Los artesanos del sombrero vueltiao, símbolo nacional, sostienen la tradición pese a su pobreza.
José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de El Tiempo
Tuchín (Córdoba). 13 de enero del 2011
La vieja y oxidada máquina de coser marca Sínger modelo 65 tose como una locomotora ronca cada vez que Orlando Pérez hunde el pedal con sus pies.
El hombre, de 50 años, le da vueltas al sombrero con unas manos callosas; lo arma cuidadosamente puntada a puntada, con los ojos pegados a una trenza de cañaflecha, mirando por encima de sus gafas. Es el segundo de los cuatro sombreros que elabora al día en el patio de su rancho de piso de tierra y paredes levantadas con palos de guadua rajados a la mitad, cerca de tres cerditos embarrados y desnutridos.
Estos son sombreros comunes y corrientes, de combate, explica. Los genuinos, de 19 y 21 puntas de fibra son muy costosos y él no tiene ni los insumos ni el tiempo para hacerlos, y menos quién se los compre. Los que él fabrica, los vende en la plaza de mercado de su pueblo, Tuchín (Córdoba), cuna de la que es considerada por Artesanías de Colombia como la principal pieza artesanal del país y símbolo nacional por excelencia: el sombrero vueltiao.
-¿Y en cuánto los vende?
-"Pues los vendo a lo que me quieran dar, entre 12 y 15 mil pesos", responde el hombre con un acento que suena extraño: entre costeño e indio. Orlando, indígena zenú de piel tostada, lamenta que su oficio apenas le dé para comer a medias.
"No es mucha cosa lo que dejan los sombreritos: por ahí entre dos mil y tres mil pesos de ganancia cada uno", aclara él, con resignación en la voz. Orlando, casado y padre de cinco hijos a los que no pudo darles estudio por falta de dinero, no entiende cómo el país se enaltece con el sombrero vueltiao y no hace nada -o muy poco- por aquellos que los tejen con laboriosidad. "Dicen que es el símbolo nacional, y mire cómo vivimos de mal quienes lo hacemos".
Tuchín es un municipio recién nacido que brota de los ardientes Montes de María, en el noroeste del país. Se fundó apenas en el 2007, cuando logró independizarse de su eterno hermano siamés: San Andrés de Sotavento. Es el núcleo del resguardo indígena Zenú y tiene 33 mil habitantes. Y el 80 por ciento de la economía local se deriva de las artesanías. Es un pueblo que parece congelado en el tiempo. No tiene servicios de agua potable ni de alcantarillado. La Alcaldía es una casa sencilla de dos pisos y en sus terrenos sólo sobreviven unas pocas viviendas rústicas de techo de paja.
Los nativos han adoptado la mayoría de costumbres occidentales. Al parecer, la única herencia ancestral que les queda es la de hacer sombreros. Y allí, sorprendentemente, muy pocos los lucen sobre sus cabezas.
Expólita Bravo sumerge sus manos en un balde repleto de barro y agua. Aprieta un manojo de cañaflecha seca -fibra natural con la que se teje el sombrero- que revuelve entre el lodo: un barro especial que sirve de tintura natural y que escarba en un pozo de la casa de su suegro, Ramón Nova.
La mujer, madre de cinco hijos, cuenta que su oficio no es negocio para los artesanos sino para los intermediarios que lo pagan a cualquier precio y se quedan con las ganancias.
Un negocio para otros
Es cierto. Un sombrero auténtico de 19 tiritas de cañaflecha, cuya elaboración tarda una semana, lo venden allí a 120 mil pesos, en promedio, y a 90 mil si es al por mayor. Basta con preguntar en las tiendas de artesanías de Cartagena o Bogotá para darse cuenta de que los elevan hasta 400 ó 500 mil pesos. "Los artesanos tienen que vender los sombreros al precio que ponga el comprador, por la necesidad de llevarles comida a sus hijos", comenta Luz Marina Moreno, artesana y secretaria de Cultura del municipio.
Y añade, con indignación: "Es muy triste que los herederos de esta tradición, que es el símbolo que representa a Colombia en el mundo, vivan en condiciones tan lamentables". Ella advierte que la falta de organización entre los artesanos también influye, pues cada quien vende por su cuenta: no tienen quién los represente comercialmente y la única cooperativa está de capa caída. Medardo de Jesús Suárez es uno de los maestros artesanos de Tuchín. Tiene 75 años y no sabe hacer otra cosa que tejer sombreros. Tanto así que el año pasado un grupo de empresarios chinos, que fue a Tuchín, le ofreció una buena cantidad de dinero para que se fuera con ellos a enseñarles la técnica del sombrero vueltiao.
Él no quiso. "Eso sería vender nuestra herencia", dijo entonces el hombre, quien reprueba que al sombrero lo imiten de todas las formas posibles. Alexander Parra, funcionario de Artesanías de Colombia, cuenta que el sombrero vueltiao, y su pinta, son usados en mochilas, ponchos y cachuchas, en telas y materiales sintéticos. También en sombreros de cartón que regalan en las fiestas populares.
Los hacen en diferentes regiones del país y se sospecha, incluso, que estarían llegando del exterior. Pero si todo les sale bien a los tuchineros, podrán ponerle un tatequieto a los falsificadores. Esto, gracias a la solicitud de denominación de origen que se hizo ante la Superintendencia de Industria y Comercio.
Todo, dentro de un proyecto de propiedad intelectual liderado por Artesanías de Colombia, que busca que los artesanos blinden legalmente sus creaciones. Cuando se obtenga, el símbolo ya no podrá ser empleado libremente, como hasta ahora, a menos que paguen por los derechos.
Jesús Hernández, directivo de la cooperativa de artesanos de Tuchín, no encuentra la fórmula para enfrentar la explotación comercial de la que son víctimas. Él recuerda que hace algunos años el sombrero y las manillas de cañaflecha se pusieron de moda por cuenta de la tienda de los hijos del entonces Presidente, Álvaro Uribe.
"Eso fue un boom farandulero. Los hijos del Presidente sólo beneficiaron a un par de familias, no más; no fomentaron una organización, ni obras sociales. No dejaron nada y ni volvieron", dice Hernández.
El peruano Ray Meloni, consultor de la Unión Europea y experto en propiedad intelectual, interrumpe al artesano. "Yo le voy a decir qué les dejaron los hijos de Uribe. Dejaron la idea clara de que el negocio es rentable, que hay todo un potencial para exportar y vender lo que quieran", le recomienda el especialista al advertirle que eso será posible si el Estado los organiza en un centro de acopio y comercialización. De lo contrario, reiteró, seguirán haciendo millonarios a otros con el símbolo nacional que tejen con sus manos laboriosas.
José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de El Tiempo
Tuchín (Córdoba). 13 de enero del 2011
La vieja y oxidada máquina de coser marca Sínger modelo 65 tose como una locomotora ronca cada vez que Orlando Pérez hunde el pedal con sus pies.
El hombre, de 50 años, le da vueltas al sombrero con unas manos callosas; lo arma cuidadosamente puntada a puntada, con los ojos pegados a una trenza de cañaflecha, mirando por encima de sus gafas. Es el segundo de los cuatro sombreros que elabora al día en el patio de su rancho de piso de tierra y paredes levantadas con palos de guadua rajados a la mitad, cerca de tres cerditos embarrados y desnutridos.
Estos son sombreros comunes y corrientes, de combate, explica. Los genuinos, de 19 y 21 puntas de fibra son muy costosos y él no tiene ni los insumos ni el tiempo para hacerlos, y menos quién se los compre. Los que él fabrica, los vende en la plaza de mercado de su pueblo, Tuchín (Córdoba), cuna de la que es considerada por Artesanías de Colombia como la principal pieza artesanal del país y símbolo nacional por excelencia: el sombrero vueltiao.
-¿Y en cuánto los vende?
-"Pues los vendo a lo que me quieran dar, entre 12 y 15 mil pesos", responde el hombre con un acento que suena extraño: entre costeño e indio. Orlando, indígena zenú de piel tostada, lamenta que su oficio apenas le dé para comer a medias.
"No es mucha cosa lo que dejan los sombreritos: por ahí entre dos mil y tres mil pesos de ganancia cada uno", aclara él, con resignación en la voz. Orlando, casado y padre de cinco hijos a los que no pudo darles estudio por falta de dinero, no entiende cómo el país se enaltece con el sombrero vueltiao y no hace nada -o muy poco- por aquellos que los tejen con laboriosidad. "Dicen que es el símbolo nacional, y mire cómo vivimos de mal quienes lo hacemos".
Tuchín es un municipio recién nacido que brota de los ardientes Montes de María, en el noroeste del país. Se fundó apenas en el 2007, cuando logró independizarse de su eterno hermano siamés: San Andrés de Sotavento. Es el núcleo del resguardo indígena Zenú y tiene 33 mil habitantes. Y el 80 por ciento de la economía local se deriva de las artesanías. Es un pueblo que parece congelado en el tiempo. No tiene servicios de agua potable ni de alcantarillado. La Alcaldía es una casa sencilla de dos pisos y en sus terrenos sólo sobreviven unas pocas viviendas rústicas de techo de paja.
Los nativos han adoptado la mayoría de costumbres occidentales. Al parecer, la única herencia ancestral que les queda es la de hacer sombreros. Y allí, sorprendentemente, muy pocos los lucen sobre sus cabezas.
Expólita Bravo sumerge sus manos en un balde repleto de barro y agua. Aprieta un manojo de cañaflecha seca -fibra natural con la que se teje el sombrero- que revuelve entre el lodo: un barro especial que sirve de tintura natural y que escarba en un pozo de la casa de su suegro, Ramón Nova.
La mujer, madre de cinco hijos, cuenta que su oficio no es negocio para los artesanos sino para los intermediarios que lo pagan a cualquier precio y se quedan con las ganancias.
Un negocio para otros
Es cierto. Un sombrero auténtico de 19 tiritas de cañaflecha, cuya elaboración tarda una semana, lo venden allí a 120 mil pesos, en promedio, y a 90 mil si es al por mayor. Basta con preguntar en las tiendas de artesanías de Cartagena o Bogotá para darse cuenta de que los elevan hasta 400 ó 500 mil pesos. "Los artesanos tienen que vender los sombreros al precio que ponga el comprador, por la necesidad de llevarles comida a sus hijos", comenta Luz Marina Moreno, artesana y secretaria de Cultura del municipio.
Y añade, con indignación: "Es muy triste que los herederos de esta tradición, que es el símbolo que representa a Colombia en el mundo, vivan en condiciones tan lamentables". Ella advierte que la falta de organización entre los artesanos también influye, pues cada quien vende por su cuenta: no tienen quién los represente comercialmente y la única cooperativa está de capa caída. Medardo de Jesús Suárez es uno de los maestros artesanos de Tuchín. Tiene 75 años y no sabe hacer otra cosa que tejer sombreros. Tanto así que el año pasado un grupo de empresarios chinos, que fue a Tuchín, le ofreció una buena cantidad de dinero para que se fuera con ellos a enseñarles la técnica del sombrero vueltiao.
Él no quiso. "Eso sería vender nuestra herencia", dijo entonces el hombre, quien reprueba que al sombrero lo imiten de todas las formas posibles. Alexander Parra, funcionario de Artesanías de Colombia, cuenta que el sombrero vueltiao, y su pinta, son usados en mochilas, ponchos y cachuchas, en telas y materiales sintéticos. También en sombreros de cartón que regalan en las fiestas populares.
Los hacen en diferentes regiones del país y se sospecha, incluso, que estarían llegando del exterior. Pero si todo les sale bien a los tuchineros, podrán ponerle un tatequieto a los falsificadores. Esto, gracias a la solicitud de denominación de origen que se hizo ante la Superintendencia de Industria y Comercio.
Todo, dentro de un proyecto de propiedad intelectual liderado por Artesanías de Colombia, que busca que los artesanos blinden legalmente sus creaciones. Cuando se obtenga, el símbolo ya no podrá ser empleado libremente, como hasta ahora, a menos que paguen por los derechos.
Jesús Hernández, directivo de la cooperativa de artesanos de Tuchín, no encuentra la fórmula para enfrentar la explotación comercial de la que son víctimas. Él recuerda que hace algunos años el sombrero y las manillas de cañaflecha se pusieron de moda por cuenta de la tienda de los hijos del entonces Presidente, Álvaro Uribe.
"Eso fue un boom farandulero. Los hijos del Presidente sólo beneficiaron a un par de familias, no más; no fomentaron una organización, ni obras sociales. No dejaron nada y ni volvieron", dice Hernández.
El peruano Ray Meloni, consultor de la Unión Europea y experto en propiedad intelectual, interrumpe al artesano. "Yo le voy a decir qué les dejaron los hijos de Uribe. Dejaron la idea clara de que el negocio es rentable, que hay todo un potencial para exportar y vender lo que quieran", le recomienda el especialista al advertirle que eso será posible si el Estado los organiza en un centro de acopio y comercialización. De lo contrario, reiteró, seguirán haciendo millonarios a otros con el símbolo nacional que tejen con sus manos laboriosas.
0 comentarios:
Publicar un comentario