Prisioneras de Dios



Las monjas de clausura llevan una vida de encierro perpetuo, silencio y oración. Envejecer tras las rejas, sin contacto con el mundo, dicen que es un privilegio. Para ellas, la mortificación y las precariedades son un gozo divino.

José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO
21 de abril del 2011

Parece un pajarito enjaulado. Su juventud se refleja en un rostro de piel fresca y mejillas encendidas. Tiene apenas 20 años y ha escogido una vida de encierro, pobreza, silencio y sometimiento, desprendida de todo lo terreno.
Las monjas de clausura llevan una vida de encierro perpetuo, silencio y oración. Envejecer tras las rejas, sin contacto con el mundo, dicen que es un privilegio. Para ellas, la mortificación y las precariedades son un gozo divino. No volverá a pisar la calle, a menos que sea estrictamente necesario; una cita médica, por ejemplo.
A su familia sólo podrá verla una vez al mes, durante una hora y al otro lado de una reja. Tal vez no vuelva a ver a sus amigos. Sin embargo, Diana Marcela Manrique se ve rozagante, plena; resulta difícil comprender su dicha en medio de tal enclaustramiento.
"Mi familia no estaba de acuerdo: decían que era muy joven para tomar esta determinación. Pero yo estaba y estoy segura de que lo más bonito que puedo hacer es entregarle mi juventud al Señor", dice la muchacha con una voz dulce, al explicar que ser monja de clausura fue la misión que Dios le impuso después de asistir a un retiro espiritual.
Por eso abandonó sus estudios de enfermería y sacrificó la compañía de su familia. Ella es una de las 33 religiosas de la Orden de la Visitación de Santa María, comunidad fundada en Francia hace 400 años y presente en Bogotá desde 1918. La menor tiene 18 años y la mayor, 96.
El convento está ubicado en el sector de Bosa, en Bogotá, donde las hermanas crían gallinas, tejen ornamentos para curas y hornean pan: todo, para sostenerse y para darles alimento a 70 familias pobres. La joven, que no se acostumbra a levantarse a las 4:30 de la mañana, está en el aspirantado, la primera etapa de un proceso que tarda cinco años; sólo entonces podrá demostrar que realmente tiene la vocación para vivir en clausura perpetua.
Y aunque apenas lleva dos meses y medio, asegura que no está allí por un impulso sino por convicción. Su madre, Margarita, no puede evitar que la voz se le desgarre cuando reconoce que su hija ya no es suya sino de Dios.
Y eso la regocija en medio del vacío de no tenerla a su lado. Este paso inicial dura seis meses y es, según la hermana Rosa de María, la madre superiora, el primer coladero. Según sus cuentas, seis de cada 10 desisten en este filtro. "Se van porque les impactan el silencio, la soledad y el sometimiento", cuenta Rosa de María, una tolimense que hace 31 años, sin consultarlo con su familia ni con su novio, entró al convento del que sólo ha salido unas pocas veces para ir al médico.
"Jesucristo es la razón de estar tras las rejas. Somos prisioneras de Dios; no estamos aquí por propia elección: Dios nos ha llamado". Y sigue: "Cristo lo dio todo por la humanidad; nosotras le entregamos la vida a Él", cuenta y resume la misión de las monjas de clausura en una sola palabra: orar. "Oramos por la humanidad, por los ricos y los pobres, por nuestros hermanos guerrilleros. Todos somos hijos del mismo Padre", suelta la religiosa como si estuviera narrando un cuento de hadas. El chirrido de un timbre las levanta a las 4:30 a.m.
Tienen una hora para estar listas y se encuentran en la capilla para una primera alabanza. La misa es a las 7:00 y sigue el Santo Rosario; desayunan y, mientras las novicias estudian, las mayores se concentran en el aseo del convento, el cuidado de las hermanas enfermas, la panadería y el gallinero.
Después del almuerzo vuelven a orar y por las tardes reciben clases de historia de la Iglesia, de violín, piano y canto, francés y enfermería.

Enviudó y se hizo monja
El nombre de pila de María Magdalena es Lucía Espinosa, ingeniera sanitaria boyacense. Es la ecónoma del convento y escogió llamarse así cuando ingresó a la comunidad, hace tres años y medio, inspirada en la figura bíblica de la mujer pecadora que restauró su vida después de conocer a Jesús. Cada hermana -explica- escoge su nombre religioso.
Ella es una de las dos monjas viudas que hay en esta orden, una de las pocas que reciben a mujeres en esta condición y que no limitan la edad de ingreso. Su esposo falleció un mes y medio después del matrimonio, y ocho meses más tarde decidió ser monja. "No fue una salida al duelo, pero Dios se ha encargado de repararlo todo en mi vida", dice. Al principio, su familia no entendía cómo iba a ser capaz de renunciar a su vida profesional para encerrarse en un convento.
Ella contestó que sólo estaba respondiendo a un llamado divino que había esquivado durante mucho tiempo. "Las monjas de clausura somos el corazón de la Iglesia: nadie nos ve, pero somos el motor. Nadie lo sabe, pero con nuestras oraciones y sacrificios fortalecemos a la Iglesia y al mundo entero", comenta.
Un fuerte olor a piso recién encerado se filtra por los pasillos del convento y llega hasta el locutorio, donde transcurre esta entrevista en un ambiente ceremonioso. Hay cuatro lugares como estos, cada uno con cinco sillas, divididos por rejas pintadas de café, que apenas permiten el contacto con las manos entre las hermanas y sus familiares; tres locutorios están en el primer piso y uno más en el segundo para las monjas de edad avanzada.
Como María de Sales, de 96 años, la mayor de todas y prima de la beata colombiana Laura Montoya. Nadie puede pasar al otro lado: santuario inviolable. Cada una duerme en un cuarto pequeño al que ellas llaman celda, y en el que sólo caben una cama de 80 centímetros de ancho, un armario y una mesita de noche donde reposan los elementos de aseo personal; en las paredes, blancas, cuelgan un crucifijo y una imagen de la Virgen María.
Desde el locutorio se aprecia una imagen solemne: caminan despacio, con la mirada hacia el piso lustroso. No pueden hablar, como una amiga que se encuentra con otra. Si se topan, apenas inclinan la cabeza en señal de respeto al ángel de la guarda que, según sus creencias, pasa al lado de cada una de ellas.
Y como el silencio es ley, crearon un código a través del tañido de las campanas. A cada religiosa la llaman con un número determinado de campanazos. Suenan tres: buscan a Rosa de María, que antes de irse cuenta que sólo tienen vida social (conversar o tejer) durante una hora, en las tardes.
Los domingos juegan un partido de baloncesto; otras se entretienen en un cotejo de parqués o lanzando bolos. Johanna Roa se enclaustró hace tres meses. Tiene 25 años y es técnica en producción de información del Sena. Trabajaba en un call center y tenía novio hace 7 años, un ex seminarista con quien planeaba casarse y que se enteró de su decisión tras recibir una insospechada carta. Sin pensarlo, él fue quien la impulsó a enfundarse en el hábito negro con blanco que hoy luce con reverencia.
Un par de años atrás le regaló un libro de santa Teresita de Jesús, que le hizo despertar la vocación religiosa que anidó desde pequeña, cuando era colaboradora de la parroquia de su barrio en el sur de Bogotá. Así fue como Johanna abandonó todo para seguirle los pasos a su santa favorita. "Siento en mi corazón que aquí es donde yo debía estar desde hacía mucho tiempo; le di muchas largas al llamado de Dios; ya sé lo que es el mundo", relata emocionada.
Desde que entró al convento tiene dos clamores especiales. El primero: que pueda encontrarse con su familia en el cielo, ya que aquí no podrá estar con ella. Y el segundo, que su ex novio se la arranque del corazón y vuelva a los caminos de Dios.
Al igual que sus compañeras, la dolorosa ausencia de la familia la compensa orando por su bienestar. No reciben nada a cambio y tampoco tienen cómo amasar una pensión y menos una EPS. La salud la reciben a través del régimen subsidiado o Sisbén. Y, en ocasiones, si los ingresos disminuyen, pasan necesidades. Todo y nada en nombre de la fe.
La otra viuda es Aurora Durango o Juana Francisca. Acogió el nombre de la fundadora de la orden, la francesa Juana Francisca Fremiot, hoy santa de la Iglesia y quien después de enviudar, con cinco hijos, no sólo decidió ser monja sino que conformó su propio ministerio.
Su historia es similar: a sus 90 años, viuda hace 16, tiene 8 hijos, 22 nietos y 7 bisnietos que le suplican que se despoje de los hábitos y vuelva al seno familiar.
Ella, en clausura desde hace 14 años, se rehúsa. María Bernardita tiene 80 años, 60 de monja. Lo único que espera es morir en la gracia de Dios, satisfecha por haberle entregado su vida.
-Hermana: ¿no siente que se perdió de muchas cosas, allá afuera?
-Usted no se imagina de todo el gozo que se pierden ustedes al no estar aquí adentro.

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