que, cuando llegó a Cartagena, desterrada por el conflicto armado, entre los vecinos juntaban lo que cada uno podía aportar: yuca, plátano, ñame y, en escasas oportunidades, carne. "Era una sopa de todo; después, supe que se llamaba machucho". Precisamente esa receta fue la que plasmó en el libro. Aunque reconoce que, con educación, su vida y la de sus hijos serían menos precarias, Bleis piensa que nada ocurre por casualidad.
"Si hubiera estudiado antes, no me estaría pasando esto tan maravilloso", cuenta la estudiante de cuarto de primaria, de 38 años, que tiene planeado seguir el bachillerato e, incluso, entrar a una universidad. A Bleis, madre soltera, se le olvidan todos sus problemas cuando recuerda que pronto viajará a París.
A sus 55 años, Neris Pineda aprendió a escribir su nombre. Dejó de firmar con una equis y ya puede leer revistas y los carteles de los muertos. Ella, madre de cinco hijas, se suma a los 25 mil cartageneros que han salido del analfabetismo en los últimos dos años. "El arroz de melón no es común", escribe despacio en su cuaderno; repite la frase, sílaba por sílaba, y cuenta que esa es su receta.
"Si hubiera estudiado, hoy no estaría tirando trapero", cuenta la mujer, parada en la entrada de su humilde vivienda en el sector de La Boquilla. María Tuta es una boyacense radicada en Cartagena hace 15 años. Sólo estudió hasta cuarto de primaria y actualmente cursa el grado octavo de bachillerato. María ralla un coco (prepara un bagre en salsa de coco, su receta) y cuenta que decidió volver a estudiar porque su hijo, de cinco años, estaba en kínder y ya sabía más que ella.
"Me daba mucha vergüenza con mi niño ser tan ignorante", recuerda. Ahora, juntos hacen las tareas. La alcaldesa de la Heroica, Judith Pinedo, pica una carimañola, luego un chicharrón y después una arepa dulce, las delicias preparadas por Ana Tulia. Y sigue con el machucho preparado por Bleis.
"Yo había escuchado de este plato -el machucho-, pero acá dejaron de prepararlo hace mucho tiempo", dice ella, convencida de que el principal valor del libro es el rescate que hace de la cocina criolla tradicional, esa que no se ofrece en los restaurantes finos de la ciudad. Y lo más importante, recalca, es que son tan fáciles que cualquiera las puede preparar en la casa.
La alcaldesa reconoce que en Cartagena no existe un lugar donde los turistas puedan ir a manteles a disfrutar de los fritos ni de los platillos autóctonos de la tierra. Pronto llegará el primero. Tendrán su restaurante Además de que el grupo de cocineras avanza en su proceso educativo, crearon una cooperativa con el fin de levantar, entre todas, un restaurante con todas las de la ley. Ya tienen el lote para la sede, pero necesitan vender muchos libros para dotarlo.
Las últimas dos semanas han sido de un agite tremendo para las dos mujeres que representarán a Colombia con sus delicias en la 'Ciudad Luz'. Ya sacaron las visas y reciben clases de francés para que sepan qué contestarles a los parisinos después de que prueben sus bocados: merci, bonjour, bienvenue. Además de la ilusión del viaje, Ana Tulia y Bleis esperan que a su llegada puedan montar el restaurante.
Así, Ana Tulia ya no tendrá más que sacar su mesa de fritos y Bleis dejará de emplearse de por días.