Palenque, un pueblo tejido en trenzas


Esta población del Caribe colombiano rompió las cadenas de la esclavitud gracias a los mapas de fuga que tejieron las mujeres en sus trenzas. Hoy, los peinados siguen siendo parte del legado africano que convirtió a Palenque en patrimonio de la humanidad.



Publicado en la revista Carrusel el 19 de agosto de 2011.

San Basilio de Palenque es un pueblo ardoroso que parece congelado. En el parque, frente a una iglesia pequeña pintada de descoloridos azul y rosado, se impone el monumento al gran cimarrón que se atrevió a desafiar a la corona española en el año 1600 y que convirtió a Palenque en el primer pueblo libre de América: Benkos Biohó. (Haga clic aquí para ver una galería de imágenes)
La imagen del negro nace desde la cintura de un pedestal mohoso. La mano derecha la tiene erguida, como queriendo alcanzar algo; en la izquierda, empuña el eslabón de una cadena rota. Su rostro es de victoria, pero también de dolor.
A dos cuadras del monumento queda la casa de Emelina Reyes, una mujer pequeña y de apariencia frágil, de 56 años, que habla con una voz carrasposa. Ella, al igual que todas las mujeres y niñas palenqueras, lleva una trenza que amansa el pelo arisco. Pero la suya, como el resto trenzas que se ven por ahí, no es producto del azar.
"Esta se llama la 'puerca paría', por el poco de hijitos que tiene", suelta la mujer; agacha la cabeza y describe la obra que ella misma elaboró con maestría: pequeños globitos de pelo distribuidos adelante, atrás, al frente y a los lados, como si fuera un racimo de cerditos amamantándose de la madre.
Emelina es de las trenzadoras más famosas y antiguas de un pueblo que, literalmente, fue tejido con el pelo de sus mujeres y que conserva viva la tradición ancestral de los peinados. "Yo no fui a estudiar, eso no se usaba en mi época; pero desde pequeña me enseñaron que las trenzas son una forma de ser libre", cuenta ella que es madre de seis hijos -dos muertos -, vendedora de cocadas y voz líder de Las alegres ambulancias de San Basilio de Palenque, un grupo musical que interpreta bullerengue y lumbalú, este último, un ritual africano para despedir a los muertos.
La historia, ampliamente documentada, le da toda la razón a Emelina cuando se refiere a la trenzada libertad. Benkos, el héroe de la estatua, no estuvo solo en su gesta contra la esclavitud. Sin su mujer, Wiwa, y sin otras esclavas, no hubiera podido escabullirse desde Cartagena por entre las faldas de los Montes de María hasta llegar al lugar donde hoy se levanta Palenque, como es conocido este corregimiento del municipio de Mahates (Bolívar), de cerca de cuatro mil habitantes.
El camino a la libertad lo tejieron las esclavas de una forma muy particular: en su pelo, a través de las trenzas. Eso lo argumenta Emilia Valencia Murraini, presidenta de la Asociación de mujeres afrocolombianas (Amafrocol), quien desde hace 30 años investiga todo el entramado de los peinados de las palenqueras.
Como ellas no estaban tan vigiladas -narra Emilia-, podían husmear por los caminos que recorría el amo. Divisaban el paisaje, los ríos, las montañas y las tropas del ejército español. Y en su pelo tejían lo que veían, a través de mapas de huida en marañas trenzadas, delimitando los senderos transitados. De esta manera los esclavos, liderados por Benkos, planearon la fuga, armados de lo que sería una brújula peluda.
"Los españoles jamás pensaron que los esclavos podían huir y menos que las negras los pudieran engañar de una forma tan sencilla: con el pelo", cuenta Basilia Pérez Márquez, licenciada en administración educativa y representante de la Asociación de mujeres raíces de Benkos. "De ahí, todos esos peinados que aún sobreviven en la cultura palenquera", sigue la mujer, luciendo un pelo rojo esponjoso, atrapado en una trenza en forma de corona.
Basilia es la secretaria del colegio del pueblo, donde a las 10 de la mañana suena la campana del recreo. Todas las niñas llevan un peinado especial. Unas juegan en medio del alboroto y otras pasan el tiempo acicalándose entre ellas los peinados.
Pero el pelo de las palenqueras también sirvió de botín, cuenta Basilia. En sus cabellos enredados, las esclavas escondían pepitas de oro que lograban escarbar en su trabajo en la minería durante la Colonia. También escondieron en su capilaridad semillas que después sembraron en el que sería su pueblo, garantizando de esa forma la seguridad alimentaria para la comunidad. "Fueron brillantes las primeras palenqueras", concluye Basilia.

Un inventario trenzado
Emelina Reyes peina a una de sus vecinas. Es común ver, afuera de las viviendas, a grupos de mujeres (abuelas, madres, hijas, amigas), matando el tiempo, en un pueblo donde todo parece transcurrir a destiempo, mientras se peinan las unas a las otras. De ahí que todas dominen el arte del trenzado, con sutil maestría, desde los primeros años.
La mujer teje un 'bordebalay': una especie de nido en la mitad de la cabeza que se desprende en cuatro partes, recreando la orilla del balay, un instrumento hecho en iraca en el que los campesinos secan al aire el arroz y el maíz.
Ereilis Navarro ha observado la escena muchas veces. Ella es una docente e investigadora barranquillera que se ha encargado de estudiar el significado de las trenzas de este caserío que, en el año 2005, fue declarado por la Unesco, Patrimonio cultural inmaterial de la humanidad y se reconoció el título del primer pueblo libre de América y su herencia africana, que se conserva intacta en diferentes costumbres, entre estas, la lengua: el palenquero (perteneciente a la familia lingüística bantú).
En todo este trabajo, Ereilis armó un inventario con 60 clases de peinados, cada uno con un significado especial. Menciona algunos: el 'hundiíto', un diseño inspirado en la topografía de las montañas (alusivos a las rutas de escape); los 'borreguitos', que es el reflejo del sometimiento de los esclavos; las 'carreítas', una secuencia de filas que ilustran los caminos de la región; el 'lío', porque no se sabe dónde comienza ni donde termina, y la 'puerca paría', símbolo de prosperidad.
La investigación de Ereilis, morena de abundante cabellera y finas trenzas, será publicada en un libro, a finales de este año, y se titulará Motia ri majaná ri palengue, que significa, en la lengua palenquera, "peinados de la gente de Palenque".


La primera peluquería
Lo extraño es que en un pueblo que surgió de la nada gracias al pelo de sus mujeres, y donde todas lucen elaborados peinados, no hay una peluquería.
María de los Santos Reyes es la vicepresidenta de la Asociación de mujeres raíces de Benkos, que nació hace apenas un año con el objetivo de mejorar la calidad de vida de las palenqueras a través de capacitación y proyectos productivos.
Actualmente, cuenta María, trabajan en la consecución de recursos para hacer realidad el sueño de la mayoría de palenqueras: un salón de belleza con todas las de la ley, donde los turistas sean peinados por ellas, en un negocio que permita sacarle provecho a su legendario talento.
Juana Erazo tiene 25 años y una piel de ébano. Estudia licenciatura en pedagogía gracias a una beca, está casada y es madre de un niño de 6 años. Ella pica y vende frutas, y también teje trenzas. Pero ahora se dispone a que la peine su amiga María Hernández. Por eso, camina hacia su casa con dos metros de pelo sintético en las manos, que le costaron 12 mil pesos. Sí, los peinados palenqueros han evolucionado gracias a los postizos, que están imponiendo una nueva generación de trenzas.
Las manos de María se mueven con laboriosidad sobre la cabeza de Juana, como esculpiendo una obra de arte en filigrana. Casi ni mira lo que le está tejiendo, que en esta ocasión es el peinado de moda entre las jóvenes: la 'cachetada'.
"Se llama así porque quedan varios dedos de trenzas, de lado, sobre la frente, como si fuera una cachetada. Se hace encima del cabello, con pelo sintético, porque ya ves que el pelo de nosotras no da para esto", explica Juana, cogiéndose un pelo alborotado y eléctrico que le llega hasta los hombros, listo para recibir el postizo.
Después de media hora, Juana queda bellamente peinada. Camina por las calles sin pavimento de Palenque ondeando las trenzas -que le llegan hasta la cintura- al vaivén de sus caderas; orgullosa de su pelo y de su libertad.


Protagonistas y líderes de su historia
El papel de la mujer en la sociedad palenquera ha sido fundamental. Son ellas las que crían a los hijos y las que salen a vender lo que cultivan sus maridos. Incluso, hay una creencia respaldada por unos y rechazada por otros: Que las mujeres son las que sostienen a los hombres.
"Me pregunto, hoy después de tantos años, qué tan libre es Palenque y qué tan libres somos las palenqueras", dice con cierta preocupación Antonia Pérez, gestora social del programa gubernamental Red juntos, al hablar sobre las pocas oportunidades de educación y empleo, y al machismo que sigue predominando.
Por eso, cuenta Antonia, trabajan en la creación de una cooperativa para comercializar, incluso fuera del país, las cocadas, alegrías, enyucados y los demás dulces que ellas elaboran.
"Nuestra gran problemática es la falta de trabajo. Muchas mujeres tienen que abandonar a sus familias, durante varios meses, para irse a vender cocadas a Cartagena y a otras ciudades, incluso a Venezuela", lamenta la líder comunal María de los Santos Reyes.
La mujer cita el ejemplo de las pintorescas palenqueras de Cartagena, con sus vestidos de colores y poncheras rebosantes de frutas sobre sus cabezas, que sobreviven gracias a lo que los turistas les quieran dar a cambio de una foto para el recuerdo. También a aquellas que ofrecen trenzas en las playas, muchas veces, con la indiferencia de los turistas.

'Soy Kim, la niña de la foto de Vietnam'

Viene a Colombia Kim Phuc, la niña que se hizo famosa tras ser quemada con napalm, y que ahora lucha por los niños víctimas de la guerra.




José Alberto Mojica Patiño

Redactor de EL TIEMPO

17 de agosto del 2011


Kim Phuc se hizo tristemente famosa debido a la guerra de Vietnam. La imagen de la niña de 9 años que huía del bombardeo a su pueblo con napalm, gritando de dolor por las quemaduras en su cuerpo, le dio la vuelta al mundo.

Han transcurrido 39 años desde el 8 de junio de 1972, día en el que Kim se convirtió en un símbolo de la guerra de Vietnam. Todo gracias a la imagen captada por el reportero Nic Ut, quien no solo tomó la foto -que más tarde le daría el Premio Pulitzer-, sino que la salvó de la muerte llevándola a un hospital.

Los médicos no le daban esperanzas de vida. Tenía quemaduras de tercer grado en medio cuerpo. Después de varias cirugías, logró salir adelante. Sin embargo, durante mucho tiempo fue perseguida. La usaron como un símbolo de la guerra.

Hoy, asegura que gracias a Cristo se sanaron sus heridas del cuerpo y el alma. Vive en Canadá con su esposo y sus dos hijos adolescentes, desde donde dirige una fundación que ayuda a los niños que son víctimas de la guerra en todo el mundo. Como embajadora de buena voluntad de la Unesco, viaja por diferentes países llevando un mensaje de paz y tolerancia.

En Bogotá ofrecerá una conferencia el próximo 23 de agosto (véase recuadro). En un español a medias -que aprendió mientras estudiaba medicina en Cuba-, respondió una entrevista telefónica a EL TIEMPO.



¿Cómo recuerda lo sucedido?

Tenía 9 años, había terminado el tercer grado. Mi familia y yo llevábamos escondidos tres días en un templo, por los bombardeos de Vietnam del Sur. Al tercer día, después del almuerzo, vivimos un atentado de humo de color rojo: nuestra aldea iba a ser bombardeada. Nos dieron la orden de correr, de huir.

¿Cómo fue esa huida?

Los niños salimos corriendo primero, los adultos iban detrás. Íbamos corriendo cuando vi un avión volando muy rápido. Yo paré y miré el avión. Y yo vi muy claro cuatro bombas volando y escuché una explosión. Alrededor de mí no vi ninguna persona, solamente había fuego, y vi el fuego en mi cuerpo.

¿Qué hizo en ese momento?

Yo utilicé mi mano derecha para apagar el fuego en mi brazo izquierdo, así que me quemé también mi mano derecha. Mi ropa empezó a quemarse y me la quité como pude. Tenía miedo y recuerdo todavía que pensaba que, con esas quemaduras, iba a ser muy fea. Gracias a Dios, mis pies no se quemaron y yo tenía capacidad para correr por entre el fuego. Gritaba: 'quema!, ¡quema!'.

¿Qué pasó con los otros niños?

Yo corría con mis hermanos, con mis padres y con mi abuela, que cargaba en brazos a un primo de 3 años. Dos primos murieron, de 3 y 9 años, y una tía se quemó. ¿Supo que la fotografiaban? Nunca me fijé que ahí estaba el fotógrafo (Nic Ut), que fue el que me rescató y me llevó al hospital. Después de eso me hice muy amiga de Nic, no hemos perdido contacto.

¿Cómo fue su recuperación?

Pasé 14 meses en el hospital. Volví a casa, hasta que descubrieron que yo era la niña de la foto. El Gobierno me sometió a largas entrevistas, grupos comunistas me hicieron participar en películas de propaganda política, fui obligada a dejar la escuela. Era un símbolo de la guerra. Mi vida era un tormento.

¿Cómo huyó de tanta presión?

En 1982, estudiaba medicina en Saigón y, por desgracia, funcionarios del Gobierno se enteraron de que yo era la niñita de la foto y me buscaron, querían que trabajara con ellos como símbolo. Yo solo quería estudiar. Les rogué que me dejaran tranquila y me prohibieron seguir estudiando. Solo deseaba morir, era una joven de 19 años sin esperanzas. Fue una infamia.

¿En qué momento su vida empieza a mejorar?

En 1986 viajé a Cuba a estudiar; allí conocí a Bui Huy Toan, un vietnamita con el que me casé, en 1992. Ahí, mi vida empezó a brillar; además, empecé a conocer a Dios.

¿Cómo nace su fundación?

Decidí que mi sufrimiento no fuera en vano. Si era símbolo de la guerra, quería aprovechar eso para luchar por los niños que, como yo, han sufrido por la guerra. Hay muchos niños huérfanos y que se mueren de hambre en todo el mundo, y yo trabajo para que esos niños vivan mejor.

¿Qué sabe de la niñez colombiana?

Sé que los niños sufren de muchas cosas, por ejemplo, que los convierten en soldados desde muy pequeños, que los reclutan. Sé que hay muchos niños que tienen hambre y no pueden estudiar.

¿Tiene pensado apoyar algún proyecto en Colombia?

Hay en curso algunas iniciativas con fundaciones aliadas.

¿Por qué no vive en Vietnam?

Es mi país y allá está mi familia, viajo cuando puedo. Pero no puedo vivir allá porque soy la famosa niñita de la foto, y yo quiero estar tranquila. Acá, en Canadá, vivo muy feliz con mi familia y puedo trabajar en mi fundación. La otra cosa es el clima de Vietnam, allá hace mucho calor; cuando voy me pongo muy mal. Por las cicatrices no tengo poros en los brazos, la espalda y el estómago, no puedo sudar y me pongo muy mal.

¿Aún siente dolor?

Las quemaduras me afectaron el nervio. O sea, me quemé por dentro también. Normalmente no tengo dolor, pero cuando hay cambios fuertes de clima el dolor se vuelve insoportable.

¿Qué concluye de lo que le sucedió?

En lo profundo de mi corazón le doy gracias a Dios por haberme convertido en la fe. Yo creo que Dios me escogió para vivir ese testimonio para que mi vida tuviera un propósito. Todo lo que me pasó es un milagro. Si Dios me salvó, es porque ahora tengo que ser testimonio para ayudar a los demás, especialmente a los niños

El glorioso y olvidado gaitero

¿Qué le queda al más célebre gaitero colombianos tres años después de ganar un Grammy? Sólo la nostalgia de promesas incumplidas y el anhelo de una vida sin tanta agonía.

POR JOSÉ ALBERTO MOJICA PATIÑO
ENVIADO ESPECIAL
SAN JACINTO (CÓRDOBA)

San jacintero:
Recuerda los bailes nobles de tus abuelos,
los que bailaron la gaita y dejaron huellas sobre tu suelo.
(Extracto de Sabor a gaita, del compositor Adolfo Pacheco).

El objeto se ve extraño, exótico, como una pieza de museo fuera de su cofre de cristal. Su propietario se encorva lentamente y lo saca de la caja de cartón donde lo guarda, con recelo, para ponerlo encima de un mesón de madera raído que hace las veces de comedor.
Sus destellos dorados disparan hacia el piso de tierra húmeda que conduce hacia la cocina donde reposan cuatro ollas tiznadas -y vacías- sobre una estufa de gasolina.
Desde allí se asoma el patio donde una gallina negra escarba, inútilmente, buscando algún grano para comer.
En la casa del ganador de un Grammy, el gramófono suele ser lo más importante. Por eso su propietario, Manuel Antonio García Caro, ya no quiere guardarlo más debajo de la cama.
Toño, como lo conocen en San Jacinto (Bolívar), es uno de los gaiteros que en el 2007 obtuvieron el premio Grammy Latino en la categoría de mejor álbum folclórico. El mundo los vio pisando la alfombra roja en Las Vegas y codeándose con luminarias del espectáculo como Juan Luis Guerra, Gloria Estefan y Ricky Martin.
Después de desfilar con un grupo de indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, tocaron con la famosa agrupación puertorriqueña Calle 13, que subsidió su viaje.
La prensa internacional del espectáculo cubrió con asombro el triunfo de los tres campesinos colombianos que, vestidos de blanco, montados en sandalias y cubriendo sus cabelleras canosas con sombreros vueltiaos, se alzaron con el galardón.
Además de Toño, iban Nicolás Hernández y Juan Fernández, más conocidos como Nico y Juan ‘Chuchita’, con quienes conforma la gloriosa agrupación de Los auténticos gaiteros de San Jacinto desde hace casi cuatro décadas.
¿Tres años después, qué le queda a un ganador de un Grammy como Toño?
Muy poco. Solamente el recuerdo de esos instantes de gloria, varias promesas sin cumplir y, por supuesto, el gramófono, que es su más valioso tesoro. Nada más, aunque para él parece que fuera suficiente. La organización del premio no da dinero en efectivo, sólo el reconocimiento.
El maestro Toño no se queja ni juzga. Tampoco exige que le cumplan lo que le prometieron cuando le dio la alegría del Grammy a Colombia, el mismo galardón que han ganado otros artistas nacionales como Shakira o Juanes. La casita que le iban a construir, a él y a sus compañeros, todavía no tiene ni la primera piedra.
El hombre, que el pasado 6 de enero cumplió 81 años, vive con su esposa Candelaria y con una de sus tres hijas en un humilde rancho donde sólo dos de los tres cuartos tienen piso de concreto, que ya se agrietó; el resto es tierra. En su casa, como en todo San Jacinto, no hay servicio de acueducto ni de alcantarillado.
El agua la provee la lluvia. Tres baldes, con apenas un cuncho del líquido, sobresalen en el patio como esperando un milagro.
“Lo que quiero es hacer una piecesita directamente para el gramófono, para hacerle un nicho, para no volverlo a mover”, cuenta Toño con una voz suave y resignada.
Camina despacio rumbo al patio, dejando ver que el paso de las más ocho décadas que lleva a cuestas no ha sido en vano; atraviesa un corto pasillo ensopado y llega hasta el lote donde quiere levantarle una especie de museo al premio.
Señala el medio metro de pared que ha logrado construir con bloques de cemento y lamenta haber detenido la obra porque se le acabó el presupuesto.



Un santuario para el gramófono
“Lo estoy construyendo con lo poco que he podido ahorrar, de cuenta mía, ese trabajo lo estoy haciendo yo solo”, dice el hombre al contar que los tres millones de pesos que le dejó el último viaje internacional que hizo (a Londres, a comienzos del 2010), lo destinó a la construcción del ‘santuario’ para su gramófono y para pagar algunas deudas.
Su sueño es que los niños y los turistas, y todo el que quiera, pueda ir a su casa a conocer la dorada estatuilla. Ya no quiere prestarlo más al museo del pueblo, que se lo solicita cada vez que tiene alguna visita importante.
Toño García es el menor de 10 hermanos, de los que sólo queda él. Hijo de campesinos, se crió entre cultivos de maíz, yuca, ñame y tabaco en el caserío de Las Mercedes, a 25 kilómetros del casco urbano de San Jacinto, arrullado por el canto de las gaitas de los labriegos.
“No pude aprender a estudiar porque mi mamá se murió y me dejó de cinco años; a mi mamá le dio la muerte de un cáncer, una gravedad que no tenía cura. No aprendí a leer ni a escribir, sólo a firmar mi nombre”, evoca.
A los 13 años descubrió la fascinación por la gaita. Empezó por prestarle juiciosa atención al que más tarde sería su gran maestro, Manuel Mendoza. Poco a poco se fue convirtiendo en un aventajado aprendiz, y en uno de los músicos más solicitados para amenizar las parrandas de la región, de la mano de su mentor.
A los 19 años se casó y tuvo cuatro hijos, de los cuales murió uno pequeñito que nació muy enfermo. Hace 22 años murió otra de sus hijas, dejando a siete hijos a los que él no ha desamparado. Ninguno le heredó la vena artística y eso parece dolerle.
Tiempo después se desprendió de su vida de gaitero, que más que una carrera era la excusa para andar de fiesta en fiesta, chupando ron.
“Yo duré 20 años que me abandoné de la música, por cosas que se me dio de salir a caminar, a ver qué daba la vida, porque yo no conocía la vida”, recuerda Toño. Divagó por toda Colombia y Venezuela durante ese tiempo.
Pero en 1984 tuvo que volver. Su maestro había fallecido y él, como el mejor de sus pupilos, debía sucederlo. Regresó y retomó el trono de Manuel Mendoza, que lo convirtió en el que es considerado como el más célebre de los gaiteros colombianos.
Ha recorrido más de 20 países, en conciertos y en eventos de corte diplomático en el que ha representado a Colombia. Su gaita se ha escuchado en los escenarios más importantes del mundo, como el Madison Square Garden.
“Después de que fuimos ganadores del Grammy me he quedado esperando; si no ofrecieran, pues uno no se queda esperando”, suelta Toño y cuenta que el alcalde de turno, al igual que el Ministerio de Cultura de la época, les prometieron una casa a él y a sus amigos.
“Lo único que esperamos es que nos mejoren la vida tan siquiera con una casa para que yo, el resto de mi vida, lo pueda pasar quieto; ya se ha agonizado mucho”, dice Toño, ahora sí en tono nostálgico.
Nunca amasó una pensión y las invitaciones a los eventos internacionales se han reducido. Y en estas, cuenta, nunca le han pagado lo suficientemente bien. Sin embargo, aclara que sin esos viajes no hubiera podido levantar su rancho.
Su salud está bien, pero la de su esposa no tanto. Hace poco perdió un ojo y la atención que reciben por el régimen subsidiado de salud también se queda escasa.
“Me hace falta un tratamiento para recuperar unos años, porque yo todavía ando, todavía trabajo, yo hago la gaita; no tengo una entrada fija”, añade el hombre al hablar de la elaboración del legendario instrumento como una ayuda para su subsistencia.

Cambia sus gaitas por comida

El ilustre y viejo gaitero, que ha puesto a bailar a franceses, suizos, españoles y estadounidenses, debe adentrarse en el monte para conseguir la madera verde que hoy tiene arrumada en la casa y que aún huele a pino recién cortado; es un cactus al que tiene que sacarle el corazón y pelarle las espinas; lo seca bajo el sol para después abrirle las notas musicales con una varilla caliente.
Haciendo una gaita, después de tener el palo seco y los materiales listos (carbón vegetal y cera de abejas), tarda un día.
Y lo que le pagan es una humillación: entre 15 y 20 mil pesos por el par de gaitas (macho y hembra), que vende en las tiendas de artesanías de San Jacinto, al lado de las famosas y coloridas hamacas que caracterizan a esta calurosa población de la costa colombiana de 25.000 habitantes.
“Y si no las vendo, tengo que cambiarlas por comida”, reconoce con una voz que parece que se le fuera a apagar.
“Cuando las vendo bien vendidas, las vendo a 50 mil el par; ahí es cuando uno puede vivir un poco mejor”, cuenta él y revela que el honor de ser buena paga le permite sacar fiado en las tiendas del pueblo cada vez que se queda sin dinero. Todo lo que se cocina en su casa se trae el mismo día, casi siempre fiado; nunca hay plata para hacer mercado.
-¿Qué le preocupa?
-Poder terminar esta construcción y que yo sepa que me puedo acostar por ahí sin tanto desespero; para que el día que me toque morirme, me pueda ir alegre. De todo cuanto tormento he podido pasar, los he pasado; tengo una edad en la que ya no es justo seguir batallando tanto.
Jorge Quiroz, coordinador de cultura de San Jacinto, cuenta que desde que los gaiteros se ganaron el Grammy le han pedido ayuda al Ministerio de Cultura y al Viceministerio de Vivienda para construirles sus viviendas.
“Hemos hecho toda la gestión para que a los maestros se les provea de una vivienda digna. Le escribimos, incluso, al expresidente Álvaro Uribe y no se ha logrado nada”, cuenta el funcionario al explicar que el Gobierno nacional no les ha atendido esa solicitud y que el suyo es un municipio muy pobre.
Lo único que han podido hacer, con ellos, es darles subsidios de 150 mil pesos mensuales a cada uno (a través del programa de adulto mayor del Estado), mercados y la afiliación al Sisbén.
Juan ‘Chuchita’ tiene 79 años, mide 1.62 de estatura, tiene el cuerpo menudo y siempre sonríe; padre de cinco varones, es el cantante de la agrupación. Solo canta: la artritis ya no lo deja tocar la tambora.
“Mi casita es de bahareque, como en los tiempos antiguos. Espero a ver si me ayudan a hacer mi casita de material”, cuenta el hombre y puntualiza: “Del Grammy sólo me quedó el aparato”.
Además de los viajes al exterior, Juan ‘Chuchita’ toca con diferentes agrupaciones folclóricas para conseguir el sustento. También se queja de que en los viajes internacionales no le han pagado lo que él cree que se merece.
Lo que sí reconoce es que le han llegado las regalías por la venta del disco, Un fuego de pura sangre, el mismo que les permitió obtener el galardón.
Pedro Fernández, gestor cultural de la población, cree que la situación de los gaiteros se debe a que no tienen quién los represente y los defienda.
“Ellos son analfabetas y por eso se aprovechan, les dan lo que quieren en los contratos”, dice Fernández y explica que ellos, como no tienen un representante, tocan con quién se los les pide. Según él, la situación de Nicolas Hernández, el tercero de los gaiteros, es similar a la de Toño y Juan ‘Chuchita’.
“Los maestros no saben hacer cuentas, son muy humildes y conformistas”, sigue el hombre al hacer una acertada reflexión, que deja claro que son hombres humildes que han andado por la vida sin mayores pretensiones: “Los gaiteros hacen música porque les sale del alma, no por negocio”.
Sentado en una silla de madera, en el zaguán de su casa, Toño Fernández saca su larga gaita, de casi un metro. Se la lleva a la boca y sus dedos se deslizan dándole un sonido especial a cada soplo.
Toca Sabor a gaita, del compositor sanjacintero Adolfo Pacheco, una melodía que suena a nostalgia. Cierra los ojos, como despachando el alma en cada nota.
-¿Ha sido feliz, maestro?
-Sí, de todos modos valió la pena ser músico; he tenido mucho roce, muchos viajes que no esperaba, y he tenido la oportunidad de conocer la vida.

Prisioneras de Dios



Las monjas de clausura llevan una vida de encierro perpetuo, silencio y oración. Envejecer tras las rejas, sin contacto con el mundo, dicen que es un privilegio. Para ellas, la mortificación y las precariedades son un gozo divino.

José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO
21 de abril del 2011

Parece un pajarito enjaulado. Su juventud se refleja en un rostro de piel fresca y mejillas encendidas. Tiene apenas 20 años y ha escogido una vida de encierro, pobreza, silencio y sometimiento, desprendida de todo lo terreno.
Las monjas de clausura llevan una vida de encierro perpetuo, silencio y oración. Envejecer tras las rejas, sin contacto con el mundo, dicen que es un privilegio. Para ellas, la mortificación y las precariedades son un gozo divino. No volverá a pisar la calle, a menos que sea estrictamente necesario; una cita médica, por ejemplo.
A su familia sólo podrá verla una vez al mes, durante una hora y al otro lado de una reja. Tal vez no vuelva a ver a sus amigos. Sin embargo, Diana Marcela Manrique se ve rozagante, plena; resulta difícil comprender su dicha en medio de tal enclaustramiento.
"Mi familia no estaba de acuerdo: decían que era muy joven para tomar esta determinación. Pero yo estaba y estoy segura de que lo más bonito que puedo hacer es entregarle mi juventud al Señor", dice la muchacha con una voz dulce, al explicar que ser monja de clausura fue la misión que Dios le impuso después de asistir a un retiro espiritual.
Por eso abandonó sus estudios de enfermería y sacrificó la compañía de su familia. Ella es una de las 33 religiosas de la Orden de la Visitación de Santa María, comunidad fundada en Francia hace 400 años y presente en Bogotá desde 1918. La menor tiene 18 años y la mayor, 96.
El convento está ubicado en el sector de Bosa, en Bogotá, donde las hermanas crían gallinas, tejen ornamentos para curas y hornean pan: todo, para sostenerse y para darles alimento a 70 familias pobres. La joven, que no se acostumbra a levantarse a las 4:30 de la mañana, está en el aspirantado, la primera etapa de un proceso que tarda cinco años; sólo entonces podrá demostrar que realmente tiene la vocación para vivir en clausura perpetua.
Y aunque apenas lleva dos meses y medio, asegura que no está allí por un impulso sino por convicción. Su madre, Margarita, no puede evitar que la voz se le desgarre cuando reconoce que su hija ya no es suya sino de Dios.
Y eso la regocija en medio del vacío de no tenerla a su lado. Este paso inicial dura seis meses y es, según la hermana Rosa de María, la madre superiora, el primer coladero. Según sus cuentas, seis de cada 10 desisten en este filtro. "Se van porque les impactan el silencio, la soledad y el sometimiento", cuenta Rosa de María, una tolimense que hace 31 años, sin consultarlo con su familia ni con su novio, entró al convento del que sólo ha salido unas pocas veces para ir al médico.
"Jesucristo es la razón de estar tras las rejas. Somos prisioneras de Dios; no estamos aquí por propia elección: Dios nos ha llamado". Y sigue: "Cristo lo dio todo por la humanidad; nosotras le entregamos la vida a Él", cuenta y resume la misión de las monjas de clausura en una sola palabra: orar. "Oramos por la humanidad, por los ricos y los pobres, por nuestros hermanos guerrilleros. Todos somos hijos del mismo Padre", suelta la religiosa como si estuviera narrando un cuento de hadas. El chirrido de un timbre las levanta a las 4:30 a.m.
Tienen una hora para estar listas y se encuentran en la capilla para una primera alabanza. La misa es a las 7:00 y sigue el Santo Rosario; desayunan y, mientras las novicias estudian, las mayores se concentran en el aseo del convento, el cuidado de las hermanas enfermas, la panadería y el gallinero.
Después del almuerzo vuelven a orar y por las tardes reciben clases de historia de la Iglesia, de violín, piano y canto, francés y enfermería.

Enviudó y se hizo monja
El nombre de pila de María Magdalena es Lucía Espinosa, ingeniera sanitaria boyacense. Es la ecónoma del convento y escogió llamarse así cuando ingresó a la comunidad, hace tres años y medio, inspirada en la figura bíblica de la mujer pecadora que restauró su vida después de conocer a Jesús. Cada hermana -explica- escoge su nombre religioso.
Ella es una de las dos monjas viudas que hay en esta orden, una de las pocas que reciben a mujeres en esta condición y que no limitan la edad de ingreso. Su esposo falleció un mes y medio después del matrimonio, y ocho meses más tarde decidió ser monja. "No fue una salida al duelo, pero Dios se ha encargado de repararlo todo en mi vida", dice. Al principio, su familia no entendía cómo iba a ser capaz de renunciar a su vida profesional para encerrarse en un convento.
Ella contestó que sólo estaba respondiendo a un llamado divino que había esquivado durante mucho tiempo. "Las monjas de clausura somos el corazón de la Iglesia: nadie nos ve, pero somos el motor. Nadie lo sabe, pero con nuestras oraciones y sacrificios fortalecemos a la Iglesia y al mundo entero", comenta.
Un fuerte olor a piso recién encerado se filtra por los pasillos del convento y llega hasta el locutorio, donde transcurre esta entrevista en un ambiente ceremonioso. Hay cuatro lugares como estos, cada uno con cinco sillas, divididos por rejas pintadas de café, que apenas permiten el contacto con las manos entre las hermanas y sus familiares; tres locutorios están en el primer piso y uno más en el segundo para las monjas de edad avanzada.
Como María de Sales, de 96 años, la mayor de todas y prima de la beata colombiana Laura Montoya. Nadie puede pasar al otro lado: santuario inviolable. Cada una duerme en un cuarto pequeño al que ellas llaman celda, y en el que sólo caben una cama de 80 centímetros de ancho, un armario y una mesita de noche donde reposan los elementos de aseo personal; en las paredes, blancas, cuelgan un crucifijo y una imagen de la Virgen María.
Desde el locutorio se aprecia una imagen solemne: caminan despacio, con la mirada hacia el piso lustroso. No pueden hablar, como una amiga que se encuentra con otra. Si se topan, apenas inclinan la cabeza en señal de respeto al ángel de la guarda que, según sus creencias, pasa al lado de cada una de ellas.
Y como el silencio es ley, crearon un código a través del tañido de las campanas. A cada religiosa la llaman con un número determinado de campanazos. Suenan tres: buscan a Rosa de María, que antes de irse cuenta que sólo tienen vida social (conversar o tejer) durante una hora, en las tardes.
Los domingos juegan un partido de baloncesto; otras se entretienen en un cotejo de parqués o lanzando bolos. Johanna Roa se enclaustró hace tres meses. Tiene 25 años y es técnica en producción de información del Sena. Trabajaba en un call center y tenía novio hace 7 años, un ex seminarista con quien planeaba casarse y que se enteró de su decisión tras recibir una insospechada carta. Sin pensarlo, él fue quien la impulsó a enfundarse en el hábito negro con blanco que hoy luce con reverencia.
Un par de años atrás le regaló un libro de santa Teresita de Jesús, que le hizo despertar la vocación religiosa que anidó desde pequeña, cuando era colaboradora de la parroquia de su barrio en el sur de Bogotá. Así fue como Johanna abandonó todo para seguirle los pasos a su santa favorita. "Siento en mi corazón que aquí es donde yo debía estar desde hacía mucho tiempo; le di muchas largas al llamado de Dios; ya sé lo que es el mundo", relata emocionada.
Desde que entró al convento tiene dos clamores especiales. El primero: que pueda encontrarse con su familia en el cielo, ya que aquí no podrá estar con ella. Y el segundo, que su ex novio se la arranque del corazón y vuelva a los caminos de Dios.
Al igual que sus compañeras, la dolorosa ausencia de la familia la compensa orando por su bienestar. No reciben nada a cambio y tampoco tienen cómo amasar una pensión y menos una EPS. La salud la reciben a través del régimen subsidiado o Sisbén. Y, en ocasiones, si los ingresos disminuyen, pasan necesidades. Todo y nada en nombre de la fe.
La otra viuda es Aurora Durango o Juana Francisca. Acogió el nombre de la fundadora de la orden, la francesa Juana Francisca Fremiot, hoy santa de la Iglesia y quien después de enviudar, con cinco hijos, no sólo decidió ser monja sino que conformó su propio ministerio.
Su historia es similar: a sus 90 años, viuda hace 16, tiene 8 hijos, 22 nietos y 7 bisnietos que le suplican que se despoje de los hábitos y vuelva al seno familiar.
Ella, en clausura desde hace 14 años, se rehúsa. María Bernardita tiene 80 años, 60 de monja. Lo único que espera es morir en la gracia de Dios, satisfecha por haberle entregado su vida.
-Hermana: ¿no siente que se perdió de muchas cosas, allá afuera?
-Usted no se imagina de todo el gozo que se pierden ustedes al no estar aquí adentro.

'Soy mucho más que un discurso interrumpido'



Roberto Mejía, un joven caleño, ha aprendido a sobrellevar las cargas que le impone la tartamudez en una sociedad que no tiene paciencia para escuchar. Cree que la cinta 'El discurso del rey' ha servido para visualizar un tema tabú.

José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO
11 de marzo del 2011
Cinco segundos. Los labios de Roberto empiezan a tiritar. Diez segundos. Le sale una M larga (antepone esta letra como estrategia para ayudarse en su limitación), frunce el entrecejo y los ojos disparan una mirada filosa; los músculos de la cara le brincan. Quince segundos. No logra escupir ni una sola sílaba, sigue alargando la eme. Intenta, ahora, encogiendo el abdomen y los hombros hacia adelante. Aprieta la mandíbula. Se ve angustiado, como si estuviera peleando consigo mismo.
Veinte segundos: Roberto, por fin, logra romper el silencio: "La vida de una persona con tartamudez es una lucha con las palabras, con un demonio al que es mejor no despertar", pronuncia, de manera interrumpida. -¿Un demonio? -Sí, un demonio porque tiene vida propia. Uno no sabe cuándo va a atacar.
Roberto Mejía, diseñador industrial y estudiante de administración de empresas, lo ha intentado casi todo -infructuosamente- para tratar de vencer la tartamudez. De niño lo llevaban dos veces por semana a terapias con psicólogas y fonoaudiólogas. Entonces, recuerda, no era un problema. "Era un niño y no entendía lo que me pasaba", cuenta este caleño de 24 años.
En la adolescencia, además de los tratamientos, empezó a practicar técnicas de relajación, acupuntura y, más adelante, programación neurolingüística. En las artes marciales, que practica hace ocho años, encontró el mejor espacio para liberar sus cargas.
Hace unas semanas, cuando estrenaron El discurso del rey, fue a ver la cinta con su madre. Ella, dice, ha sufrido tanto como él. Ambos salieron llorando al ver el drama de Jorge VI, el rey que padeció sus mismos problemas. La película le gustó, sobre todo porque puso al mundo a hablar de los tartamudos, una situación -dice- invisible.
"Como el rey, tengo mucho que ofrecer aunque no sea buen orador". Lo único a lo que se ha resistido es a la técnica de Demóstenes, que consiste en hablar en voz alta con piedras embutidas en la boca. Todo lo que ha intentado le ha servido para amansar sus gestos, pero ya se convenció de que su mal no tiene remedio.
"Ninguna persona con tartamudez se ha curado, porque no es una enfermedad. Se controla, pero no se soluciona del todo". Ya no quiere más ayudas. "Ya acepté que esto es irremediable ", dice, y explica que más que resignarse, aceptó su condición. Porque es eso: una condición que le impide comunicarse de manera fluida, sobre todo en momentos de presión, como cuando debe hablar en público o con un desconocido, o cuando tiene que contestar el teléfono.
La predisposición lo paraliza. El calificativo de tartamudo le choca. "Yo soy mucho más que un discurso interrumpido". Si tiene que rotularse, prefiere ser entonces una persona que tartamudea "a veces". Y así es: mientras transcurre la entrevista y surge un poco de confianza, habla sin talanqueras.

Su lucha con las palabras
Casi no tartamudea cuando está con sus amigos -pocos, pero buenos-, con su mamá o con su novia, una psicóloga con con quien no necesita palabras. Incluso, ha pasado semanas enteras sin tartamudear. Sin embargo, el demonio que dice tener dentro se despierta, en este caso, cuando se le pregunta sobre los orígenes de su problema. De su boca sale un ronroneo de gato antes de lograr contar que su tartamudez se debe a tres factores: uno, genético: su abuelo tartamudeaba.
El segundo, psicológico: un episodio familiar. Y uno más, el social. Es decir, las reacciones y el rechazo que ha recibido toda su vida.
En el colegio le gritaban "metralleta" o "Ro-ro-ro-berto". Lo más traumático sucedía cuando tenía que exponer en clase. Tuvo ganas de retirarse y llegó a entrar en fuertes depresiones. En la adolescencia se complicó, pues se llenó de ansiedad. Quería ser como sus amigos, pero no podía; se acercaba a las jovencitas que le gustaban y estas lo rechazaban. Tuvo su primera novia a los 22.
En la universidad también fue difícil, tanto que se cambió de carrera -de ingeniería a diseño-. Lo que más lo frustraba era esforzarse haciendo grandes trabajos y no poder socializarlos, y recibir malas notas por eso.
Hay situaciones con las que ha aprendido a lidiar. Por ejemplo, las reacciones de terror de sus interlocutores al escucharlo, que no saben si sostenerle la mirada; que infieren lo que va a decir y lo interrumpen, o que quisieran darle un golpe en la espalda para desatorarle el habla.
Sin embargo, lo que más le duele es que -incluso sus allegados- no quieran hablar con él, que le digan que se relaje y que vuelva después, cuando esté más tranquilo. Muchas veces prefiere guardar silencio. Eso lo hace muy infeliz.
"Entiendo que la gente se estrese y que reaccione así", dice al confesar que la principal lección de vida se la dio una de sus psicólogas, que no solo se dedicó a escarbar sus miedos sino que le enseñó a mirar la vida con los ojos del amor. Y sigue: "Vivimos en una sociedad llena de afán, donde el tiempo vale oro. No hay tiempo para tenerle paciencia a una persona como yo".
Hay cosas que lo angustian de solo imaginárselas, como tener que pedir una ambulancia o enfrentar las barreras de seguridad en un aeropuerto. Suda de solo pensar en una entrevista de trabajo. Roberto ha buscado fundaciones donde pueda compartir experiencias. Cuando trata de hallar información en Internet solo aparecen chistes. Por eso, en Facebook, abrió el grupo Tartamudez Colombia, que busca integrar a personas en su misma situación.
"Se estima que el 1 por ciento de la población vive con tartamudez, pero solo hay 15 miembros en el grupo. Las personas como yo viven escondidas, con vergüenza".
Janeth Hernández, directora del programa de fonoaudiología de la Universidad del Rosario, corrobora que en el país no hay asociaciones dedicadas al tema, como sí las hay en otros países. Estas personas viven encerradas -según ella-, en una sociedad que no les da oportunidades. Hernández reitera las tesis de Roberto: en los problemas de habla intervienen factores biológicos, lingüísticos, psicológicos y sociales. Y aclara que, aunque no hay una solución definitiva, estos problemas sí pueden ser más llevaderos con tratamientos.
Roberto se ha vuelto experto en encontrar sinónimos y en obviar sonidos explosivos, con letras de mucha dificultad como la K, la T y la P. Antes de atragantarse con las palabras, las mastica. "Si debo decírtelo, antes pienso cómo decírtelo. A veces no puedo y debo tensionarme", dice, y explica que ese esfuerzo físico lo agota.
En medio de todo, cree que tartamudear tiene su lado positivo. Dice que el mundo cada vez se mueve más rápido y que en el afán de ser escuchados se nos olvidó escuchar. Y no solo eso, nos olvidamos de pensar antes de hablar.
"Pienso que la naturaleza es perfecta y dotó al ser humano con dos orejas y una boca. ¿Acaso no será para escuchar el doble y hablar la mitad?

Embajadoras de la arepa de huevo en París



Ana Tulia y Bleis ya saben leer gracias a un plan de la alcaldía de Cartagena. Irán a Francia, a presentar su libro 'La cocina criolla cartagenera de veddá veddá'.

José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de EL TIEMPO
25 de febrero del 2011

Ajá, esos franceses se van a volver locos con las arepas de huevo y con los chicharrones", dice con desparpajo Ana Tulia Gómez, y con su mano derecha rompe un huevo blanco y lo deposita entre el amasijo a medio cocer.
Tiene 65 años, nació en San Antonio de Palmito (Sucre) pero desde pequeña se la llevaron a vivir a Cartagena. Es alta y maciza, y tiene la piel del color del arroz con coco frito. La mujer, madre de tres hijos, muestra con orgullo el libro de cocina en el que, de su puño y letra, plasmó la receta de la elaboración de la arepa de huevo. Lo escrito se ve torcido con toda razón: hace apenas un año Ana Tulia no sabía leer ni escribir. Gracias a esa proeza, y a su buena sazón, se irá para París a demostrar por qué es considerada en Cartagena 'la reina del frito'.
Sí, los parisinos degustarán las arepas de huevo, las carimañolas, los patacones con queso rallado y el chicharrón en trocitos. ¿Cómo una humilde cocinera llegará a Francia con sus fritos? "Despacio y con buena letra", responde, acudiendo al dicho popular, en este caso muy oportuno. Esta historia se pasa por la publicación del libro Cocina criolla cartagenera de veddá veddá, una recopilación de 60 recetas autóctonas de un grupo de iletradas (empleadas domésticas, vendedoras ambulantes, tejedoras de trenzas en las playas), que superaron el analfabetismo gracias a un proyecto de educación para adultos de la Alcaldía de Cartagena y la fundación Transformemos.
El libro llegó a manos del Gourmand World Cookbook Awards, evento que cada año reconoce los mejores libros de cocina del mundo y que se realizará en París del 3 al 6 de marzo. Cuando los organizadores se enteraron de que era una propuesta gastronómica raizal, sumada a una iniciativa de desarrollo comunitario, les enviaron la invitación. Ana Tulia, quien montó su mesa de fritos en el barrio República de Chile hace más de 30 años para sostener a su familia, no viajará sola. La acompañará su amiga Bleis del Socorro Rosso.
Ambas fueron escogidas por ser dos aventajadas estudiantes y por sus dotes culinarias. Bleis es una mujer de apenas 1,50 metros de estatura, que sonríe con tanta facilidad, que resulta complicado comprender que la historia de su vida ha sido escrita con tanto dolor. De niña, Bleis y sus hermanos iban a una escuela en zona rural de Sahagún (Córdoba). Pero era muy lejos y a veces no alcanzaban a llegar.
Entonces, la pequeña Bleis nunca aprendió a leer ni a escribir; creció, formó un hogar con un jornalero de la región, tuvo un hijo y, en 1998, llegó a Cartagena huyendo de la guerra entre guerrilleros y paramilitares. Desplazada y con las manos vacías, con un hijo en brazos al que no tenía nada para ofrecerle, llegó al Manuela Vergara, uno de los tantos barrios marginales que no se conocen de la sofisticada Cartagena.
Quería trabajar. Pero, como no sabía leer ni escribir, sólo encontró empleo -relata-, como muchacha doméstica por días: lavando y planchando ropa ajena. También fue ayudante de cocina de restaurantes, pero sufría mucho cuando la increpaban, señalando: "Traiga eso, allá, lea el letrero", y ella no sabía qué hacer. Por eso, cuando hace un año le contaron del programa de alfabetización, no dudó en inscribirse. Desde entonces estudia por las noches y a sus hijos, de 9 y 16 años, los deja al cuidado de una amiga.

Despacio y con buena letra
Bleis recuerda que, cuando llegó a Cartagena, desterrada por el conflicto armado, entre los vecinos juntaban lo que cada uno podía aportar: yuca, plátano, ñame y, en escasas oportunidades, carne. "Era una sopa de todo; después, supe que se llamaba machucho". Precisamente esa receta fue la que plasmó en el libro. Aunque reconoce que, con educación, su vida y la de sus hijos serían menos precarias, Bleis piensa que nada ocurre por casualidad.
"Si hubiera estudiado antes, no me estaría pasando esto tan maravilloso", cuenta la estudiante de cuarto de primaria, de 38 años, que tiene planeado seguir el bachillerato e, incluso, entrar a una universidad. A Bleis, madre soltera, se le olvidan todos sus problemas cuando recuerda que pronto viajará a París.
A sus 55 años, Neris Pineda aprendió a escribir su nombre. Dejó de firmar con una equis y ya puede leer revistas y los carteles de los muertos. Ella, madre de cinco hijas, se suma a los 25 mil cartageneros que han salido del analfabetismo en los últimos dos años. "El arroz de melón no es común", escribe despacio en su cuaderno; repite la frase, sílaba por sílaba, y cuenta que esa es su receta.
"Si hubiera estudiado, hoy no estaría tirando trapero", cuenta la mujer, parada en la entrada de su humilde vivienda en el sector de La Boquilla. María Tuta es una boyacense radicada en Cartagena hace 15 años. Sólo estudió hasta cuarto de primaria y actualmente cursa el grado octavo de bachillerato. María ralla un coco (prepara un bagre en salsa de coco, su receta) y cuenta que decidió volver a estudiar porque su hijo, de cinco años, estaba en kínder y ya sabía más que ella.
"Me daba mucha vergüenza con mi niño ser tan ignorante", recuerda. Ahora, juntos hacen las tareas. La alcaldesa de la Heroica, Judith Pinedo, pica una carimañola, luego un chicharrón y después una arepa dulce, las delicias preparadas por Ana Tulia. Y sigue con el machucho preparado por Bleis.
"Yo había escuchado de este plato -el machucho-, pero acá dejaron de prepararlo hace mucho tiempo", dice ella, convencida de que el principal valor del libro es el rescate que hace de la cocina criolla tradicional, esa que no se ofrece en los restaurantes finos de la ciudad. Y lo más importante, recalca, es que son tan fáciles que cualquiera las puede preparar en la casa.
La alcaldesa reconoce que en Cartagena no existe un lugar donde los turistas puedan ir a manteles a disfrutar de los fritos ni de los platillos autóctonos de la tierra. Pronto llegará el primero. Tendrán su restaurante Además de que el grupo de cocineras avanza en su proceso educativo, crearon una cooperativa con el fin de levantar, entre todas, un restaurante con todas las de la ley. Ya tienen el lote para la sede, pero necesitan vender muchos libros para dotarlo.
Las últimas dos semanas han sido de un agite tremendo para las dos mujeres que representarán a Colombia con sus delicias en la 'Ciudad Luz'. Ya sacaron las visas y reciben clases de francés para que sepan qué contestarles a los parisinos después de que prueben sus bocados: merci, bonjour, bienvenue. Además de la ilusión del viaje, Ana Tulia y Bleis esperan que a su llegada puedan montar el restaurante.
Así, Ana Tulia ya no tendrá más que sacar su mesa de fritos y Bleis dejará de emplearse de por días.

El colombo-japonés que conmovió al país


El video que lo hizo célebre en Internet, en el que afirma que los colombianos somos más inteligentes que los japoneses, le ha servido para reforzar su gran proyecto: cambiar la mentalidad de la gente pobre.
José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO. Febrero 13 del 2011
Kenji destapa su cartera Armani, saca el iPad y lo descarga sobre sus piernas. Contesta una llamada en el teléfono fijo de su apartamento y revisa su agenda de la semana en el aparato. Su celular suena insistentemente -el ringtone es una canción de rock en japonés-, pero no alcanza a contestar.
Respira profundo y retoma el diálogo con su interlocutor pidiéndole, amablemente, que le dé unos días más para poder atenderlo. Se levanta, descalzo, esta vez para jugar unos instantes con sus dos hijos, de 9 y 3 años, que se divierten con un par de máscaras. Ahora se concentra en su Mac de última tecnología, frunciendo el entrecejo.
Desde que en Internet empezó a diseminarse un video en el que aparece recitando un emotivo discurso con reflexiones sobre la riqueza de Japón y la pobreza de Colombia,-y viceversa-, la vida de Kenji se desbocó.
Ya perdió la cuenta de las llamadas que ha recibido de empresas, fundaciones, universidades y colegios que quieren ver y escuchar de cerca al muchacho que se atrevió a decir que los colombianos somos más inteligentes que los japoneses.
No es un discurso nuevo. Es una versión corta de la conferencia ‘Mitos y verdades sobre Colombia y Japón’, que diseñó hace ocho años y que ha dictado en todo el país. El primer mito: ¿Realmente los japoneses son tan inteligentes?; el segundo: ¿Todos los japoneses son karatecas? Y el tercero: ¿Qué tan pobre es Colombia comparada con Japón?
El ya célebre video, que ha recibido cerca de 150 mil visitas, fue grabado el pasado 25 de noviembre en la entrega del galardón que la Cámara Junior de Bogotá les dio a 10 jóvenes emprendedores de la ciudad.

A él lo exaltaron por su labor humanitaria en Ciudad Bolívar, la localidad más pobre de Bogotá y lugar del que no quiere desprenderse pese a que ya le hicieron interesantes propuestas de trabajo en dos altas entidades del Gobierno nacional, también motivadas por su famosa intervención.
Kenji no sabe cómo el video se propagó de tal forma. Alguien lo tomó de su página en Facebook –lo subieron hace tres semanas- y lo montó en YouTube. Empezó a rodar en cadenas de correos electrónicos y en redes sociales, y de ahí también se pegaron casi todos los medios de comunicación del país y blogueros de diferentes latitudes.
¿Quién es Kenji Orito Yokoi Díaz? Su vida se resume así: Nació en Bogotá el 13 de octubre de 1979 y es hijo de la colombiana Martha Díaz y del japonés Yokoi Toru; es el mayor de cuatro hermanos y creció entre Colombia, Panamá y Costa Rica por cuenta del trabajo de su padre ingeniero. A los 10 años se fue con su familia para Japón, a los 16 empezó a estudiar ciencias religiosas y trabajo social con la comunidad presbiteriana, hizo sus prácticas sociales en las favelas de Río de Janeiro (Brasil) y en los suburbios de Nueva York.
En Japón conoció a la colombiana Aleici Toro, se casó con ella y allá nació su primer hijo, Kenji David. Entonces, se ganaba la vida como guía turístico, profesor y traductor de español hasta que con su madre, quien les enseña a bailar cumbia a los japoneses como agregada cultural de la embajada de Colombia en ese país, decidió montar un negocio donde vendían plátanos y yuca, y donde alquilaba videos de Betty la fea y Pedro el escamoso.
Esa pequeña Colombia, como él la denomina, también se convirtió en el refugio de mujeres de todo el mundo víctimas de trata de personas, a quien ayudaba a retornar a sus países de origen. Por eso se ganó severas amenazas de las mafias de ese cruel negocio y hasta le reventaron la cara en dos oportunidades.
“Estaba muy bien económicamente en Japón”, cuenta el joven de 31 años al evocar la situación que lo motivó a regresar al país, específicamente a Ciudad Bolívar, el lugar donde el pequeño japonesito pasaba vacaciones con sus abuelos, deslizándose en tablas por las canteras del barrio San Francisco con sus primos y amigos. “Yo no veía la pobreza, sólo sentía la felicidad de vivir en Colombia, que no tenía en Japón”, suspira.
Entonces, vio en las noticias cómo un angustiado desplazado por la violencia amenazaba, con una cuchara en el cuello, a una mujer. “Este hombre sólo quería comida para sus hijos”, rememora.
Fue entonces cuando decidió volver sólo con el deseo de ayudar, sin saber cómo.
Aterrizó en la Iglesia Presbiteriana Renovada, en el extremo sur de Bogotá, la misma confesión con la que se formó en Japón y donde un tío suyo era líder. Empezó a vincularse a actividades comunitarias y sirvió de pastor de esa iglesia (también se preparó para esto –aunque ya no oficia- y en esa labor aprendió a cautivar al público). Meses más tarde descubrió que la manera ideal de servirle a la gente no consiste en regalar comida, como se acostumbra en Ciudad Bolívar, sino en generar un cambio de mentalidad.
Dejar de generar pesar
“Al principio me preguntaban: ¿Qué nos va a dar extranjero?, y yo respondía: mentalidad. No me hacían caso y se iban para donde el que les daba mercados y ropa”. Los ahorros que había traído de Japón se los robaron, según él, por confiado. Pero arraigado en su proyecto empezó a reclutar almas que se convencieron de que con la mano estirada y el rostro lastimero, a la espera de cualquier bocado, no van a salir de la miseria.
Fue así como nació su obra, que se niega a constituir en una fundación. “No quiero ser una de las tantas fundaciones que ya existen en Ciudad Bolívar”. Su iniciativa fue acogida poco a poco a tal punto de consolidar un proyecto del que se benefician 500 personas.
Consiguió un edificio donde les da el almuerzo a 100 adultos mayores y a 50 niños, en convenio con el Bienestar Familiar. Allí mismo ofrece capacitación sobre cómo generar proyectos productivos; a las mujeres las orienta para que no se dejen maltratar por sus esposos y a los hombres les enseña que para salir de la pobreza no tienen que “meterse a una pirámide o en un negocio torcido”, que eso sólo lo lograrán con organización y honestidad.
“Las drogas y la violencia son dos grandes amenazas para nuestros niños y jóvenes”, opina Kenji al comentar que a ellos les dicta clases de japonés, artes y música, con el apoyo de amigos suyos. La educación es su motor y por eso quiere llegar al Sena, institución que admira porque es “la única esperanza de los jóvenes más pobres de Colombia”.
Los cinco millones que cuesta la sede los reúne vendiendo alimentos a buen precio, dictando cursos de japonés a universitarios y a empresarios, y con las conferencias. Y ahora, con el boom generado por su video, espera que las cosas mejoren para él y para sus colaboradores.
“Un trabajador social debe vivir bien, no mal; eso da mal ejemplo”, dice Kenji al reconocer que el bienestar que da el dinero es vital. Por eso motiva a la gente a mejorar sus condiciones de vida, a que aspiren a arreglar sus viviendas, a vestirse mejor y a soñar con una moto o un carro nuevo.
En su caso, está pagando un Aveo modelo 2009 y el apartamento donde vive, en el barrio Tunal, al borde de donde se alzan las lomas de Ciudad Bolívar.
Uno de los momentos más emotivos del video es en el que cuenta que de niño nunca recibió un abrazo de su padre, porque en Japón nadie abraza a nadie. Menos mal, cuenta, recibió todo el cariño de su familia colombiana y de ahí su espíritu entusiasta. Y eso lo salvó de la depresión y tal vez de un suicidio (recuerda que al año 32 mil japoneses se quitan la vida).
Por eso, otro de sus proyectos consiste en traer japoneses para que se contagien de la alegría del colombiano y de la vida en comunidad.
“Cuando volví a Colombia y vi tanto problema, pude haber hecho lo que hacen muchos de los que regresan al país después de vivir en el exterior: devolverse porque sienten vergüenza de su patria”, advierte. Pero no. Aunque sabe que podría vivir mucho mejor en Japón, donde viven sus padres y hermanos, quiso hacer parte de la solución y ya empezó a recoger frutos maduros de su cosecha.
-¿Cómo es eso de que los colombianos somos más inteligentes que los japoneses?
- Claro. El japonés no es inteligente, es disciplinado, ese es su secreto: la disciplina. El colombiano sí es inteligente: lo que no sabe se lo inventa, pero no es disciplinado.
-¿Cuál es esa lección que no olvida?
- Una que me dio mi padre: la disciplina tarde o temprano vencerá la inteligencia.

El falso escolta de Juan Pablo II

En vísperas de la beatificación del Papa polaco, el colombiano que se coló en el papamóvil, en su visita a Colombia en 1986, evoca su disparatada osadía.

José Alberto Mojica Patiño

Redactor de EL TIEMPO. Febrero 3 del 2011.
Miguel Ignacio Bermúdez sólo quería saludar al Papa Juan Pablo II. Su única pretensión era plantarse en las inmediaciones del aeropuerto Eldorado, en un buen lugar, para verlo de cerca en su primera y única visita a Colombia, ocurrida el primero de julio de 1986. Si tenía suerte, lograría tomarle una foto con su cámara Olimpus. Sin embargo, sus planes cambiaron de rumbo de una manera inesperada.

Bermúdez, un ex seminarista de 33 años, licenciado en filosofía y periodista deportivo, fue la primera persona en saludar al Sumo Pontífice apenas descendió de un inmenso Jumbo blanco, después de besar suelo colombiano. De hecho, se dio el lujo de estrechar sus manos cuatro veces en diferentes momentos. Y como si fuera poco, logró acompañarlo en el recorrido de ocho kilómetros que hizo, en el mismísimo papamóvil, desde el aeropuerto hasta la Plaza de Bolívar.

¿Cómo un simple ciudadano logró burlar la rigurosa seguridad de uno de los hombres más y mejor custodiados del mundo? -Fue un milagro de Dios -dice, casi 25 años después de lo que él considera una imprudente hazaña.

Bermúdez, entonces, trabajaba en una fundación que promovía el deporte y estaba recién casado. Criado en el seno de un hogar católico, ingresó al seminario a los 17. Después de cinco años, sintió que ese no era su camino. "Es mejor un buen laico que un mal sacerdote", dice. El pequeño monaguillo creció viendo al Papa polaco como su ejemplo de vida.

"Su pontificado marcó a tres generaciones. Juan Pablo II ha estado presente en los momentos más importantes de mi vida", cuenta. En su apartamento en el occidente de Bogotá, Bermúdez, hoy de 58 años, no solo atesora los recortes de prensa donde registraron su osadía -que lo convirtió en el más ilustre descarado de la época- sino toda una colección de libros, revistas, documentos y fotografías de quien él considera el gran personaje del siglo XX, por sus aportes a la paz mundial.

Su admiración lo ha llevado a estudiar en profundidad todas sus encíclicas. Al recordar cómo logró burlar el extremo esquema de seguridad dispuesto para la visita papal, compuesto por unos 5.000 hombres de la Policía y el Ejército, repite: "Nunca planeé nada, las cosas se fueron dando".

Cinco años atrás, el 13 de mayo de 1981, había ocurrido el atentado que casi la cuesta la vida a Juan Pablo II, cuando se desplazaba, en Roma, en un papamóvil descapotado. A las 10:45 de la mañana, Bermúdez llegó en buseta hasta la glorieta de la avenida Eldorado, en las afueras del aeropuerto bogotano.

Hasta ahí estaba permitido el acceso. Sólo podían pasar los portadores de credenciales, que él no tenía. Ahí encontró un primer retén. No conforme, quería ubicarse detrás de las barreras metálicas instaladas a unos pocos metros, donde tendría una gran vista. Entonces vio cómo un mensajero, en su moto, bordeó el lugar, sin obstáculos, e ingresó a una bodega ubicada en el costado derecho.

Mientras seguía la misma ruta, buscando pasar al otro lado, se topó con un soldado que se asomaba en el techo, apuntándole con una ametralladora. Él, como si nada, lo saludó y empiezan a conversar; luego, sacó un puñado de dulces, se los entregó, se despidió y siguió campante hasta alcanzar la salida de pasajeros del muelle nacional.

Caminó hacia el extremo del lugar y vio que se acercaba un Land Rover blanco, con una especie de carpa de cristal en la parte superior: el papamóvil. Fue estacionado en el costado derecho de la vía, tras una puerta falsa levantada en tejas de zinc. Bermúdez, haciéndose pasar por reportero, pidió permiso para fotografiarlo.

En ese instante, llegaron dos amigos suyos sacerdotes y se les acercó, lo que despistó a los policías, que presumieron que era parte de la organización. Pasados unos minutos, la puerta de zinc fue levantada y el papamóvil ingresó al aeropuerto. Tres obreros, que trataban infructuosamente de entrar un pesado andamio, parecían necesitar la fuerza de una cuarta persona: ahí estaba Bermúdez.

"Mi Diosito me estaba mostrando el camino claro para poder ingresar", recuerda. En segundos, caminaba por entre los aviones, sin saber adónde iba; sentía que las piernas no le funcionaban. No quería despertar sospechas, pues sabía que si lo atrapaban pensarían que era un terrorista que pretendía atentar contra el Papa. Sentía una mezcla de miedo y emoción. A la 1:40 p. m., ingresó al salón VIP a tomar un descanso. Después de acomodarse el pelo, se ajustó la corbata y la chaqueta azul jaspeada.

"Era muy tarde para arrepentirme, tenía que seguir", dice. Se situó en el pasillo, afuera del salón, y comenzó a actuar como jefe de protocolo. Recibió al mismo presidente Belisario Betancur, a la primera dama y a los ministros, que se ubicaron rápidamente en los palcos asignados. El Papa aterrizaría en cinco minutos. Bermúdez no quiso pegarse a ese grupo.

Tomó una bandeja repleta de empanadas y gaseosas y se las repartió a los hambrientos soldados que custodiaban el acceso a la pista de aterrizaje; aprovechó el desorden generado por el improvisado ágape y logró ubicarse en la punta del tapete rojo dispuesto exactamente debajo de donde segundos más tarde quedaría la trompa del avión. A las 3:18 de la tarde el Papa se asomó y saludó. Bermúdez tomó la primera de una serie de fotos que sólo él pudo captar, gracias a su privilegiada ubicación. Después de arrodillarse y de besar el suelo, Juan Pablo II se levantó y fue Bermúdez el primer colombiano a quien saludó.

"Santo Padre: bienvenido a Colombia", le dijo sin dejar de apretarle las manos, con voz temblorosa. El Papa ya estaba montado en su vehículo cuando Bermúdez observó que la parte trasera tiene una escalerilla. Sin pensarlo, trepó de un solo brinco.

A lado y lado del vehículo iban los escoltas de la guardia suiza. Uno de ellos, corpulento, de ojos claros, lo interrogó pocos minutos después de salir del aeropuerto.

-¿Quién eres?, le preguntó en perfecto español. -Soy un ciudadano colombiano. -¿Y qué haces aquí? -Es el día más feliz de mi vida-, fue lo único que atinó a responder, casi entre lágrimas. Parece que conmovió al guardia, que le permitió seguir a bordo con el compromiso de bajarse cuando se detuviera el papamóvil. Pero este sólo paró en la Plaza de Bolívar, frente a la Catedral Primada, donde también se coló como el más diestro polizón.

Durante el recorrido, el secretario privado del Sumo Pontífice, el cardenal Stanislaw Dziwisz, le entregó un estuche con una camándula que, luego, Bermúdez le pasó a monseñor Mario Rebollo, arzobispo de Bogotá, quien iba en el papamóvil; para que el Santo Padre se la bendijera. Y así fue. "¿Podría ser más bendecido?", se pregunta hoy Bermúdez, satisfecho con el anuncio de la beatificación de Juan Pablo II, prevista para el próximo 1o. de mayo. Él se declara devoto, no fanático, y confiesa que entre los favores recibidos del Papa está la buena salud de toda su familia.

"¿Qué mejor milagro que mis padres y mis ocho hermanos estén con vida?". Este hombre que hoy se gana el sustento como dirigente de un club de ciclismo, que pasará a la historia como el 'colado' del Papa, tiene un libro inédito con su relato; también anhela que se haga la película que un guionista independiente tiene planeada.

-¿Se arrepiente de lo que hizo?

-De ninguna manera. Lo que me pasó fue algo providencial

'Hoy, casado, soy un mejor sacerdote'


En su nuevo libro, 'El dilema', el sacerdote Alberto Cutié se declara feliz en su vida de cura anglicano y padre de familia. Cree que la Iglesia debe reformarse si no quiere seguir perdiendo fieles.
José Alberto Mojica Patiño.
Redactor de EL TIEMPO. Febrero 2 del 2011.

El sacerdote puertorriqueño Alberto Cutié ya era famoso antes de que una revista publicara las fotos en las que él aparecía, en una playa, con quien hoy es su esposa. El escándalo sobre Cutié, presentador de uno de los programas más visto de la televisión hispana, no se hizo esperar. Hoy, a los 41 años y convertido a la Iglesia Católica Anglicana, se declara pleno: sigue siendo un servidor de Dios, pero puede ser esposo y padre de familia. Hace dos meses nació Camila, su primera hija, y acaba de publicar su libro, El dilema, en el que narra su historia.

¿Por qué escribir un libro?

Mi libro se llama El dilema, porque es un dilema cuando un hombre que ama a Dios y a su Iglesia, a la vez se enamora y encuentra que, tal vez, Dios lo está llamando a ser un buen sacerdote como un hombre casado. ¡No soy el único. Lo que me pasó les pasó a 100 mil curas! Esta semana descubrieron una carta que escribió el Papa Benedicto XVI hace 41 años diciendo precisamente esto: que el celibato debería ser opcional.

¿De qué habla en su libro?

Es una recopilación de lo que vi y viví desde mi época de seminarista, durante 25 años. Van a encontrar a un joven enamorado de su Iglesia y a un hombre que con el tiempo se da cuenta de cosas que lo desilusionan.

¿Qué lo desilusionó?

La Iglesia Católica Romana sigue imponiendo cosas que van en contra de lo más básico de la condición humana. El amor no se puede legislar, no puede ser un canon del derecho canónico. La Iglesia debería abrirse a su propia tradición: ¡los apóstoles eran casados! La Iglesia sostiene normas que no son bíblicas ni tradicionales, y sigue considerando muchas cosas ya cotidianas como pecado mortal.

¿A qué se refiere?

No creo que un católico esté cometiendo un pecado mortal por usar un preservativo o porque una mujer se toma una píldora o porque se ata las trompas después de tener cuatro hijos. ¿Cómo puede ser pecado mortal que alguien quiera planificar su familia, que no quiera tener 10 hijos en la sociedad de hoy?

¿Hay que abolir el celibato?

El cura secular debe tener la opción de casarse. Así fue durante 1.200 años: 40 papas fueron hombres casados, el mismo San Pedro tuvo esposa e hijos. Yo creo que todos los sacerdotes en el mundo tienen un dilema y deben buscar una salida. Hay muchos que aceptan vivir una vida doble porque el sistema le dice: como ser sexual esto hay que esconderlo, no es bueno y daña la imagen de la Iglesia.

¿Cómo es esa doble vida?

No es una doble vida realmente: es triple y cuádruple. Doble vida es cuando estás involucrado con una persona, pero hay compañeros míos que vivían en promiscuidad, en situaciones que no son sanas y eso la Iglesia lo sabe.

¿Qué tan grave es esa vida?

Conozco sacerdotes que viven una vida destructiva con el alcohol o con la pornografía, otros que comen excesivamente o que fuman. La violación del celibato es cualquier cosa que reemplace tu exclusividad con Dios; no son sólo las relaciones heterosexuales u homosexuales.

¿Hay muchos sacerdotes homosexuales?

He tenido amigos sacerdotes heterosexuales y homosexuales muy buenos, muy célibes; también he conocido a sacerdotes homosexuales en sus problemas de promiscuidad y a otros luchando por ser castos.

¿El celibato tiene la culpa?

Yo no le echo la culpa de esto al celibato, pero de alguna forma sí es responsable por la soledad tan profunda que siente un hombre al vivir de esa manera. Le fui muy fiel al celibato durante muchos años; cuando conocí a quien hoy es mi esposa nos respetamos por muchos años; mantuvimos distancia, hasta que pasó lo inevitable: nos dimos cuenta de que no podíamos vivir el uno sin el otro.

¿Su libro es un ataque contra la Iglesia?

Muchos sacerdotes y religiosas han leído el libro y me han dicho: padre, usted fue muy suave. De ninguna manera es un ataque contra la Iglesia Romana, a la que sigo amando. Han inventado cosas malignas de mi esposa y de mí. Y publico el libro para que se conozca la verdad.

¿Le importa el dinero?

Nunca he sido el cura materialista del carro y los trajes lujosos. Cuando trabajé en Telemundo, que me pagaban casi una miseria, el único lujo que me di fue comprarle un carrito a mi madre que era una mujer viuda. Siempre he sido un hombre sencillo. Una vez, en Bogotá, compré un gran traje en Arturo Calle que me costó 78 dólares, algo así, y lo usé durante muchos años.

¿Cómo va la venta de su libro?

Yo escribo libros, no los vendo, aunque sé que ya está en la lista de los más vendidos de Estados Unidos. Siempre que he trabajado en los medios he destinado gran cantidad a las caridades y con este libro será igual.

¿Cómo se siente en su vida familiar?

Como los apóstoles que tenían a su esposa y a sus hijos, vivo el sacerdocio de una forma más humana. Me siento mejor sacerdote ahora porque puedo tener la paz y la tranquilidad de una vida familiar y una vida eclesiástica; antes, cuando llegaba a casa, estaba solo.

Margarita y Mateo: una historia de amor segada

El asesinato de los universitarios Margarita Gómez y Mateo Matamala en Córdoba le recordó al país que hay zonas donde los violentos siguen mandando.
José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO (16 de enero del 2011)

Dos azulejos se posaron en la ventana de María José Matamala. El pajarito revoloteaba mientras su compañera lo contemplaba con detenimiento.
“Los azulejos eran una pareja muy bonita y recordé: cuando uno está completamente enamorado, todo es bonito”, dijo la joven con la voz quebradiza y el alma desgarrada. De pie, en el altar de la iglesia de Nuestra Señora del Líbano, en el norte de Bogotá, tenía a pocos metros el cofre café donde reposaba el cuerpo sin vida de su hermano Mateo.
A ella se le ocurrió que el par de azulejos eran una representación de su hermano y de Margarita, la mujer con la que él compartió felizmente sus últimos meses de vida, y también, los insospechados instantes de una muerte que se los llevó de un sólo zarpazo.
“Mate (así le decían a Mateo) estaba en su mejor momento: plenamente radiante. No le faltaba nada, tenía a su familia unida y a su gran amor”, siguió hablando y confesó que, pese al dolor, Mateo le transmitía tranquilidad.
Ella, apenas un poco más joven que su hermano, pidió en nombre de él que no aniden ningún sentimiento de rencor; que no piensen en la manera en cómo se fue: sólo en que se fue. Y que tampoco piensen en los asesinos: las nuevas bandas criminales. El doble crimen, cometido por los 'Urabeños' en San Bernardo del Viento, le recordó al país que esos grupos, surgidos de los restos de los antiguos paramilitares, siguen mandando sobre vidas y haciendas en algunas regiones.
A Mateo Matamala, de 26 años, lo recordarán como un joven noble e idealista que soñaba con cambiar el mundo.
“Era imposible no amarlo”. Así lo recuerda su tío Ricardo al evocar una de las consignas favoritas de Mateo: “Para qué dar la mano si puedo dar un abrazo”. Días antes, Ricardo recibió un mensaje de texto en el que él le contaba que Los colores del mar, la playa donde estaban acampando en San Bernardo del Viento (Córdoba) –cerca de donde fueron acribillados los dos universitarios– era un lugar hermoso y apacible en el que sólo había pescadores.
Desde su adolescencia, Mateo dejó claro que no quería ser un ejecutivo de corbata. Su padre, José Carlos, rememora que siempre esquivó las comodidades. Se movía por la ciudad en bicicleta y prefería el bus al taxi, para ahorrar dinero y para no contaminar.
“Amaba la naturaleza y a la gente, sobre todo a los más desprotegidos”, dice su padre al comentar que entre los asistentes a una misa –ofrecida el viernes por la U. de Los Andes–, sobresalía una indigente encogida en su melancolía.
“Es La Guajira”, aterrizó al recordar a la mujer, habitante de la calle, dueña de 11 perros vagabundos y a quien Mateo había acogido. “Le daba comida, ropa y cariño”, narra con la voz apagada y aclara que no la va a desamparar.

Víctimas, no mártires
“Mi hijo nunca nos dejaba de sorprender con su generosidad. Eso hace mayor la injusticia cometida contra él y contra Margarita”, enfatiza José Carlos con indignación y recalca que no le interesa que a ellos los consideren mártires.
“Son víctimas de este país enfermo. Ojalá que su muerte sirva de ejemplo para que por fin cese tanta violencia”.
Mateo y Margarita, de 23 años, llevaban apenas seis meses de relación pero su amor parecía infinito. Mateo la conoció en la facultad de biología de Los Andes, donde él ya había terminado ingeniería ambiental. “El tiempo se encargó de unir a este par de bonitos”, dice Andrés Jacome, uno de los grandes amigos de la pareja.
Sus planes: graduarse en junio próximo para montar una fundación que les enseñara a los niños del campo a sobrevivir con los frutos de la tierra; para que vivieran felices en sus parcelas y no se convirtieran en desdichados citadinos.
“Lo importante del legado de Mateo y Margarita es ese amor puro; era un fruto maduro y abundante, un fruto de un palo que ya se encuentra por estas tierras colombianas que ellos tantos querían”, sigue Andrés.
Consuelo Gómez es la mamá de Margarita. Una mujer luchadora, madre soltera que a punta de préstamos y mucho sacrificio le pagaba la universidad a su hija.
“Sólo nos teníamos la una a la otra. No sé de dónde sacaron esa gran mentira de que somos de una familia millonaria”, advierte Consuelo, oriunda de Cucunubá (Cundinamarca). Precisamente allí empezó a florecer en Margarita el amor por la biología.
“Mi hija no le tenía miedo a nada. Se trepaba en cualquier lugar, se metía al agua y sacaba los animales que se encontraba”, dice la mujer descargado sus palabras en un largo suspiro en el que pareciera que se le escapa la vida.
A Consuelo le llamaba la atención el precoz pero fecundo amor entre Margarita y Mateo. Por eso no vio ningún inconveniente cuando ella le dijo que se iba para Córdoba a pasar unos días de descanso con él. “Estaban felices”.
La última vez que hablaron fue el lunes al medio día, unas dos horas antes de que los mataran. Primero irían a Lorica, donde al día siguiente Mateo empezaría sus prácticas en una reserva de manatíes, y después a Montería. Margarita volaba a Bogotá al otro día. “Me dijo: mamá, tienes que ir a recogerme al aeropuerto. Voy a llegar muy triste por dejar solo a Mateo”, fueron las últimas palabras.
Los primos de Margarita crearon un grupo en Facebook para recordarla. En medio de tanto dolor, todos los mensajes coinciden en lo mismo: ella se fue a la otra vida tranquila y regocijada en los brazos de su amado Mateo.
Ruta prohibida en Córdoba
San Bernardo del Viento (Córdoba). Muy a pesar de la presencia de las autoridades, en Córdoba hay rutas prohibidas para los forasteros. Una de ellas fue la que tomaron Mateo Matamala y Margarita Gómez la tarde del pasado lunes. Sin saberlo, eligieron un camino de la muerte. En la vereda Nuevo Oriente, caserío del municipio costanero de San Bernardo del Viento, donde ocurrió el doble crimen, caminar a ciertas horas del día o de la noche es un peligro si no se cuenta con el permiso de los hombres armados que patrullan la zona, cuidando su negocio de narcotráfico. Los jóvenes arribaron atraídos por la diversidad de especies animales y vegetales que pululan en las más de 500 hectáreas de mangle. Llegaron a San Bernardo el pasado 4 de enero y se instalaron en un modesto balneario, 'Donde Toño', que presta el servicio de baño y comedor, pero donde hay que llevar carpa. Ya los conocían en el pueblo y por eso las autoridades dudan de que los muchachos hayan sido confundidos por los matones de alias 'Gavilán', el jefe de 'los Urabeños' en la zona. "Los mataron porque seguramente vieron algo que no tenían que haber visto", dicen en voz baja los pescadores. Los jefes de bandas en la zona Ángel de jesús pacheco chancy, 'sebastián' Es el hombre de confianza de 'los comba' en la región Según la Policía, pasó de 'la Oficina de Envigado' a los 'Rastrojos'. Se movió de Antioquia a Córdoba. germán bustos a. 'el puma' Cabecilla de 'los paisas', de la oficina de envigado Junto a Rafael Álvarez, 'Chepe', es jefe de un centenar de delincuentes de 'Los Paisas'. Roberto Vargas Gutíerrez, 'Gavilán' Jefe de 'los urabeños' en córdoba. Es ex 'para'. Maneja rutas del narcotráfico junto a su hermano Eduard Luis Vargas, alias 'Pipón'.

Patrimonio en el olvido


Los artesanos del sombrero vueltiao, símbolo nacional, sostienen la tradición pese a su pobreza.
José Alberto Mojica Patiño
Enviado especial de El Tiempo
Tuchín (Córdoba). 13 de enero del 2011
La vieja y oxidada máquina de coser marca Sínger modelo 65 tose como una locomotora ronca cada vez que Orlando Pérez hunde el pedal con sus pies.
El hombre, de 50 años, le da vueltas al sombrero con unas manos callosas; lo arma cuidadosamente puntada a puntada, con los ojos pegados a una trenza de cañaflecha, mirando por encima de sus gafas. Es el segundo de los cuatro sombreros que elabora al día en el patio de su rancho de piso de tierra y paredes levantadas con palos de guadua rajados a la mitad, cerca de tres cerditos embarrados y desnutridos.
Estos son sombreros comunes y corrientes, de combate, explica. Los genuinos, de 19 y 21 puntas de fibra son muy costosos y él no tiene ni los insumos ni el tiempo para hacerlos, y menos quién se los compre. Los que él fabrica, los vende en la plaza de mercado de su pueblo, Tuchín (Córdoba), cuna de la que es considerada por Artesanías de Colombia como la principal pieza artesanal del país y símbolo nacional por excelencia: el sombrero vueltiao.
-¿Y en cuánto los vende?
-"Pues los vendo a lo que me quieran dar, entre 12 y 15 mil pesos", responde el hombre con un acento que suena extraño: entre costeño e indio. Orlando, indígena zenú de piel tostada, lamenta que su oficio apenas le dé para comer a medias.
"No es mucha cosa lo que dejan los sombreritos: por ahí entre dos mil y tres mil pesos de ganancia cada uno", aclara él, con resignación en la voz. Orlando, casado y padre de cinco hijos a los que no pudo darles estudio por falta de dinero, no entiende cómo el país se enaltece con el sombrero vueltiao y no hace nada -o muy poco- por aquellos que los tejen con laboriosidad. "Dicen que es el símbolo nacional, y mire cómo vivimos de mal quienes lo hacemos".
Tuchín es un municipio recién nacido que brota de los ardientes Montes de María, en el noroeste del país. Se fundó apenas en el 2007, cuando logró independizarse de su eterno hermano siamés: San Andrés de Sotavento. Es el núcleo del resguardo indígena Zenú y tiene 33 mil habitantes. Y el 80 por ciento de la economía local se deriva de las artesanías. Es un pueblo que parece congelado en el tiempo. No tiene servicios de agua potable ni de alcantarillado. La Alcaldía es una casa sencilla de dos pisos y en sus terrenos sólo sobreviven unas pocas viviendas rústicas de techo de paja.
Los nativos han adoptado la mayoría de costumbres occidentales. Al parecer, la única herencia ancestral que les queda es la de hacer sombreros. Y allí, sorprendentemente, muy pocos los lucen sobre sus cabezas.
Expólita Bravo sumerge sus manos en un balde repleto de barro y agua. Aprieta un manojo de cañaflecha seca -fibra natural con la que se teje el sombrero- que revuelve entre el lodo: un barro especial que sirve de tintura natural y que escarba en un pozo de la casa de su suegro, Ramón Nova.
La mujer, madre de cinco hijos, cuenta que su oficio no es negocio para los artesanos sino para los intermediarios que lo pagan a cualquier precio y se quedan con las ganancias.
Un negocio para otros
Es cierto. Un sombrero auténtico de 19 tiritas de cañaflecha, cuya elaboración tarda una semana, lo venden allí a 120 mil pesos, en promedio, y a 90 mil si es al por mayor. Basta con preguntar en las tiendas de artesanías de Cartagena o Bogotá para darse cuenta de que los elevan hasta 400 ó 500 mil pesos. "Los artesanos tienen que vender los sombreros al precio que ponga el comprador, por la necesidad de llevarles comida a sus hijos", comenta Luz Marina Moreno, artesana y secretaria de Cultura del municipio.
Y añade, con indignación: "Es muy triste que los herederos de esta tradición, que es el símbolo que representa a Colombia en el mundo, vivan en condiciones tan lamentables". Ella advierte que la falta de organización entre los artesanos también influye, pues cada quien vende por su cuenta: no tienen quién los represente comercialmente y la única cooperativa está de capa caída. Medardo de Jesús Suárez es uno de los maestros artesanos de Tuchín. Tiene 75 años y no sabe hacer otra cosa que tejer sombreros. Tanto así que el año pasado un grupo de empresarios chinos, que fue a Tuchín, le ofreció una buena cantidad de dinero para que se fuera con ellos a enseñarles la técnica del sombrero vueltiao.
Él no quiso. "Eso sería vender nuestra herencia", dijo entonces el hombre, quien reprueba que al sombrero lo imiten de todas las formas posibles. Alexander Parra, funcionario de Artesanías de Colombia, cuenta que el sombrero vueltiao, y su pinta, son usados en mochilas, ponchos y cachuchas, en telas y materiales sintéticos. También en sombreros de cartón que regalan en las fiestas populares.
Los hacen en diferentes regiones del país y se sospecha, incluso, que estarían llegando del exterior. Pero si todo les sale bien a los tuchineros, podrán ponerle un tatequieto a los falsificadores. Esto, gracias a la solicitud de denominación de origen que se hizo ante la Superintendencia de Industria y Comercio.
Todo, dentro de un proyecto de propiedad intelectual liderado por Artesanías de Colombia, que busca que los artesanos blinden legalmente sus creaciones. Cuando se obtenga, el símbolo ya no podrá ser empleado libremente, como hasta ahora, a menos que paguen por los derechos.
Jesús Hernández, directivo de la cooperativa de artesanos de Tuchín, no encuentra la fórmula para enfrentar la explotación comercial de la que son víctimas. Él recuerda que hace algunos años el sombrero y las manillas de cañaflecha se pusieron de moda por cuenta de la tienda de los hijos del entonces Presidente, Álvaro Uribe.
"Eso fue un boom farandulero. Los hijos del Presidente sólo beneficiaron a un par de familias, no más; no fomentaron una organización, ni obras sociales. No dejaron nada y ni volvieron", dice Hernández.
El peruano Ray Meloni, consultor de la Unión Europea y experto en propiedad intelectual, interrumpe al artesano. "Yo le voy a decir qué les dejaron los hijos de Uribe. Dejaron la idea clara de que el negocio es rentable, que hay todo un potencial para exportar y vender lo que quieran", le recomienda el especialista al advertirle que eso será posible si el Estado los organiza en un centro de acopio y comercialización. De lo contrario, reiteró, seguirán haciendo millonarios a otros con el símbolo nacional que tejen con sus manos laboriosas.