El evangelio, según Don Jediondo
Al humorista Pedro González ahora le preocupa más agradar a Dios que a la gente. No contará más chistes verdes, pues se convirtió en evangélico y ahora sueña con ser pastor.


Publicado el 4 de marzo del 2012 en EL TIEMPO.
No es un chiste.
En un sueño, recuerda, se le apareció un viejito de barba, vestido de blanco, y le dijo con voz suave: "La respuesta a todos tus problemas está en el Evangelio".
¿Qué problemas puede tener un hombre con fama y prosperidad, que vive de hacer reír a los demás? Pedro González, más conocido como Don Jediondo, los resume así: estrés, depresión, insomnio, obsesión por el trabajo y las comodidades materiales, y ataques de pánico. 
Un espíritu vacío. Todo eso lo llevó a someterse a un tratamiento psiquiátrico durante más de un año. "Son demonios que se le tratan de meter a uno. No lo digo solo desde el punto de vista religioso: de verdad que se le meten a uno energías y cosas malas", narra Pedro con un tono sereno, muy distante de esa actitud dicharachera y espontánea que lo ha hecho famoso. 
Era un domingo, hace un año -calcula-, cuando al despertar recordó el sueño del viejo que le hablaba al oído, sugiriéndole la solución a sus angustias. Y ese día, dice, sintió un impulso especial, como un pálpito, y decidió -por fin- acompañar a su esposa y a sus dos hijos a la iglesia evangélica El Lugar de su Presencia, en Bogotá, donde su familia se congrega desde hace varios años.
"En la prédica, el pastor dijo que Dios le habla a uno a través de los sueños. Ahí comprendí que todas esas palabras tan lindas estaban dirigidas a mí", cuenta emocionado este humorista y periodista boyacense, de 48 años de edad, sobre el día en el que su vida empezó a transformarse.
"Lloré hasta la saciedad. Sentí una limpieza por dentro, una paz que no se puede describir. Y mi hijo me dijo: 'Hay fiesta en el cielo porque acabas de ingresar al reino de Dios' ", añade, convencido de que el hombre que se le apareció en el sueño era el mismísimo Dios, que le daba una clara señal para que buscara nuevos rumbos. 
No era el primer llamado. Cuando su familia se iba a la iglesia y él se quedaba solo viendo televisión, empezó a sentir cosas extrañas, que alguien caminaba en la casa haciendo ruido con el tacón de los zapatos. "Yo juraba que era católico, pero no vivía una verdadera espiritualidad. Ni siquiera iba a misa. Mucho tiempo evadí al Señor, que me llamaba de todas las formas". 
Poco a poco, volvió la tranquilidad que le era tan esquiva, de la mano de una nueva receta: orar, bajarle el ritmo al trabajo y dedicarle tiempo a su hogar. "Me deprimía por no compartir con la familia el tiempo que quería, por el exceso de trabajo. Ponía una cara sonriente ante el público al que hacía reír, pero la procesión estaba adentro". 
Mientras más iba conociendo la palabra de Dios, su salud empezó a mejorar y asimismo llegó la felicidad que hoy ostenta. Desaparecieron las depresiones y los ataques de pánico que lo mandaban al hospital. Lo que vino después fue una etapa de arrepentimiento, de pedir perdón por todos los pecados, por las malas palabras dichas y, sí, por los chistes de grueso calibre y de doble sentido que le dieron tanta popularidad y que hoy se niega a repetir.
"He pedido perdón. Uno, sin querer, ofendía a las personas o ridiculizaba en los shows a las señoras porque estaban gorditas. Si uno se burla de la creación de Dios, se burla de Dios", sigue. 
Luego llegó la hora de preguntarse qué iba a pasar con ese personaje boyacense entrometido y lenguaraz que era Don Jediondo. Era, porque ya no es el mismo; ahora solo cuenta chistes blancos. Sin proponérselo -aclara-, en La Luciérnaga, de Caracol Radio, le han venido bajando la participación al personaje. Está haciendo imitaciones de personalidades como los políticos Roy Barreras y Héctor Elí Rojas.
Y cuando lo invitan a programas de televisión o a presentaciones, solo cuenta chistes como estos: "Había una paloma mensajera, y ahora... es gerente". O este: "Entró un tipo a la unidad de cuidados respiratorios de un hospital y dijo: 'Bueno, todos respiren profundo, que voy a cambiar de fusible' ", cuenta y se echa a reír, y después aclara que ni el sentido del humor ni la creatividad son incompatibles con su nueva vida espiritual. Es decir, para ser chistoso no hay que tener una lengua sin freno. 
Reinventar a Don Jediondo ha sido cambiarse de chip. Si antes tenía un repertorio de 100.000 chistes, dice, ahora solo cuenta con 500. Y con esos 500 espera defenderse. Lo mismo pasa en los eventos. Cuando lo van a contratar, él advierte que solo echará cuentos inocentes. Nada de chistes verdes ni palabras soeces que puedan ofender a Dios. Prefiere decir no, y perder un contrato, si le piden que haga un show al estilo que lo convirtió en celebridad del humor colombiano. 
"Si Dios me dice que hay que cambiar el nombre de Don Jediondo, o modificarlo por otro personaje, con mucho gusto lo voy a hacer. Será la voluntad de Él". Incluso, está dispuesto a decirle adiós definitivamente. "Estoy muy agradecido con Don Jediondito, que me ha dado el reconocimiento, la empresa (una cadena de restaurantes que ya tiene más de 20 puntos en todo el país) y el cariño de la gente. Pero si toca acabarlo, así lo haré", añade. Ahora, asegura, se toma la vida de una manera más relajada. Ya no se afana por abrir un nuevo restaurante en el centro comercial de moda ni por buscar presentaciones privadas, y menos por el bajo perfil del célebre Don Jediondo. Es más, afirma que si tiene que desaparecer de la vida pública, por servirle a Dios, lo hará. Sí, la fama que persiguió desde cuando llegó a Bogotá, siendo un humilde campesino que quería ser periodista deportivo, ya no lo desvela. "Esto no lo tomo ni como campaña política ni por publicidad. Es más, económicamente no es un negocio, pero espiritualmente sí lo es. Y ese es el mejor negocio que he hecho", opina al admitir que es posible que a la industria del humor no le guste su propuesta y termine rezagado. Pero eso ya no importa. 
En su nueva vida, Pedro González espera montar trabajos al estilo stand-up comedy, cuyo contenido sea su transformación espiritual, y quiere publicar un DVD con los chistes blancos de su nueva cosecha. Ya no quiere que la gente tenga que bajar el volumen cuando lo escuche, si es que hay niños presentes. También decidió que no se tinturaría más el pelo para ocultar las canas. "Uno empieza a verse distinto y agradable a los ojos de Dios. Si tengo estas canas y estas arrugas, es porque me las merezco". Desde hace varios meses, comenta, empezó a recorrer diferentes iglesias cristianas-evangélicas, desde la más grande hasta la más pequeña, ofreciendo su testimonio de fe sin cobrar un solo peso. Y asegura que lo seguirá haciendo. En sus intervenciones, también habla sobre los demonios que, según él, invaden la vida moderna: la depresión, la envidia, la ambición y el suicidio. En este proceso, además de su familia, ha contado con el respaldo de otros personajes públicos como los cantantes Charlie Zaa y Moisés Angulo, hoy entregados a los caminos de Dios. Y su modelo para seguir es el también humorista José Ordóñez, hoy convertido en pastor. "Quiero pararme en un púlpito y en medio de chistes y alabanzas llevar la palabra de Dios", dice, al reconocer que le gustaría llegar a ser predicador o pastor de una comunidad cristiana, aunque sabe que le falta un camino inmenso para aprender del Evangelio. Sí. Don Jediondo, el mismo que tiene 89.606 seguidores en Twitter y que es sin duda uno de los humoristas más queridos por los colombianos, podría estar llegando a su fin. Y no solo él: la carrera de Pedro González en la radio y la televisión también podría tener los días contados. "He pensado que tal vez tenga que decir adiós a mi carrera. Yo creo que mi nueva vida no consiste en agradar a la gente, sino en agradar a Dios".



‘Disney’ Krishna

A una hora de Bogotá queda el principal santuario de los vaishnavas. Son siete hectáreas que bien podrían ser un parque temático espiritual al estilo Krishna, lleno de templos y esculturas fascinantes.

José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO
Publicado en El Tiempo el 25 de febrero del 2012.

No son simples muñecos, ni pequeñas estatuas. Son deidades de los vaishnavas (seguidores de Krishna) materializadas en figuras doradas de 70 centímetros de alto, una de un hombre y otra de una mujer; lucen coloridas vestiduras y collares de flores. Están al otro lado de un velo rojo, sobre un altar de madera dentro de un templo de piso lustroso que huele a pino recién cortado.
Por eso les dan el trato que, como deidades, se merecen: las bañan, les cambian de ropa todos los días y en las noches les ponen pijama. A la hora del almuerzo les ofrendan 21 platillos diferentes, y como si fuera poco, un hombre las custodia de día y de noche.
“Las deidades son manifestaciones de la energía interna de Dios. No es fácil explicarlo, pero tienen una manifestación espiritual”, comenta Badarik al referirse a las imágenes de Radha y Krishna Krishna y Rada.
Radha, explica, es algo así como la versión femenina de Krishna: diosa universal que representa la castidad, la bondad y la compasión. Ambos son la pareja divina. Y Krishna es el dios de los vaishnavas –aclara-, como lo es Mahoma para los musulmanes o sencillamente el padre creador de los cristianos.
Badarik, ingeniero químico de 25 años, es el encargado de las relaciones públicas de Varsana Jardines Ecológicos, el principal santuario de este credo en Colombia. Queda a una hora de Bogotá, en el municipio de Granada (Cundinamarca). Y lo que pasa con las deidades es apenas el abrebocas de lo que será el descubrimiento de un lugar insospechado, que bien podría ser un parque temático espiritual, una pequeña representación de la India o, como también se conoce, un ‘Disney’, pero al estilo Krishna.
No tiene puertas. La entrada está enmarcada por dos gruesas columnas de piedra, cubierta por un techo vivo: una maraña de violetas y ‘ojos de poeta’, estas últimas, pequeñas florecitas color naranja que realmente son maleza.
Lo primero que aparece es la escultura de madera de la Madre Cósmica, figura que representa a las siete madres de los devotos de esta religión, entre estas, la Madre Vida, la Madre Vaca, la Madre Lluvia y la Madre Tierra. Más tarde explicarán por qué la vaca es una madre.
Al lado queda el templo (donde están Radha y Krishna), inspirado en la arquitectura hindú y custodiado por gárgolas de elefantes y leones de piedra.
Badarik, quien guía el recorrido, se detiene en otro templo, esta vez en tributo al colombiano que más ha transcendido en el vaishnavismo: el maestro del Bhakti Yoga Harijan Maharaja, discípulo de Prabhupada, quien trajo esta creencia a Colombia en el año de 1975
“Su verdadero nombre era Miguel Antonio Chávez y abandonó el cuerpo en el año de 1990”, dice Badarik. Sí, para ellos nadie muere para siempre. “Creemos en la reencarnación, el alma no muere, trasciende de acuerdo al estado de conciencia corporal de vida en este plano material”, dice Badarik.
En vitrinas de vidrio reposan fotos suyas cuando era monje viajero, un radio de pilas, sus sandalias de cuero. Y sus despojos mortales descansan allí, en un sarcófago. El techo es una cúpula con un firmamento pintado de azul y chispeado de estrellas fulgurantes. Y le tienen mucha fe: creen que hace milagros.
Enseguida hay un teatro y más adelante queda el restaurante, edificación de dos pisos levantada en guadua; el techo es de paja lisa y larga. Se llama Govinda’s (el nombre de todos los restaurantes de esta comunidad). Su significado: “El que da placer a los sentidos y a las vacas”. En las paredes hay letreros como estos: “No te hagas el loco, los animales sí sufren cuando los matan”; “Si quieres a tu mascota, no te comas a otro animal”. Por eso no comen carne, y menos de res. Al igual que en la India, para los devotos de Krishna las vacas son sagradas. Madres.

Invitación a la vida sana
“No hacemos proselitismo; queremos generar conciencia sobre la no violencia contra los animales y sobre el impacto en la salud que producen la carne y la mala alimentación”.
Quien habla es Gopinath. Se llama Jorge Marín, risaraldense de 49 años, seguidor de Krishna hace 30, y su nombre espiritual traduce ‘el mejor amigo’.
“No es por montarla. El mensaje es para que no envenenen el cuerpo con tóxicos y químicos”, suelta Gopinath y cuenta que la mayoría de alimentos que allí se consumen son de su propia cosecha. Todo, obviamente, orgánico.
Gopinath se suma al recorrido por la finca, de siete hectáreas, ahora rumbo al bosque. Y cuenta que el lugar está lleno de construcciones y figuras: los pasatiempos de Krishna.
Una de estas, aún en construcción, es el Truly de las razas. Es una especie de iglú en el que plasmaron 22 rostros distintos, perfectamente tallados en piedra.
Pasamos por un templo de meditación y llegamos a otro espacio destinado al arte. Gopal es la encargada de un programa llamado ‘arte consciente’, que conjuga pintura, salud y espiritualidad. Está adornado con mandalas (pinturas) y con una escultura en madera de Danvantari, semidiós de la medicina, que ha sido invadida por la hierba. Estas, al igual que el resto de construcciones, son auténticas joyas. No en vano, el lugar fue declarado patrimonio arquitectónico de la región de Sumapaz.
Caminamos hacia un bosque que parece el escenario de un cuento de hadas; uno se pregunta en qué momento empezarán a aparecer ninfas y duendes, pero no, surge algo más fascinante: los obstáculos. Ellos los llaman así. Son figuras animales gigantescas esculpidas en piedra por el devoto y artista peruano Gouranga Radha (tardó cinco años en esa labor). Son siete en total y cada obra es un animal que simboliza un “obstáculo para el espíritu”. El demonio asno: el chisme; el carnero, el ego falso, y una serpiente con la boca abierta, de la que se desprenden dos grandes colmillos que le dan entrada a una cueva, que recrea el “veneno de los humanos”.
“Esto es como una pequeña India”. La que habla ahora es Krisnha Murti (sirviente de Krishna), una mujer dueña de una voz aflautada, que comenta que allí viven 30 personas, entre estas varias familias, algunos solteros y voluntarios (nacionales y extranjeros) que obtienen hospedaje y alimentación a cambio de trabajo.
El terreno es de la comunidad. Los alimentos los siembran allí, y los servicios públicos los pagan con lo que reciben por la venta de productos orgánicos y recientemente con una novedosa oferta de turismo espiritual. Tienen un plan en el que cualquier persona puede pasar un día en este lugar: los traen desde Bogotá, les dan clases de yoga y meditación, los guían en caminatas ecológicas y les enseñan a alimentarse sanamente, a su estilo.
“Tenemos este paraíso para vivir. No nos interesan los bienes materiales, nos interesan los del alma”, añade Krisnha Murti y puntualiza que allí todos trabajan para todos. Gratis.
Al fondo, al lado de una cabaña spa (que también se alquila), hay un manantial de agua fresca y cristalina. Badarik se trepa en una piedra y empieza a meditar. Da la impresión de que levitara.
Es mediodía y el sonido de una caracola, que viene desde el templo principal, se desplaza con el viento y llega hasta este paraje. Es hora de la oración principal. Todos corren hasta el santuario, vestidos ceremoniosamente con sus túnicas blancas, y se concentran en un culto que es una mezcla entre oración y música.
La más joven es Govinda Lila. Tiene 18 años, es de Manizales y al igual que el resto de mujeres, a quienes los hombres les profesan respeto y devoción (las llaman madres), tiene una especie de símbolo blanco en la frente, dibujado con un barro especial que traen de la India. Cursa quinto semestre de idiomas.
Cuenta que al principio sus padres no estuvieron de acuerdo con su ingreso a esta comunidad religiosa. Los ‘Hare Krishnas’, como son conocidos’ –dice–, les parecían criaturas extrañas. Pero los convenció al demostrarles que en ellos no hay nada raro: solo el deseo de vivir en comunión con la naturaleza, en un estilo de vida sano, sin vicios, desprendidos de todo lo terreno. Ella cree que los extraños son los que no pueden vivir de una manera tan sencilla.




FOTO: Abel Cárdenas.


Video sobre el paraíso de los krishnas:



Información sobre Varsana Jardines Ecológicos:

El Islote: un pueblo estrecho pero feliz

En este corregimiento de Cartagena, famoso por ser el supuesto lugar más poblado del mundo, viven mil personas en 98 casas, casi una encima de la otra. Crónica de un pueblo que no tiene líos con su apretujada y precaria forma de vida.

José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial
Santa Cruz del Islote.
Publicado en El Tiempo el 19 de enero del 2012.

A lo lejos parece un barco en naufragio, una mancha de escombros flotante en medio del océano cristalino. Es Santa Cruz del Islote, un corregimiento de Cartagena que se ha hecho famoso por ser, supuestamente, el lugar más densamente poblado del mundo: alberga a 1.000 habitantes en una extensión de tierra de apenas una hectárea. El promedio nacional, según el Dane, es de 41 habitantes por ese mismo espacio.
Al desembarcar en un muelle donde los corales tostados crujen tras las pisadas, la primera casa que aparece es la de una mujer de unos 70 años que, a secas, dice llamarse Anita.
-¿Qué quieren?, contesta Anita, cortante, después del saludo.
-Somos periodistas y vamos a escribir un reportaje ¿Es cierto que este es el lugar más poblado del mundo?
-Pues eso dicen-, contesta indiferente.
En el camino aparece Blas Mesa, un pescador amable de 55 años, padre de cinco hijos que explica la reacción de Anita:
“Es que en la prensa han dicho muchas mentiras: que para salir de una casa hay que pasar por la sala del vecino, que dormimos tan juntos que soñamos lo mismo, que hay prostitución y eso… eso que llaman… la promiscuidad”.
“Sí, vivimos apretados, pero eso no es para que nos ridiculicen”, cuenta Blas, indignado. Cuando habla de vivir apretados, se refiere a que en el pueblo sólo hay 98 casas para sus mil habitantes –unas pocas de dos pisos- y en cada una de ellas viven, en promedio, 10 personas de dos y hasta tres familias; dos, tres y cuatro personas en la misma cama.
Es un pueblito cuadrado del tamaño de la manzana de un barrio. Se estima que solo una tercera parte de las casas es de concreto, las demás son ranchos de piso de tierra y paredes de guadua y madera que se ven tan frágiles como chamizos secos.
“Tenemos lo básico para una vida digna”, sigue Blas y añade que Anita es hija del tío Pepe.
El tío Pepe realmente se llamaba Miguel Felipe Morelos y era conocido como el cacique del pueblo. Murió a sus 92 años el 20 de julio del 2011 siendo el más viejo de todo el Islote.
Ante la ausencia de una biblioteca –y de libros-, era quien narraba las historias de la fundación de este particular poblado que surgió de la nada, un puntico perdido en medio del mar, hace más de 300 años.
Dicen allí que un grupo de pescadores se asentó en la isla, atraído por su gran despensa marina –sobre todo de langostas- y por la ausencia de plagas.
También relatan que el tío Pepe convivía con tres esposas –aunque en diferentes hogares- con quienes tuvo 23 hijos y más de 100 nietos, y que entre ellas nunca hubo enemistad.
Al tío Pepe lo enterraron en la isla vecina de Tintipán porque en el islote no hay cabida para los muertos. Así como no hay cementerio, no hay muchas cosas para la vida básica de una comunidad por una sencilla razón: no hay espacio. El colegio solo ofrece hasta el grado séptimo de bachillerato y el centro de salud está en construcción. El médico y la enfermera no están, van de vez en cuando.
Sin embargo, mientras pasan las horas, se va concluyendo que semejante estrechez solo asombra a los forasteros. Los nativos se ven tranquilos y hasta pareciera que se gozan su apretujada y precaria forma de vida.
Santa Cruz del Islote es una de las 10 islas que conforman el Archipiélago de San Bernardo, en el Parque Nacional Corales del Rosario: un paraíso natural y turístico que ostenta una de las zonas coralinas más hermosas del país. El mar es reposado, de un oleaje escaso, y sus colores pasan por todas las gamas del verde y el azul. Al frente del Islote, en las islas Múcura y Palma, hay dos sofisticados hoteles que contrastan con sus limitaciones.
No hay servicio de acueducto ni de alcantarillado. El agua la recogen cuando llueve, y si no llueve, deben esperar a que un buque de la Armada los abastezca del líquido. Y sí, -hay que decirlo- las aguas negras y las necesidades físicas de la gente caen en el mar. Solo unas pocas casas tienen baño, aunque con línea directa al océano.
Una planta de energía eléctrica empieza a zumbar fuertemente, como un zancudo en la oreja. “También tenemos la luz más cara del mundo”, dice gruñendo Juvenal Julio, un raizal enérgico, de 65 años, llamado a retomar el legado del tío Pepe.
“Yo iba y le llevaba un juguito al tío Pepe y le sacaba información. Y como ya se murió soy el encargado de contar la historia del Islote”, dice Juvenal, pescador y guía turístico de las islas vecinas.

Una comunidad solidaria
Juvenal explica que, por casa, hay que aportar 2.500 pesos diarios para comprar la gasolina de un transformador de energía, donado por el gobierno del presidente Andrés Pastrana en 1999–afirman que es la más reciente obra estatal-, que provee apenas cinco horas de luz. Y si alguna familia no tiene el dinero, le prestan de un fondo común.
Son las 2:00 de la tarde y sorprende no encontrar mucha concurrencia en el supuesto lugar más poblado del mundo, un título que nadie sabe de dónde salió.
Lo cierto es que, según el Fondo de Población de Naciones Unidas (Unfpa), no es un reconocimiento oficial. Ese galardón se lo lleva Mong Kog, un distrito de Hong Kong (China) donde viven 130 mil personas en el mismo espacio de este poblado. Y en Colombia el sitio más poblado es Itagüí (Antioquia) donde 13.000 personas comparten el mismo terreno.
Juvenal aclara que es hora de la siesta y que, además, mucha gente está buscando su sustento: unos pescan, otros trabajan en los hoteles y el resto vende almuerzos, ‘cocolocos’ y cocadas en las islas aledañas. “El único turismo en el Islote consiste en traer turistas a que vean cómo vivimos; se bajan, miran con asombro y no compran ni agua”, escupe Juvenal.
El pueblo parece un laberinto de calles encharcadas, sólo unas pocas de pavimento ya agrietado. La única área común es la de la plaza central, donde a esa hora un grupo de hombres mata el tiempo en una partida de dominó bajo un árbol que los resguarda del sol. Se impone una cruz pintada de azul celeste desteñido, al frente del colegio.
Hay tres tiendas, una más grande que las demás, y un quiosco donde los fines de semana celebran duelos de gallos y que de lunes a viernes es centro de culto religioso. “Si no hay una iglesia católica, menos un templo para los evangélicos: les toca rezar en la gallera”, cuenta Juvenal y se echa a reír.
Juan Guillermo Berry es el dueño de la tienda grande y líder de la Iglesia Misionera Mundial. Considera que mucha gente se volvió evangelista –el cree que el 40 por ciento- porque los curas solo van una vez al año a bautizar a los niños.
Dentro de las pocas cosas que sí hay: una discoteca, aunque sin inaugurar. Su dueño es Felipe Morelos (junior), hijo del tío Pepe, quien pensaba abrir el negocio cuando su padre se enfermó del corazón y falleció.
Son las 4:00 de la tarde y empiezan a arribar las embarcaciones cargadas de los lugareños que retornan después de la jornada. Y poco a poco el pueblo empieza a llenarse, como un hormiguero alborotado.
Los niños pequeños juegan descalzos entre un charco detrás de un balón o se refrescan en el mar, muy cerca de un monumento desportillado de la Virgen del Carmen, patrona del pueblo: la imagen no tiene manos ni nariz, y al niño Jesús le falta la cabeza.
Los más grandecitos juegan en una pequeña mesa de billar. Dicen que la mesa de billar grande se la llevaron porque ocupaba mucho espacio.

Néstor ha cursado seis séptimos
Yojaira Niuba prepara café en su estufa de leña (todas las estufas son de leña). Vive con su esposo y cinco de sus siete hijos en el mismo cuarto, en dos camas sencillas. Los otros dos viven donde una hermana. No cabían en su rancho. “Duermo con mi marido y dos niñitos en la misma cama. Para la intimidad, pues esperamos que se duerman los pelaos”, suelta con picardía.
Yojaira quisiera que sus hijos tengan una vida mejor, pero según ella, no hay fuerza (dinero). “Mire a Néstor, tiene 18 años y lleva seis séptimos”.
-¿Cómo así?
-¡Es que en el colegio sólo hay hasta grado séptimo!, lamenta.
“Yo quiero ser pintor”, dice el muchacho, quien prefiere repetir cada año el mismo grado a quedarse haciendo nada.
“Aquí no necesitamos autoridad, somos una familia”, reaparece Juvenal. Y tiene razón. Casi todos son parientes. Y las dificultades –y el abandono del Estado, según denuncian- los ha llevado a organizarse como una comunidad solidaria capaz de compartir comida y de arreglárselas para proveer el agua y la energía eléctrica, o para contratar una lancha entre todos cuando algún enfermo necesita atención.
A Ramiro Hoyos, el inspector de policía, le preocupa que la población siga creciendo. Pero cree que con el nuevo centro de salud se podrá implementar un programa de planificación familiar. “Aunque las familias ya no tienen tantos hijos (cuatro en promedio)”. Cree que con agua y energía eléctrica todo sería mejor, e invita al Gobierno a que se acuerde del Islote.
“Dios mío, ¿cómo pueden vivir así?”, dice con ojos de terror una turista argentina a la que llevaron a conocer “el lugar más poblado del mundo”.
“Señora: no se preocupe. Acá vivimos en el paraíso”, le refuta Juvenal señalando el sol de bronce que se funde en el mar tranquilo e infinito que bordea al Islote.

FOTO: Juan Manuel Vargas
Video sobre el Islote: http://bit.ly/x6WxTL
Galería de fotos: http://bit.ly/wKVdOD

Las siete vidas de Daniel Klug


Rafael Klug, padre del joven que fue atropellado por un conductor ebrio que por poco le cuesta la vida, narra en un libro los sucesos inexplicables que tuvieron que ver con la asombrosa recuperación de su hijo.

José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO
Publicado en El Tiempo el 5 de octubre de 2011.

Daniel ha resucitado varias veces.
Cuando entra a su casa, caminando derecho, impecable y galante, resulta difícil comprender que se trata del mismo joven de 18 años que hace 14 meses fue embestido por un conductor embriagado en medio de un accidente que dejó a una persona muerta, y a él, gravemente herido. O muerto, asegura su padre, que lo saluda con un beso en la frente y le consiente la cara, mirándolo como si fuera una finísima pieza de porcelana.
“Mi hijo ya no tenía pulso. Los ojos estaban desorbitados, sangraba por la boca, la nariz y los oídos, y algo que me impresionó mucho: la lengua le llegaba hasta el piso”, cuenta Rafael Klug al recordar cómo encontró a su hijo después del suceso, ocurrido el 10 de octubre del 2010 a las 11:15 de la noche.
Rafael es un hombre de números, un empresario de origen austriaco que nunca se le pasó por la mente la idea de escribir un libro. Pero todo lo sucedido lo condujo a compartir su experiencia en ‘Dios salvó a mi hijo’, publicación de Intermedio Editores donde narra, de manera dramática y emotiva, los acontecimientos sobrenaturales que -según él-, salvaron a su hijo.
Rafael había llegado dos horas antes a apoyar a Daniel en la conciliación de un choque simple con otro vehículo. Fue entonces cuando el conductor de un Optra, en estado de embriaguez, sin luces, se llevó por encima a dos motocicletas de la Policía; una de ellas voló y cayó encima de la señora Zoila Rojas, quien falleció tras el impacto; atropelló a cinco personas más, entre esas a Daniel, y quedó incrustado en la camioneta en la que el joven aguardaba. “Ese borracho nos mató al niño”, gritaba su esposa, Marisa, mientras el hombre seguía moviendo el timón, como si siguiera manejando; como si nada.
Rafael, que se lanzó al carril de TransMilenio, en la autopista Norte, volvió a la escena y se encontró con el cuerpo inerte de Daniel; de repente, se topó con los zapatos negros de un hombre que se acercó diciéndole: “Déjeme tocar a su hijo, yo sé de estas cosas”.
El sujeto, de unos 28 años, pelo corto y vestido de jean y camisa, le pidió que le buscara el pulso. “No tiene pulso”, le contestó, con la voz desgarrada. Luego se agachó, le tocó las rodillas y los tobillos, y le pidió a Rafael que hiciera lo mismo; él siguió sus instrucciones y de repente Daniel empezó a soltar movimientos erráticos.
Una espesa mancha de sangre, de la mujer que yacía muerta a pocos metros, empezó a acercarse como si fuera un espectro; Rafael quiso retirar a su hijo, pero el personaje aquel le recomendó que no lo hiciera, podía ser peligroso.
No pasaron tres minutos cuando apareció una ambulancia; el hombre ayudó a subir a Daniel, que en 15 minutos arribó a la clínica El Country. Allí había nacido 17 años atrás con dos pulmoncitos de paloma que no le funcionaban (uno se le reventó) y estuvo en incubadora durante 30 días, entre la vida y la muerte. “Allí lo habíamos perdido y recuperado una vez, podría ser que se repitiera el milagro”.
Rafael quiso agradecerle, pero el hombre ya no estaba. Desde entonces, piensa que se trató de un enviado de Dios, tal vez de un ángel. “Revivió a mi hijo con solo tocarlo y creo que también tuvo que ver con la ambulancia que apareció en el momento; las otras ambulancias llegaron 15 y 20 minutos más tarde”, dice.
Días después del accidente, Rafael empezó a indagar sobre el misterioso personaje. Lo contactaron tres hombres, pero ninguno era el verdadero; lo supo porque se descacharon con los detalles. Tal vez querían sacar provecho.

Clínicamente muerto
El diagnóstico de Daniel no podía ser más desalentador: fractura de cráneo, de pelvis y varias costillas rotas. Al llegar a la clínica, fue inducido a un coma para reanimarlo.
Lo estabilizaron, pero tenía una hemorragia interna. Al día siguiente despertó y reconoció a sus padres, asintiendo levemente con la cabeza.
Dos días después detectaron que el vaso estaba roto y prepararon una cirugía para el siguiente día. Además de reparar este órgano, le instalarían clavos en la cadera para que recobrara el movimiento.
A las 2:00 de la tarde, recuerda Rafael, empezó la operación. “Llegó el médico que lo estaba operando y me dijo: su hijo se murió hace 20 minutos; me dio un beso en la mejilla y se puso a llorar”. El joven broncoaspiró y falleció, según el dictamen clínico.
“No, mi hijo no está muerto”, intervino Marisa, convencida. Rompió el protocolo de seguridad y llegó hasta cuidados intensivos. Le pasó a la enfermera una botella con agua bendita y le suplicó que se la untara en el cuerpo; llamó al doctor y le gritó: “No lo deje morir”. Quince minutos después lograron reanimarlo, pero el corazón y los pulmones funcionaban con ayudas mecánicas. Y llegó un nuevo diagnóstico: muerte cerebral.
Lo sometieron a una hipotermia –con hielo- para que el cuerpo disminuyera el consumo de oxígeno y el cerebro redujera su actividad. “La cara la tenía totalmente negra”, recuerda Rafael. Dos días, Daniel reaccionó a la luz y horas más tarde abrió los ojos.
Ernesto Moreno, cirujano gastrointestinal y amigo de la familia que acompañó el caso, no entiende cómo Daniel no quedó con secuelas después del daño cerebral que sufrió. “Científicamente, esto no tiene ninguna explicación”, asegura.
Del libro, que tardó escribiéndolo cinco meses, Daniel Klug espera que se difundan tres mensajes contundentes. El primero, que la gasolina y el alcohol no se pueden mezclar. “Estoy seguro de que el hombre que causó esta tragedia no es un asesino que se dispuso a hacer lo que hizo, pero mire todo el dolor que causó con su irresponsabilidad”. El segundo mensaje es de esperanza y fe, para que no se pierda nunca la confianza en Dios. Y el tercero es un llamado a las parejas jóvenes para que entiendan que con unión y amor se pueden superar los obstáculos familiares. “A mí me dio cáncer, y me sané; se me incendió la casa y la levanté otra vez; el ‘chino’ casi se muere, y mírelo ahí, perfecto”. Y sigue: “Mi hijo es un milagro desde antes de nacer”, dice y explica que su esposa sólo pudo quedar embarazada después de hacerle una promesa a la Virgen de Cuenca.
Poco a poco, Daniel empezó a recuperarse, aunque después le sobrevino una infección en los pulmones y una peritonitis. Estuvo 41 días en cuidados intensivos. La recuperación siguió en casa, donde recibió terapias físicas para recuperar la masa muscular que perdió por completo; de lenguaje y otras más para aprender de nuevo a escribir.
“En la mente sabía cómo escribir, pero no podía hacerlo. Fue un desespero muy fuerte”, cuenta Daniel con una voz suave, como impulsada por un motor a media marcha.
Recuperar el habla también le costó, después de estar entubado tanto tiempo, y aún siente que le falta fuerza: no sólo para hablar sino para caminar y patear el balón cuando juega fútbol. Ahora practica pilates, entrará al gimnasio y disfruta de su primer semestre como universitario.
Del accidente afirma no recordar nada; sólo se le vienen a la mente algunas imágenes de cuando estuvo hospitalizado.
Sin ser el más devoto, siempre pensó que el mundo no podía existir solo por una razón científica, que un ser superior estaba detrás de todo. Y eso, asegura, lo corroboró después de su asombrosa recuperación. Ahora dice tener una fe fortalecida, y está convencido de que Dios tiene grandes propósitos con él. “Si me salvé de esta, debe ser por algo”.
Daniel participa en una campaña del Distrito que busca generar conciencia entre los conductores, para que no conduzcan bajo el efecto del alcohol. Sale en televisión y aparece en vallas y avisos de prensa.
Muchos pensaban que no volvería a conducir, y menos, a tomarse un trago. Pero ni una cosa ni la otra. “Yo no fui el que causé el accidente”, dice el joven, que cumplirá 19 años en el próximo mes de noviembre.
Eventualmente sale con sus amigos y se toma un par de copas. Y así como lo ha hecho siempre, no lleva el carro: llama a su papá para que lo recoja o sencillo, pide un taxi.
-¿Cuáles son sus planes?
-Quiero recuperar mi vida, que se partió en dos. Por más que quisiera pasar la página y borrar esto, no lo voy a poder hacer nunca. Tengo muchas cicatrices que me recuerdan lo que me pasó, y muchos recuerdos dolorosos. Y en la calle, en la universidad, la gente me reconoce y me pregunta: ¿Usted es el muchacho del accidente?


Foto: Héctor Fabio Zamora

Video, campaña de Daniel Klug: http://www.youtube.com/watch?v=q2jT4Cn95_c

Leer y escribir, una batalla decisiva para los soldados



Por primera vez en la historia del Ejército, los soldados regulares –los más marginados-, no sólo los entrenan para la guerra mientras van por la libreta militar. Estudian para ser mejores en “la civil”.

José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de EL TIEMPO
Represa de Chivor (Boyacá).
Publicado el 6 de septiembre del 2011.

El soldado Navas ya no siente miedo.
Tiene 24 años, es de Buenaventura (Valle del Cauca) y hasta hace siete meses, cuando entró al Ejército buscando la libreta militar, no había empuñado un lápiz; ni siquiera sabía escribir su nombre, que suelta en un adiestrado tono militar: Navas Pontón Ernesto.
Su historia es similar a la del 7 por ciento de colombianos pobres que, de niños, no fueron a la escuela y se quedaron iletrados, según cifras del Ministerio de Educación.
Desde muy pequeño, cuenta, tuvo que trabajar para ayudarle a su mamá con los gastos de un hogar sin padre, con muchos hijos y angustiosas precariedades.
“Siempre he vivido con mucho miedo: miedo a que me pidan que lea esta cosa o la otra y no poder hacerlo, de firmar un papel o una planilla, de no saber lo que dicen los letreros”, cuenta Navas con un morral de 22 kilos de peso sobre su espalda. Además de municiones, comida, ropa y elementos de aseo personal, lleva dos libros que se destacan por encima de la punta de su fusil.
Sí. El soldado Navas está aprendiendo a leer y a escribir mientras cumple con sus deberes con la Patria y eso le está ayudando a librarse del lastre de la ignorancia –y del miedo- que lo ha acompañado siempre. Ya conoce las vocales y algunas consonantes, sabe escribir su nombre, y aunque muy despacio, puede leer los textos de la cartilla.
Sonríe, revelando una dentadura blanquísima que contrasta con su piel negra, y cuenta que espera avanzar un poco más para sorprender a su familia con un regalo insospechado: una carta de su puño y letra.
Por primera vez en la historia del Ejército Nacional de Colombia, los soldados regulares -campesinos o jóvenes de origen humilde cuya única condición para el ingreso es que no sean bachilleres- pueden estudiar mientras pagan su servicio militar.
“Los libros les pesan dos kilos de más, pero eso no les importa: son una motivación”, dice el coronel Raúl Antonio Rodríguez, comandante de la Primera Brigada del Ejército de Boyacá al hablar del proyecto piloto que se desarrolla en ese departamento, con 1.500 hombres, en convenio con la Gobernación y la fundación Transformemos.
Algunos, como Navas, comienzan desde lo más básico; otros, dependiendo el caso, son ubicados en primaria o en secundaria, lo que permitirá que varios de ellos obtengan su diploma de bachilleres.
“No sólo pasarán 24 meses aprendiendo de la milicia y sirviéndole a la Patria: ahora, con educación, serán mejores soldados y mejores seres humanos”, añade Rodríguez, quien se declara conmovido por el cambio de mentalidad de sus hombres.
Navas, por ejemplo, no alcanzará a terminar el bachillerato mientras esté en las filas del Ejército. Sin embargo, asegura que seguirá estudiando cuando “vuelva a la civil”. Su meta es conseguir un trabajo en una empresa. Ya no quiere volver a emplearse como obrero de construcción.

‘Ya no soy tan bruto’
El viento sopla fuerte en la represa de Chivor, en el extremo suroriente de Boyacá, donde el Ejército custodia el embalse que le provee la energía eléctrica al 50 por ciento de Bogotá. Allí, queda una de las bases donde se desarrolla esta iniciativa pedagógica.
El soldado Héctor Julio Muñoz se toma un descanso en la cima de un cerro desde donde divisa un paisaje inspirador: aves revoloteando, montañas y agua de color ceniza que corre apacible.
Saca su libro y empieza a leer, soltando sílaba por sílaba, como desatorándose: “Con mi familia fuimos a las romerías de la Virgen de Chiquinquirá”.
Muñoz tiene 20 años y habla en tono suave, con la mirada hacia el piso; es un jornalero que se vio obligado a dejar el azadón con el que labraba cultivos de papa para cargar un fusil al que no termina de acostumbrarse, todo, para conseguir la libreta militar.
“Cuando pequeño no fui a estudiar porque los recursos no alcanzaban y la escuela quedaba a hora y media. Era el mayor de mis hermanos y tuve que trabajar para que los más pequeños sí fueron a la escuela”, cuenta con resignada humildad.
Pero ahora, que está aprendiendo a leer y a escribir, dice que ha empezado a descubrir un mundo sorprendente.
“Pues sí, yo era un bruto porque uno no sabía nada. Tanta tecnología que hay ahora y uno no sabe manejar ni un celular ni un computador”, cuenta Muñoz, orgulloso de la rapidez con la que ha aprendido. “Ya no soy tan bruto”, dice con una leve sonrisa al confesar que su meta es ser bachiller para emplearse como conductor de buseta. Ya no quiere volver al campo. “Este país tiene abandonados a sus campesinos”.
Son 1.300 hectáreas las que conforman esta represa. Las 24 horas del día, estos soldados-estudiantes tienen que estar vigilantes, moviéndose por entre la manigua, en posición de defensa ante cualquier peligro. Si llega a pasar algo allí, media Bogotá se queda a oscuras.
Y aunque cuentan con una sala comunal dotada con un videobeam y un computador portátil, donde suelen recibir las clases al caer la tarde, arman improvisados salones debajo de un árbol o sobre el césped de las montañas.
“Uno saca, al menos, 20 minuticos para estudiar así truene llueve o relampaguee; si es de noche, alumbramos los cuadernos con linternas”, dice emocionado Jhonattan Steve Padilla, un barranquillero de 20 años que gracias a esta iniciativa retomó el grado décimos. Padilla es el auxiliar del ‘lanza tutor’, el cabo primero Hernando Mejía, encargado de orientar a los estudiantes en las tareas que les dejan los profesores.
Mejía es un enamorado de la misión a la que fue asignado. “Los muchachos han cambiado su forma de ver la vida, ahora pueden soñar”.
Rodolfo Ardila, director de desarrollo social de la Fundación Transformemos –que opera este proyecto- destaca que el Ejército les haya permitido estudiar a los soldados regulares, que son, según él, una cuota de la Colombia marginada.
“Históricamente, los soldados regulares sólo pagan servicio militar para que les den la libreta, y en todo ese tiempo sólo aprenden de esa vida. Cuando salen, no saben hacer nada más, nadie les da trabajo y eso los convierte en candidatos para continuar en la guerra”, analiza Ardila.
Anyenson Rincón tiene 19 años y es padre de dos niños, el mayor de cinco años y una bebé de dos meses de nacida a la que sólo ha visto una vez.
Este caleño estudió sólo hasta noveno. Se ha ganado la vida como cerrajero y cotero en plazas de mercado. Aunque aún tiene cara de niño -un rostro imberbe con delgadas cicatrices frescas provocadas por la maleza-, es un padre responsable. Por sus hijos, narra, decidió pagar servicio. Tiene la ilusión de obtener un empleo más digno con la libreta militar.
Mensualmente, y sin falta, le envía un giro a su esposa con la mitad de los 90 mil pesos que recibe como bonificación por ser un soldado de Colombia.
Saca una foto de su familia de una billetera húmeda, la besa, y cuenta que la soledad, el frío y la lejanía han despertado en él las ganas de escribir. “Nunca antes había escrito un verso, pero ahora escribo de todo lo que me pasa”, sigue Anyenson y pide que le escuchen una de sus creaciones, dedicada a su esposa:
“Si la luna se cayera, la recogería, la llevaría a mi casa, le pondría pijama, le cantaría una canción y la haría dormir para tallarle tu nombre. La pondría en su sitio para todas las noches, en esta soledad, poder acordarme de ti.
Luis Eduardo Valencia, barranquillero de 18 años, es otro de los poetas del grupo. Acaba de terminar una carta para su novia.
“Tu corazón es un libro muy especial. Solo en él están los más dulces momentos de tu vida. No le regales ese libro al que no lo sabe leer, porque nunca entenderá lo que en realidad hay en él”.


Video sobre los soldados estudiantes: