El colombo-japonés que conmovió al país


El video que lo hizo célebre en Internet, en el que afirma que los colombianos somos más inteligentes que los japoneses, le ha servido para reforzar su gran proyecto: cambiar la mentalidad de la gente pobre.
José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO. Febrero 13 del 2011
Kenji destapa su cartera Armani, saca el iPad y lo descarga sobre sus piernas. Contesta una llamada en el teléfono fijo de su apartamento y revisa su agenda de la semana en el aparato. Su celular suena insistentemente -el ringtone es una canción de rock en japonés-, pero no alcanza a contestar.
Respira profundo y retoma el diálogo con su interlocutor pidiéndole, amablemente, que le dé unos días más para poder atenderlo. Se levanta, descalzo, esta vez para jugar unos instantes con sus dos hijos, de 9 y 3 años, que se divierten con un par de máscaras. Ahora se concentra en su Mac de última tecnología, frunciendo el entrecejo.
Desde que en Internet empezó a diseminarse un video en el que aparece recitando un emotivo discurso con reflexiones sobre la riqueza de Japón y la pobreza de Colombia,-y viceversa-, la vida de Kenji se desbocó.
Ya perdió la cuenta de las llamadas que ha recibido de empresas, fundaciones, universidades y colegios que quieren ver y escuchar de cerca al muchacho que se atrevió a decir que los colombianos somos más inteligentes que los japoneses.
No es un discurso nuevo. Es una versión corta de la conferencia ‘Mitos y verdades sobre Colombia y Japón’, que diseñó hace ocho años y que ha dictado en todo el país. El primer mito: ¿Realmente los japoneses son tan inteligentes?; el segundo: ¿Todos los japoneses son karatecas? Y el tercero: ¿Qué tan pobre es Colombia comparada con Japón?
El ya célebre video, que ha recibido cerca de 150 mil visitas, fue grabado el pasado 25 de noviembre en la entrega del galardón que la Cámara Junior de Bogotá les dio a 10 jóvenes emprendedores de la ciudad.

A él lo exaltaron por su labor humanitaria en Ciudad Bolívar, la localidad más pobre de Bogotá y lugar del que no quiere desprenderse pese a que ya le hicieron interesantes propuestas de trabajo en dos altas entidades del Gobierno nacional, también motivadas por su famosa intervención.
Kenji no sabe cómo el video se propagó de tal forma. Alguien lo tomó de su página en Facebook –lo subieron hace tres semanas- y lo montó en YouTube. Empezó a rodar en cadenas de correos electrónicos y en redes sociales, y de ahí también se pegaron casi todos los medios de comunicación del país y blogueros de diferentes latitudes.
¿Quién es Kenji Orito Yokoi Díaz? Su vida se resume así: Nació en Bogotá el 13 de octubre de 1979 y es hijo de la colombiana Martha Díaz y del japonés Yokoi Toru; es el mayor de cuatro hermanos y creció entre Colombia, Panamá y Costa Rica por cuenta del trabajo de su padre ingeniero. A los 10 años se fue con su familia para Japón, a los 16 empezó a estudiar ciencias religiosas y trabajo social con la comunidad presbiteriana, hizo sus prácticas sociales en las favelas de Río de Janeiro (Brasil) y en los suburbios de Nueva York.
En Japón conoció a la colombiana Aleici Toro, se casó con ella y allá nació su primer hijo, Kenji David. Entonces, se ganaba la vida como guía turístico, profesor y traductor de español hasta que con su madre, quien les enseña a bailar cumbia a los japoneses como agregada cultural de la embajada de Colombia en ese país, decidió montar un negocio donde vendían plátanos y yuca, y donde alquilaba videos de Betty la fea y Pedro el escamoso.
Esa pequeña Colombia, como él la denomina, también se convirtió en el refugio de mujeres de todo el mundo víctimas de trata de personas, a quien ayudaba a retornar a sus países de origen. Por eso se ganó severas amenazas de las mafias de ese cruel negocio y hasta le reventaron la cara en dos oportunidades.
“Estaba muy bien económicamente en Japón”, cuenta el joven de 31 años al evocar la situación que lo motivó a regresar al país, específicamente a Ciudad Bolívar, el lugar donde el pequeño japonesito pasaba vacaciones con sus abuelos, deslizándose en tablas por las canteras del barrio San Francisco con sus primos y amigos. “Yo no veía la pobreza, sólo sentía la felicidad de vivir en Colombia, que no tenía en Japón”, suspira.
Entonces, vio en las noticias cómo un angustiado desplazado por la violencia amenazaba, con una cuchara en el cuello, a una mujer. “Este hombre sólo quería comida para sus hijos”, rememora.
Fue entonces cuando decidió volver sólo con el deseo de ayudar, sin saber cómo.
Aterrizó en la Iglesia Presbiteriana Renovada, en el extremo sur de Bogotá, la misma confesión con la que se formó en Japón y donde un tío suyo era líder. Empezó a vincularse a actividades comunitarias y sirvió de pastor de esa iglesia (también se preparó para esto –aunque ya no oficia- y en esa labor aprendió a cautivar al público). Meses más tarde descubrió que la manera ideal de servirle a la gente no consiste en regalar comida, como se acostumbra en Ciudad Bolívar, sino en generar un cambio de mentalidad.
Dejar de generar pesar
“Al principio me preguntaban: ¿Qué nos va a dar extranjero?, y yo respondía: mentalidad. No me hacían caso y se iban para donde el que les daba mercados y ropa”. Los ahorros que había traído de Japón se los robaron, según él, por confiado. Pero arraigado en su proyecto empezó a reclutar almas que se convencieron de que con la mano estirada y el rostro lastimero, a la espera de cualquier bocado, no van a salir de la miseria.
Fue así como nació su obra, que se niega a constituir en una fundación. “No quiero ser una de las tantas fundaciones que ya existen en Ciudad Bolívar”. Su iniciativa fue acogida poco a poco a tal punto de consolidar un proyecto del que se benefician 500 personas.
Consiguió un edificio donde les da el almuerzo a 100 adultos mayores y a 50 niños, en convenio con el Bienestar Familiar. Allí mismo ofrece capacitación sobre cómo generar proyectos productivos; a las mujeres las orienta para que no se dejen maltratar por sus esposos y a los hombres les enseña que para salir de la pobreza no tienen que “meterse a una pirámide o en un negocio torcido”, que eso sólo lo lograrán con organización y honestidad.
“Las drogas y la violencia son dos grandes amenazas para nuestros niños y jóvenes”, opina Kenji al comentar que a ellos les dicta clases de japonés, artes y música, con el apoyo de amigos suyos. La educación es su motor y por eso quiere llegar al Sena, institución que admira porque es “la única esperanza de los jóvenes más pobres de Colombia”.
Los cinco millones que cuesta la sede los reúne vendiendo alimentos a buen precio, dictando cursos de japonés a universitarios y a empresarios, y con las conferencias. Y ahora, con el boom generado por su video, espera que las cosas mejoren para él y para sus colaboradores.
“Un trabajador social debe vivir bien, no mal; eso da mal ejemplo”, dice Kenji al reconocer que el bienestar que da el dinero es vital. Por eso motiva a la gente a mejorar sus condiciones de vida, a que aspiren a arreglar sus viviendas, a vestirse mejor y a soñar con una moto o un carro nuevo.
En su caso, está pagando un Aveo modelo 2009 y el apartamento donde vive, en el barrio Tunal, al borde de donde se alzan las lomas de Ciudad Bolívar.
Uno de los momentos más emotivos del video es en el que cuenta que de niño nunca recibió un abrazo de su padre, porque en Japón nadie abraza a nadie. Menos mal, cuenta, recibió todo el cariño de su familia colombiana y de ahí su espíritu entusiasta. Y eso lo salvó de la depresión y tal vez de un suicidio (recuerda que al año 32 mil japoneses se quitan la vida).
Por eso, otro de sus proyectos consiste en traer japoneses para que se contagien de la alegría del colombiano y de la vida en comunidad.
“Cuando volví a Colombia y vi tanto problema, pude haber hecho lo que hacen muchos de los que regresan al país después de vivir en el exterior: devolverse porque sienten vergüenza de su patria”, advierte. Pero no. Aunque sabe que podría vivir mucho mejor en Japón, donde viven sus padres y hermanos, quiso hacer parte de la solución y ya empezó a recoger frutos maduros de su cosecha.
-¿Cómo es eso de que los colombianos somos más inteligentes que los japoneses?
- Claro. El japonés no es inteligente, es disciplinado, ese es su secreto: la disciplina. El colombiano sí es inteligente: lo que no sabe se lo inventa, pero no es disciplinado.
-¿Cuál es esa lección que no olvida?
- Una que me dio mi padre: la disciplina tarde o temprano vencerá la inteligencia.

El falso escolta de Juan Pablo II

En vísperas de la beatificación del Papa polaco, el colombiano que se coló en el papamóvil, en su visita a Colombia en 1986, evoca su disparatada osadía.

José Alberto Mojica Patiño

Redactor de EL TIEMPO. Febrero 3 del 2011.
Miguel Ignacio Bermúdez sólo quería saludar al Papa Juan Pablo II. Su única pretensión era plantarse en las inmediaciones del aeropuerto Eldorado, en un buen lugar, para verlo de cerca en su primera y única visita a Colombia, ocurrida el primero de julio de 1986. Si tenía suerte, lograría tomarle una foto con su cámara Olimpus. Sin embargo, sus planes cambiaron de rumbo de una manera inesperada.

Bermúdez, un ex seminarista de 33 años, licenciado en filosofía y periodista deportivo, fue la primera persona en saludar al Sumo Pontífice apenas descendió de un inmenso Jumbo blanco, después de besar suelo colombiano. De hecho, se dio el lujo de estrechar sus manos cuatro veces en diferentes momentos. Y como si fuera poco, logró acompañarlo en el recorrido de ocho kilómetros que hizo, en el mismísimo papamóvil, desde el aeropuerto hasta la Plaza de Bolívar.

¿Cómo un simple ciudadano logró burlar la rigurosa seguridad de uno de los hombres más y mejor custodiados del mundo? -Fue un milagro de Dios -dice, casi 25 años después de lo que él considera una imprudente hazaña.

Bermúdez, entonces, trabajaba en una fundación que promovía el deporte y estaba recién casado. Criado en el seno de un hogar católico, ingresó al seminario a los 17. Después de cinco años, sintió que ese no era su camino. "Es mejor un buen laico que un mal sacerdote", dice. El pequeño monaguillo creció viendo al Papa polaco como su ejemplo de vida.

"Su pontificado marcó a tres generaciones. Juan Pablo II ha estado presente en los momentos más importantes de mi vida", cuenta. En su apartamento en el occidente de Bogotá, Bermúdez, hoy de 58 años, no solo atesora los recortes de prensa donde registraron su osadía -que lo convirtió en el más ilustre descarado de la época- sino toda una colección de libros, revistas, documentos y fotografías de quien él considera el gran personaje del siglo XX, por sus aportes a la paz mundial.

Su admiración lo ha llevado a estudiar en profundidad todas sus encíclicas. Al recordar cómo logró burlar el extremo esquema de seguridad dispuesto para la visita papal, compuesto por unos 5.000 hombres de la Policía y el Ejército, repite: "Nunca planeé nada, las cosas se fueron dando".

Cinco años atrás, el 13 de mayo de 1981, había ocurrido el atentado que casi la cuesta la vida a Juan Pablo II, cuando se desplazaba, en Roma, en un papamóvil descapotado. A las 10:45 de la mañana, Bermúdez llegó en buseta hasta la glorieta de la avenida Eldorado, en las afueras del aeropuerto bogotano.

Hasta ahí estaba permitido el acceso. Sólo podían pasar los portadores de credenciales, que él no tenía. Ahí encontró un primer retén. No conforme, quería ubicarse detrás de las barreras metálicas instaladas a unos pocos metros, donde tendría una gran vista. Entonces vio cómo un mensajero, en su moto, bordeó el lugar, sin obstáculos, e ingresó a una bodega ubicada en el costado derecho.

Mientras seguía la misma ruta, buscando pasar al otro lado, se topó con un soldado que se asomaba en el techo, apuntándole con una ametralladora. Él, como si nada, lo saludó y empiezan a conversar; luego, sacó un puñado de dulces, se los entregó, se despidió y siguió campante hasta alcanzar la salida de pasajeros del muelle nacional.

Caminó hacia el extremo del lugar y vio que se acercaba un Land Rover blanco, con una especie de carpa de cristal en la parte superior: el papamóvil. Fue estacionado en el costado derecho de la vía, tras una puerta falsa levantada en tejas de zinc. Bermúdez, haciéndose pasar por reportero, pidió permiso para fotografiarlo.

En ese instante, llegaron dos amigos suyos sacerdotes y se les acercó, lo que despistó a los policías, que presumieron que era parte de la organización. Pasados unos minutos, la puerta de zinc fue levantada y el papamóvil ingresó al aeropuerto. Tres obreros, que trataban infructuosamente de entrar un pesado andamio, parecían necesitar la fuerza de una cuarta persona: ahí estaba Bermúdez.

"Mi Diosito me estaba mostrando el camino claro para poder ingresar", recuerda. En segundos, caminaba por entre los aviones, sin saber adónde iba; sentía que las piernas no le funcionaban. No quería despertar sospechas, pues sabía que si lo atrapaban pensarían que era un terrorista que pretendía atentar contra el Papa. Sentía una mezcla de miedo y emoción. A la 1:40 p. m., ingresó al salón VIP a tomar un descanso. Después de acomodarse el pelo, se ajustó la corbata y la chaqueta azul jaspeada.

"Era muy tarde para arrepentirme, tenía que seguir", dice. Se situó en el pasillo, afuera del salón, y comenzó a actuar como jefe de protocolo. Recibió al mismo presidente Belisario Betancur, a la primera dama y a los ministros, que se ubicaron rápidamente en los palcos asignados. El Papa aterrizaría en cinco minutos. Bermúdez no quiso pegarse a ese grupo.

Tomó una bandeja repleta de empanadas y gaseosas y se las repartió a los hambrientos soldados que custodiaban el acceso a la pista de aterrizaje; aprovechó el desorden generado por el improvisado ágape y logró ubicarse en la punta del tapete rojo dispuesto exactamente debajo de donde segundos más tarde quedaría la trompa del avión. A las 3:18 de la tarde el Papa se asomó y saludó. Bermúdez tomó la primera de una serie de fotos que sólo él pudo captar, gracias a su privilegiada ubicación. Después de arrodillarse y de besar el suelo, Juan Pablo II se levantó y fue Bermúdez el primer colombiano a quien saludó.

"Santo Padre: bienvenido a Colombia", le dijo sin dejar de apretarle las manos, con voz temblorosa. El Papa ya estaba montado en su vehículo cuando Bermúdez observó que la parte trasera tiene una escalerilla. Sin pensarlo, trepó de un solo brinco.

A lado y lado del vehículo iban los escoltas de la guardia suiza. Uno de ellos, corpulento, de ojos claros, lo interrogó pocos minutos después de salir del aeropuerto.

-¿Quién eres?, le preguntó en perfecto español. -Soy un ciudadano colombiano. -¿Y qué haces aquí? -Es el día más feliz de mi vida-, fue lo único que atinó a responder, casi entre lágrimas. Parece que conmovió al guardia, que le permitió seguir a bordo con el compromiso de bajarse cuando se detuviera el papamóvil. Pero este sólo paró en la Plaza de Bolívar, frente a la Catedral Primada, donde también se coló como el más diestro polizón.

Durante el recorrido, el secretario privado del Sumo Pontífice, el cardenal Stanislaw Dziwisz, le entregó un estuche con una camándula que, luego, Bermúdez le pasó a monseñor Mario Rebollo, arzobispo de Bogotá, quien iba en el papamóvil; para que el Santo Padre se la bendijera. Y así fue. "¿Podría ser más bendecido?", se pregunta hoy Bermúdez, satisfecho con el anuncio de la beatificación de Juan Pablo II, prevista para el próximo 1o. de mayo. Él se declara devoto, no fanático, y confiesa que entre los favores recibidos del Papa está la buena salud de toda su familia.

"¿Qué mejor milagro que mis padres y mis ocho hermanos estén con vida?". Este hombre que hoy se gana el sustento como dirigente de un club de ciclismo, que pasará a la historia como el 'colado' del Papa, tiene un libro inédito con su relato; también anhela que se haga la película que un guionista independiente tiene planeada.

-¿Se arrepiente de lo que hizo?

-De ninguna manera. Lo que me pasó fue algo providencial

'Hoy, casado, soy un mejor sacerdote'


En su nuevo libro, 'El dilema', el sacerdote Alberto Cutié se declara feliz en su vida de cura anglicano y padre de familia. Cree que la Iglesia debe reformarse si no quiere seguir perdiendo fieles.
José Alberto Mojica Patiño.
Redactor de EL TIEMPO. Febrero 2 del 2011.

El sacerdote puertorriqueño Alberto Cutié ya era famoso antes de que una revista publicara las fotos en las que él aparecía, en una playa, con quien hoy es su esposa. El escándalo sobre Cutié, presentador de uno de los programas más visto de la televisión hispana, no se hizo esperar. Hoy, a los 41 años y convertido a la Iglesia Católica Anglicana, se declara pleno: sigue siendo un servidor de Dios, pero puede ser esposo y padre de familia. Hace dos meses nació Camila, su primera hija, y acaba de publicar su libro, El dilema, en el que narra su historia.

¿Por qué escribir un libro?

Mi libro se llama El dilema, porque es un dilema cuando un hombre que ama a Dios y a su Iglesia, a la vez se enamora y encuentra que, tal vez, Dios lo está llamando a ser un buen sacerdote como un hombre casado. ¡No soy el único. Lo que me pasó les pasó a 100 mil curas! Esta semana descubrieron una carta que escribió el Papa Benedicto XVI hace 41 años diciendo precisamente esto: que el celibato debería ser opcional.

¿De qué habla en su libro?

Es una recopilación de lo que vi y viví desde mi época de seminarista, durante 25 años. Van a encontrar a un joven enamorado de su Iglesia y a un hombre que con el tiempo se da cuenta de cosas que lo desilusionan.

¿Qué lo desilusionó?

La Iglesia Católica Romana sigue imponiendo cosas que van en contra de lo más básico de la condición humana. El amor no se puede legislar, no puede ser un canon del derecho canónico. La Iglesia debería abrirse a su propia tradición: ¡los apóstoles eran casados! La Iglesia sostiene normas que no son bíblicas ni tradicionales, y sigue considerando muchas cosas ya cotidianas como pecado mortal.

¿A qué se refiere?

No creo que un católico esté cometiendo un pecado mortal por usar un preservativo o porque una mujer se toma una píldora o porque se ata las trompas después de tener cuatro hijos. ¿Cómo puede ser pecado mortal que alguien quiera planificar su familia, que no quiera tener 10 hijos en la sociedad de hoy?

¿Hay que abolir el celibato?

El cura secular debe tener la opción de casarse. Así fue durante 1.200 años: 40 papas fueron hombres casados, el mismo San Pedro tuvo esposa e hijos. Yo creo que todos los sacerdotes en el mundo tienen un dilema y deben buscar una salida. Hay muchos que aceptan vivir una vida doble porque el sistema le dice: como ser sexual esto hay que esconderlo, no es bueno y daña la imagen de la Iglesia.

¿Cómo es esa doble vida?

No es una doble vida realmente: es triple y cuádruple. Doble vida es cuando estás involucrado con una persona, pero hay compañeros míos que vivían en promiscuidad, en situaciones que no son sanas y eso la Iglesia lo sabe.

¿Qué tan grave es esa vida?

Conozco sacerdotes que viven una vida destructiva con el alcohol o con la pornografía, otros que comen excesivamente o que fuman. La violación del celibato es cualquier cosa que reemplace tu exclusividad con Dios; no son sólo las relaciones heterosexuales u homosexuales.

¿Hay muchos sacerdotes homosexuales?

He tenido amigos sacerdotes heterosexuales y homosexuales muy buenos, muy célibes; también he conocido a sacerdotes homosexuales en sus problemas de promiscuidad y a otros luchando por ser castos.

¿El celibato tiene la culpa?

Yo no le echo la culpa de esto al celibato, pero de alguna forma sí es responsable por la soledad tan profunda que siente un hombre al vivir de esa manera. Le fui muy fiel al celibato durante muchos años; cuando conocí a quien hoy es mi esposa nos respetamos por muchos años; mantuvimos distancia, hasta que pasó lo inevitable: nos dimos cuenta de que no podíamos vivir el uno sin el otro.

¿Su libro es un ataque contra la Iglesia?

Muchos sacerdotes y religiosas han leído el libro y me han dicho: padre, usted fue muy suave. De ninguna manera es un ataque contra la Iglesia Romana, a la que sigo amando. Han inventado cosas malignas de mi esposa y de mí. Y publico el libro para que se conozca la verdad.

¿Le importa el dinero?

Nunca he sido el cura materialista del carro y los trajes lujosos. Cuando trabajé en Telemundo, que me pagaban casi una miseria, el único lujo que me di fue comprarle un carrito a mi madre que era una mujer viuda. Siempre he sido un hombre sencillo. Una vez, en Bogotá, compré un gran traje en Arturo Calle que me costó 78 dólares, algo así, y lo usé durante muchos años.

¿Cómo va la venta de su libro?

Yo escribo libros, no los vendo, aunque sé que ya está en la lista de los más vendidos de Estados Unidos. Siempre que he trabajado en los medios he destinado gran cantidad a las caridades y con este libro será igual.

¿Cómo se siente en su vida familiar?

Como los apóstoles que tenían a su esposa y a sus hijos, vivo el sacerdocio de una forma más humana. Me siento mejor sacerdote ahora porque puedo tener la paz y la tranquilidad de una vida familiar y una vida eclesiástica; antes, cuando llegaba a casa, estaba solo.

Margarita y Mateo: una historia de amor segada

El asesinato de los universitarios Margarita Gómez y Mateo Matamala en Córdoba le recordó al país que hay zonas donde los violentos siguen mandando.
José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO (16 de enero del 2011)

Dos azulejos se posaron en la ventana de María José Matamala. El pajarito revoloteaba mientras su compañera lo contemplaba con detenimiento.
“Los azulejos eran una pareja muy bonita y recordé: cuando uno está completamente enamorado, todo es bonito”, dijo la joven con la voz quebradiza y el alma desgarrada. De pie, en el altar de la iglesia de Nuestra Señora del Líbano, en el norte de Bogotá, tenía a pocos metros el cofre café donde reposaba el cuerpo sin vida de su hermano Mateo.
A ella se le ocurrió que el par de azulejos eran una representación de su hermano y de Margarita, la mujer con la que él compartió felizmente sus últimos meses de vida, y también, los insospechados instantes de una muerte que se los llevó de un sólo zarpazo.
“Mate (así le decían a Mateo) estaba en su mejor momento: plenamente radiante. No le faltaba nada, tenía a su familia unida y a su gran amor”, siguió hablando y confesó que, pese al dolor, Mateo le transmitía tranquilidad.
Ella, apenas un poco más joven que su hermano, pidió en nombre de él que no aniden ningún sentimiento de rencor; que no piensen en la manera en cómo se fue: sólo en que se fue. Y que tampoco piensen en los asesinos: las nuevas bandas criminales. El doble crimen, cometido por los 'Urabeños' en San Bernardo del Viento, le recordó al país que esos grupos, surgidos de los restos de los antiguos paramilitares, siguen mandando sobre vidas y haciendas en algunas regiones.
A Mateo Matamala, de 26 años, lo recordarán como un joven noble e idealista que soñaba con cambiar el mundo.
“Era imposible no amarlo”. Así lo recuerda su tío Ricardo al evocar una de las consignas favoritas de Mateo: “Para qué dar la mano si puedo dar un abrazo”. Días antes, Ricardo recibió un mensaje de texto en el que él le contaba que Los colores del mar, la playa donde estaban acampando en San Bernardo del Viento (Córdoba) –cerca de donde fueron acribillados los dos universitarios– era un lugar hermoso y apacible en el que sólo había pescadores.
Desde su adolescencia, Mateo dejó claro que no quería ser un ejecutivo de corbata. Su padre, José Carlos, rememora que siempre esquivó las comodidades. Se movía por la ciudad en bicicleta y prefería el bus al taxi, para ahorrar dinero y para no contaminar.
“Amaba la naturaleza y a la gente, sobre todo a los más desprotegidos”, dice su padre al comentar que entre los asistentes a una misa –ofrecida el viernes por la U. de Los Andes–, sobresalía una indigente encogida en su melancolía.
“Es La Guajira”, aterrizó al recordar a la mujer, habitante de la calle, dueña de 11 perros vagabundos y a quien Mateo había acogido. “Le daba comida, ropa y cariño”, narra con la voz apagada y aclara que no la va a desamparar.

Víctimas, no mártires
“Mi hijo nunca nos dejaba de sorprender con su generosidad. Eso hace mayor la injusticia cometida contra él y contra Margarita”, enfatiza José Carlos con indignación y recalca que no le interesa que a ellos los consideren mártires.
“Son víctimas de este país enfermo. Ojalá que su muerte sirva de ejemplo para que por fin cese tanta violencia”.
Mateo y Margarita, de 23 años, llevaban apenas seis meses de relación pero su amor parecía infinito. Mateo la conoció en la facultad de biología de Los Andes, donde él ya había terminado ingeniería ambiental. “El tiempo se encargó de unir a este par de bonitos”, dice Andrés Jacome, uno de los grandes amigos de la pareja.
Sus planes: graduarse en junio próximo para montar una fundación que les enseñara a los niños del campo a sobrevivir con los frutos de la tierra; para que vivieran felices en sus parcelas y no se convirtieran en desdichados citadinos.
“Lo importante del legado de Mateo y Margarita es ese amor puro; era un fruto maduro y abundante, un fruto de un palo que ya se encuentra por estas tierras colombianas que ellos tantos querían”, sigue Andrés.
Consuelo Gómez es la mamá de Margarita. Una mujer luchadora, madre soltera que a punta de préstamos y mucho sacrificio le pagaba la universidad a su hija.
“Sólo nos teníamos la una a la otra. No sé de dónde sacaron esa gran mentira de que somos de una familia millonaria”, advierte Consuelo, oriunda de Cucunubá (Cundinamarca). Precisamente allí empezó a florecer en Margarita el amor por la biología.
“Mi hija no le tenía miedo a nada. Se trepaba en cualquier lugar, se metía al agua y sacaba los animales que se encontraba”, dice la mujer descargado sus palabras en un largo suspiro en el que pareciera que se le escapa la vida.
A Consuelo le llamaba la atención el precoz pero fecundo amor entre Margarita y Mateo. Por eso no vio ningún inconveniente cuando ella le dijo que se iba para Córdoba a pasar unos días de descanso con él. “Estaban felices”.
La última vez que hablaron fue el lunes al medio día, unas dos horas antes de que los mataran. Primero irían a Lorica, donde al día siguiente Mateo empezaría sus prácticas en una reserva de manatíes, y después a Montería. Margarita volaba a Bogotá al otro día. “Me dijo: mamá, tienes que ir a recogerme al aeropuerto. Voy a llegar muy triste por dejar solo a Mateo”, fueron las últimas palabras.
Los primos de Margarita crearon un grupo en Facebook para recordarla. En medio de tanto dolor, todos los mensajes coinciden en lo mismo: ella se fue a la otra vida tranquila y regocijada en los brazos de su amado Mateo.
Ruta prohibida en Córdoba
San Bernardo del Viento (Córdoba). Muy a pesar de la presencia de las autoridades, en Córdoba hay rutas prohibidas para los forasteros. Una de ellas fue la que tomaron Mateo Matamala y Margarita Gómez la tarde del pasado lunes. Sin saberlo, eligieron un camino de la muerte. En la vereda Nuevo Oriente, caserío del municipio costanero de San Bernardo del Viento, donde ocurrió el doble crimen, caminar a ciertas horas del día o de la noche es un peligro si no se cuenta con el permiso de los hombres armados que patrullan la zona, cuidando su negocio de narcotráfico. Los jóvenes arribaron atraídos por la diversidad de especies animales y vegetales que pululan en las más de 500 hectáreas de mangle. Llegaron a San Bernardo el pasado 4 de enero y se instalaron en un modesto balneario, 'Donde Toño', que presta el servicio de baño y comedor, pero donde hay que llevar carpa. Ya los conocían en el pueblo y por eso las autoridades dudan de que los muchachos hayan sido confundidos por los matones de alias 'Gavilán', el jefe de 'los Urabeños' en la zona. "Los mataron porque seguramente vieron algo que no tenían que haber visto", dicen en voz baja los pescadores. Los jefes de bandas en la zona Ángel de jesús pacheco chancy, 'sebastián' Es el hombre de confianza de 'los comba' en la región Según la Policía, pasó de 'la Oficina de Envigado' a los 'Rastrojos'. Se movió de Antioquia a Córdoba. germán bustos a. 'el puma' Cabecilla de 'los paisas', de la oficina de envigado Junto a Rafael Álvarez, 'Chepe', es jefe de un centenar de delincuentes de 'Los Paisas'. Roberto Vargas Gutíerrez, 'Gavilán' Jefe de 'los urabeños' en córdoba. Es ex 'para'. Maneja rutas del narcotráfico junto a su hermano Eduard Luis Vargas, alias 'Pipón'.

Patrimonio en el olvido


Los artesanos del sombrero vueltiao, símbolo nacional, sostienen la tradición pese a su pobreza.
José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de El Tiempo
Tuchín (Córdoba). 13 de enero del 2011
La vieja y oxidada máquina de coser marca Sínger modelo 65 tose como una locomotora ronca cada vez que Orlando Pérez hunde el pedal con sus pies.
El hombre, de 50 años, le da vueltas al sombrero con unas manos callosas; lo arma cuidadosamente puntada a puntada, con los ojos pegados a una trenza de cañaflecha, mirando por encima de sus gafas. Es el segundo de los cuatro sombreros que elabora al día en el patio de su rancho de piso de tierra y paredes levantadas con palos de guadua rajados a la mitad, cerca de tres cerditos embarrados y desnutridos.
Estos son sombreros comunes y corrientes, de combate, explica. Los genuinos, de 19 y 21 puntas de fibra son muy costosos y él no tiene ni los insumos ni el tiempo para hacerlos, y menos quién se los compre. Los que él fabrica, los vende en la plaza de mercado de su pueblo, Tuchín (Córdoba), cuna de la que es considerada por Artesanías de Colombia como la principal pieza artesanal del país y símbolo nacional por excelencia: el sombrero vueltiao.
-¿Y en cuánto los vende?
-"Pues los vendo a lo que me quieran dar, entre 12 y 15 mil pesos", responde el hombre con un acento que suena extraño: entre costeño e indio. Orlando, indígena zenú de piel tostada, lamenta que su oficio apenas le dé para comer a medias.
"No es mucha cosa lo que dejan los sombreritos: por ahí entre dos mil y tres mil pesos de ganancia cada uno", aclara él, con resignación en la voz. Orlando, casado y padre de cinco hijos a los que no pudo darles estudio por falta de dinero, no entiende cómo el país se enaltece con el sombrero vueltiao y no hace nada -o muy poco- por aquellos que los tejen con laboriosidad. "Dicen que es el símbolo nacional, y mire cómo vivimos de mal quienes lo hacemos".
Tuchín es un municipio recién nacido que brota de los ardientes Montes de María, en el noroeste del país. Se fundó apenas en el 2007, cuando logró independizarse de su eterno hermano siamés: San Andrés de Sotavento. Es el núcleo del resguardo indígena Zenú y tiene 33 mil habitantes. Y el 80 por ciento de la economía local se deriva de las artesanías. Es un pueblo que parece congelado en el tiempo. No tiene servicios de agua potable ni de alcantarillado. La Alcaldía es una casa sencilla de dos pisos y en sus terrenos sólo sobreviven unas pocas viviendas rústicas de techo de paja.
Los nativos han adoptado la mayoría de costumbres occidentales. Al parecer, la única herencia ancestral que les queda es la de hacer sombreros. Y allí, sorprendentemente, muy pocos los lucen sobre sus cabezas.
Expólita Bravo sumerge sus manos en un balde repleto de barro y agua. Aprieta un manojo de cañaflecha seca -fibra natural con la que se teje el sombrero- que revuelve entre el lodo: un barro especial que sirve de tintura natural y que escarba en un pozo de la casa de su suegro, Ramón Nova.
La mujer, madre de cinco hijos, cuenta que su oficio no es negocio para los artesanos sino para los intermediarios que lo pagan a cualquier precio y se quedan con las ganancias.
Un negocio para otros
Es cierto. Un sombrero auténtico de 19 tiritas de cañaflecha, cuya elaboración tarda una semana, lo venden allí a 120 mil pesos, en promedio, y a 90 mil si es al por mayor. Basta con preguntar en las tiendas de artesanías de Cartagena o Bogotá para darse cuenta de que los elevan hasta 400 ó 500 mil pesos. "Los artesanos tienen que vender los sombreros al precio que ponga el comprador, por la necesidad de llevarles comida a sus hijos", comenta Luz Marina Moreno, artesana y secretaria de Cultura del municipio.
Y añade, con indignación: "Es muy triste que los herederos de esta tradición, que es el símbolo que representa a Colombia en el mundo, vivan en condiciones tan lamentables". Ella advierte que la falta de organización entre los artesanos también influye, pues cada quien vende por su cuenta: no tienen quién los represente comercialmente y la única cooperativa está de capa caída. Medardo de Jesús Suárez es uno de los maestros artesanos de Tuchín. Tiene 75 años y no sabe hacer otra cosa que tejer sombreros. Tanto así que el año pasado un grupo de empresarios chinos, que fue a Tuchín, le ofreció una buena cantidad de dinero para que se fuera con ellos a enseñarles la técnica del sombrero vueltiao.
Él no quiso. "Eso sería vender nuestra herencia", dijo entonces el hombre, quien reprueba que al sombrero lo imiten de todas las formas posibles. Alexander Parra, funcionario de Artesanías de Colombia, cuenta que el sombrero vueltiao, y su pinta, son usados en mochilas, ponchos y cachuchas, en telas y materiales sintéticos. También en sombreros de cartón que regalan en las fiestas populares.
Los hacen en diferentes regiones del país y se sospecha, incluso, que estarían llegando del exterior. Pero si todo les sale bien a los tuchineros, podrán ponerle un tatequieto a los falsificadores. Esto, gracias a la solicitud de denominación de origen que se hizo ante la Superintendencia de Industria y Comercio.
Todo, dentro de un proyecto de propiedad intelectual liderado por Artesanías de Colombia, que busca que los artesanos blinden legalmente sus creaciones. Cuando se obtenga, el símbolo ya no podrá ser empleado libremente, como hasta ahora, a menos que paguen por los derechos.
Jesús Hernández, directivo de la cooperativa de artesanos de Tuchín, no encuentra la fórmula para enfrentar la explotación comercial de la que son víctimas. Él recuerda que hace algunos años el sombrero y las manillas de cañaflecha se pusieron de moda por cuenta de la tienda de los hijos del entonces Presidente, Álvaro Uribe.
"Eso fue un boom farandulero. Los hijos del Presidente sólo beneficiaron a un par de familias, no más; no fomentaron una organización, ni obras sociales. No dejaron nada y ni volvieron", dice Hernández.
El peruano Ray Meloni, consultor de la Unión Europea y experto en propiedad intelectual, interrumpe al artesano. "Yo le voy a decir qué les dejaron los hijos de Uribe. Dejaron la idea clara de que el negocio es rentable, que hay todo un potencial para exportar y vender lo que quieran", le recomienda el especialista al advertirle que eso será posible si el Estado los organiza en un centro de acopio y comercialización. De lo contrario, reiteró, seguirán haciendo millonarios a otros con el símbolo nacional que tejen con sus manos laboriosas.