La solitaria travesía de una mujer por la Antártida

La española Chus Lago es una de las alpinistas más importantes y tenaces del mundo. A punto de morir, en la montaña, descubrió que no se puede llorar a 5.000 metros de altura.  

Publicado en EL TIEMPO el 30 de agosto del 2014.



Una mujer. Sola. Tendida sobre la nieve, con mirada de terror y las pestañas literalmente congeladas. Así estaba Chus Lago cuando se tomó una foto, un día cualquiera de los 59 que pasó en la Antártida.
Los datos y cifras de su expedición por el Polo Sur, la primera hecha por un ciudadano español en solitario y la tercera de una mujer en condiciones similares, producen escalofríos. Impensables para el ser humano: 1.200 kilómetros, 42 grados bajo cero a la intemperie, que pasaban a 20 dentro de la carpa, donde no podía dormir más de cinco horas al día; sus 1,62 metros de estatura debían arrastrar un trineo de 113 kilos con provisiones –comida, un panel solar, la carpa, la ropa, el GPS, un equipo de comunicaciones–. Chus pesaba 57. Perdió diez. En el camino, realmente, fue dejando el pellejo.

El viento, recuerda, era el demonio. Lo que veía todos los días era el mismo paisaje: un desierto polar. La misma nieve infinita. Los días sin noche de la Antártida, donde hay luz las 24 horas del día.La misma rutina: caminar 25 kilómetros diarios, mínimo ocho horas, apoyada en un par de esquíes que enterraba como garras para poder impulsar sus pasos. 
Sentir que se le extinguían las fuerzas y no avanzaba. Sentir que se hundía. Siempre la misma comida: pescado o carne liofilizada, batidos y barras energéticas, vitaminas. Todo eso, además de saberse absolutamente sola. Y además de la soledad, el miedo.
Todo esto durante casi dos meses. Desde el 9 de noviembre del 2008, cuando partió desde la bahía Hércules –ya había pasado por Punta Arenas, en la Patagonia chilena– hasta el 8 de enero del 2009, cuando arribó a la base científica Amundsen-Scott. En todo ese tiempo solo fue asistida una vez, pese a que no pensaba pedir ayuda. Los cálculos le salieron mal y tuvo que pedir comida.
Pero Chus, una alpinista de 49 años, nacida en la ciudad española de Vigo, sabía que derrumbarse no era una opción. Menos, llorar. Lo había hecho tres años atrás mientras descendía del monte Vinson, la montaña más alta de la misma Antártida, a cerca de 5.000 metros, y se le congelaron las lágrimas; y eso que lloraba de felicidad. “Un consejo: no se puede llorar a 50 grados bajo cero”, dice.
El legendario explorador noruego Roald Amundsen, quien dirigió la primera expedición en el Polo Sur, en 1911, dijo que era “el lugar más frío, venteado, inhóspito y desolado del planeta”. Hasta allá se fue Chus Lago a cumplir un sueño y un desafío. A encontrarse con ella misma.
Chus no se llama Chus. Su nombre es María Jesús, pero desde niña, cuando su padre la llevaba de paseo a las montañas que rodeaban su provincia, y donde supo que sería montañista toda su vida, le dicen así.
Chus, quien además de alpinista es concejal de su ciudad, en defensa del medioambiente, vino a Bogotá como invitada a la Semana de la Montaña y la Espeleología. Vino a hablar sobre su vida, sin pretensiones de dar cátedra ni de ser una inspiración para otros montañistas, ni menos una gurú de superación personal. 
“Hablo sobre lo que he pasado: de las veces que me he caído, del viento que ha hecho, del miedo que he tenido. Una persona que haya hecho esto no es ningún superhéroe. La única diferencia es que quería hacerlo y lo hice”, dice.
Y aunque se niega a sentirse una heroína, su hoja de vida dice lo contrario. A los 11 años se estrenó trepando el monte Vixiador, cerca de Vigo. Siguió por los Andes y los Pirineos. A los 18 ascendió al Mont Blanc y a los 22 descubrió el Himalaya. En el 99, cuando tenía 34 años, se propuso escalar el Everest sin ayuda de oxígeno artificial. Pero no llegó a la cima. Al año siguiente lo intentó de nuevo y lo logró, alcanzando otro título: ser la primera mujer española y la tercera del mundo en llegar a esa cumbre sin oxígeno artificial.
En el 2004 terminó el proyecto Leopardo de las Nieves, reconocimiento que se ganan los deportistas que coronan los picos más altos de la extinta Unión Soviética: Lenin, Khan Tengri, Pobeda, Korgenevskaya y Somoti. Otro título: la única mujer viva que ostenta dicha dignidad. 
“Solo cuento mi historia, mi vida: mi Everest, mi Antártida. Es una historia tal vez bonita, de pasiones y luchas constantes. Pero solo es mía y eso no me hace especial. Pero si eso te sirve de algo, fantástico”, sigue.
¿De qué está hecha esta mujer, bajita, delgada y atlética, a simple vista sin muchas pretensiones? Ni ella misma lo sabe. Lo único que queda claro es que su coraje es un témpano de hielo antártico.
“Necesitas estar físicamente pleno, en todas tus capacidades. Si tu cuerpo falla, tu mente se puede derrumbar”, reflexiona. Sin embargo, ya ha comprobado mil veces que dominar la mente en condiciones tan adversas es más complicado que soportar una tormenta de nieve a 8.000 metros de altura. Por eso, en la Antártida descubrió que la mejor estrategia para sobrevivir era evitar los pensamientos negativos. “Intentaba pensar en cosas bonitas: en aquel chico guapo, en un libro. Me montaba historias. En momentos sentía que me desdoblaba. Todo debía salir de mí misma, no tenía a nadie que me diera palmadas en la espalda”.

‘Nada más que nieve’
Pero no siempre le funcionaba. Tuvo momentos de crisis y ansiedad. “Me descubrí varias veces envuelta por la niebla, como encerrada en una bola de cristal. Tienes la sensación de que no te mueves, de que llevas 14 horas en el mismo sitio. En una montaña te mueves, ves cosas. Aquí no veía nada más que nieve”.
Sus instantes más duros fueron cuando recordaba a su gran amigo y compañero de expediciones, un asiático llamado Merab Khabazi, que murió en una tormenta de nieve, a la intemperie. Cada tropiezo que Chus tuvo en la Antártida estuvo antecedido por un mal recuerdo.
¿Por qué se fue sola para la Antártida? La explicación: sus malas experiencias en equipo. “La altitud provoca falta de sueño, te despiertas y sientes como que te ahogas. Pierdes el apetito. Te da como anorexia. Te pones de mal humor. Te desesperas. Y hay personas que no saben gestionar esas cosas y la vida en equipo se vuelve una pesadilla”.
También por haber sido discriminada simplemente por ser mujer. Y no cualquier mujer: una más fuerte que muchos hombres en una actividad tan exigente, donde la cuota femenina es escasa. En varias expediciones la excluyeron, dejaron de hablarle y le dijeron que era la guinda del equipo –la fruta que se pone encima de un pastel–.
Chus recuerda, impávida, las veces que ha estado en peligro de muerte. La vez que las piernas se le paralizaron y pasó 48 horas en el monte Pobeda, a la intemperie, hasta que otros montañistas la encontraron y le dieron agua y comida. Las tantas veces en las que se le han congelado los dedos de las manos. En una ocasión le iban a cortar cuatro, pero un médico español lo evitó. 
Solo le cortó un pedacito de falange del anular derecho. La vez que se resbaló de una montaña y la salvó un guía que la detuvo arrojándose encima de ella. La vez que vio a un montañista matarse y sintió que le podía pasar lo mismo. Lo acababa de saludar y asistió impotente a su fin: el resbalamiento, las manos que se sueltan, los gritos, el cuerpo que sale disparado y aterriza reventado 2.000 metros abajo.
Resulta imposible preguntarse cómo un ser humano puede soportar cosas así. Por pasión, por ganas de superarse, dirá ella, convencida de que el sufrimiento no es el fin: es una circunstancia.
Chus no cree en Dios. Ni en las religiones. Cree en la fuerza del espíritu y en las personas, que pueden ser grandiosas o perversas. Cree en el misticismo de la montaña, que, con su poder y energía, la hace sentir en casa. 
“La montaña es un reflejo de uno mismo. El Everest terminó siendo un espejo: te crees muy fuerte y fantástico, y llegas allí y te cagas de miedo. No eres ni invencible ni infinita. Eres frágil y perenne”, dice.
Se ha casado dos veces; la segunda, hace un año, con un deportista que sufre de vértigo. Él es del agua y ella del monte. Su gran renuncia, lamenta, es no haber sido madre. Imposible para una mujer alpinista.
¿Y su nuevo reto? No lo tiene, dice. El próximo año publicará un nuevo libro sobre su experiencia en el Polo Sur. Será el tercero después de Everest, fuera de la Tierra (2000) y Una mujer en la cumbre (2003).
Cuando terminó su travesía por la Antártida, devastada –la cara quemada, ampollada, los labios reventados, las botas rotas y el trineo destrozado–, sintió una paz absoluta. La calma que había estado buscando desde niña. “Había vencido todos los extremos físicos y mentales que como ser humano podría alcanzar”. Esa sensación no apareció cuando coronó el Everest. Entonces, recuerda, se sintió profundamente triste. Después de mucho luchar, el sueño ya se había acabado.
Cuando terminó su travesía por la Antártida se quedó sentada un rato. No llegó hasta donde la esperaba la prensa, ni clavó en la nieve la bandera de su país. Se detuvo cuando vio unos pasos que no eran suyos, cuando comprendió que ese momento mágico terminaba ahí. Cuando supo que la soledad había acabado.
JOSÉ ALBERTO MOJICA PATIÑO
Redactor de EL TIEMPO

La sed y la desesperanza del pueblo wayú

A la sequía que azota a La Guajira se suma la imposibilidad de tener agua. Crónica de una crueldad en el desierto.

Publicado en EL TIEMPO el 26 de julio del 2014.

En el río no hay río. 
Mayulis Epiayo camina descalza sobre el barro tostado de la cuenca del río Ranchería, que nace en la Sierra Nevada de Santa Marta y que ya no alcanza a llegar a su vivienda, ubicada a 15 minutos de Riohacha, capital del departamento de La Guajira. Más arriba, aunque en hilitos, aún corre agua por el afluente.

La cuenca del río es como un túnel, hondo y larguísimo, bordeado por gruesas raíces de árboles centenarios de hasta cuatro metros. Mayulis vive con su familia en la ranchería Saa’n Wayú, que en la lengua de su pueblo, el Wayuinaiki, significa: ‘espíritu wayú’. La mujer, de 40 años, dice que hace dos años no llueve y que hace más de un mes el río se secó.
Allí, como en la mayoría de La Guajira, no hay servicio de acueducto. Nunca ha habido agua potable. El agua para beber, cocinar, lavar la ropa y bañarse, para alimentar a los chivos, la surten las lluvias o el río. Hoy no hay ni una cosa ni la otra.

A pocos metros, unos niños, como gallinas, escarban un hueco en la mitad de lo que era el río, frente a su casa. “Están covando”. Covar: arañar la tierra para sacar agua. Lo que sale es un charquito de agua revuelta, negra, que huele a podrido. Agua podrida. Es lo único que tienen y no es apta para el consumo humano. Y sí, se la tienen que tomar. “Hemos pedido que nos pongan un molino de viento, como hay en otros lados, pero nada”, se queja la mujer.
La sequía que azota a la zona norte del país, especialmente a La Guajira, se suma a una problemática histórica para esta región y el pueblo Wayú: la imposibilidad de tener un sistema efectivo de almacenamiento y suministro de agua. 
Eso lo explica Ricardo Lozano, exdirector del Ideam. A eso, añade el experto, hay que sumarle las condiciones naturales de su ecosistema: el desierto, vientos que soplan muy fuertes y que impiden que exista humedad que se pueda convertir en lluvia, y el impacto generado por el cambio climático que ha hecho que ya no llueva en una región donde llueve muy poco. Sí. La única posibilidad de tener agua depende de la lluvia. Y ya se ha dicho aquí no llueve hace dos años. Impensable un sistema de acueducto en pleno desierto y donde una ranchería puede estar a 15 kilómetros de la otra.
La Defensoría del Pueblo, en una visita hace pocos días, encontró un escenario de desolación y muerte. En el municipio de Uribia identificó a unos 17.000 niños desnutridos; en Manuare, a 18.000, y en Riohacha, al menos 2.000. La entidad reveló que la crisis humanitaria por falta de agua y alimentos que vive La Guajira le provocó la muerte a 23 niños en el 2013.
En los primeros seis meses de este año ya han enterrado a 15 niños por la misma causa. Sin embargo, añade la Defensoría, la Superintendencia de Salud estima que el subregistro puede ser muy alto, pues las comunidades suelen sepultar a sus niños cerca de sus terrenos y nadie más se da por enterado.
Más de siete mil cabezas de ganado también de han perdido por la misma causa. Y muchos chivos también. Es extraño ver que los chivos persigan a la gente, pero hay una explicación: lo hacen a la espera de que les den un poco de agua.
Atravesar el desierto
En el camino del casco urbano de Uribia hacia el Cabo de la Vela, a lo lejos, dos burros caminan sin dueño con varias pimpinas de agua amarradas sobre los lomos. A medio kilómetro vienen María Ipuana y su hijo Simón, de diez años.

María, tímida, la cabeza cubierta con una pañoleta para que el sol y los 42 grados de temperatura que azotan a La Guajira no le den tan duro, dice que todos los días debe atravesar el desierto, de lado a lado, dos o tres horas en total, para conseguir agua. Ella, Simón y los burros, que del mismo trajín diario ya se aprendieron el camino.
El agua la saca de un jagüey, en otra ranchería, donde aún queda un poco. Un jagüey es un reservorio de agua, una alberca natural, un mordisco que se le hace a la tierra para que pueda almacenar aguas lluvias. Se calcula que hay unos 500 en la Alta Guajira -el primero data del gobierno de Gustavo Rojas Pinilla, por allá en 1955- y la mayoría están secos. Y en los que aún brota algo, por la cercanía al mar, sale puerca y salada.
Según la Defensoría del Pueblo, de los 350 reservorios de Uribia –que es el segundo municipio más grande del país después de Cumaribo en el Vichada, con más de 8.200 kilómetros de extensión, más de 70.000 habitantes, 21 corregimientos totalmente dispersos-, solo uno tiene agua. En muchas zonas de este municipio gigante y mayoritariamente rural hay pozos y molinos de viento que aún proveen algo de líquido, cada vez más escaso.
En ese desierto que es el territorio sagrado de los Wayú aparecen niños, hombres y mujeres en bicicleta, en moto, o caminando, con galones de agua a cuestas. Todos hacen largas travesías para conseguir algo. Lo que se ve es un ritual perverso e inhumano al que, lamentablemente, muchos se han acostumbrado y resignado.
Aharón Laguna, propietario de la posada turística Apalanchi, en el Cabo de la Vela, cuenta que para conseguir agua tiene que contratar un carrotanque cada 15 días, que le cobra 300.000 pesos por llevarle unos 10.000 litros del líquido desde Uribia, donde hay un acueducto que funciona a medias. Eso, dice, es una infamia. Pero tiene que pagar porque no puede dejar a los huéspedes –la mayoría extranjeros que llegan a conocer ese paraíso salvaje del desierto anaranjado que se funde con un mar azul- sin con qué bañarse.
El hombre lamenta que una planta desalinizadora construida hace tres años en esa zona, y en cuya construcción se invirtieron más de siete mil millones de pesos, solo funcione de vez en cuando. “La planta siempre está parada, por una cosa o la otra”, gruñe.
Rubén Almazo, secretario de Gobierno de Uribia, afirma que además de la falta de lluvias el problema es la falta de recursos para garantizar el sostenimiento de obras como la planta del Cabo de la Vela, que pertenece a su jurisdicción, y otros microacueductos. El combustible para hacerlos funcionar es muy costoso.
Según Almazo, la reducción de regalías por la explotación minera es del 50 por ciento, debido al nuevo sistema general de regalías. Mientras en el 2012 eran 27 mil millones para la vigencia de ese año, la misma cantidad se dispuso para el 2013 y 2014. Un documento publicado por la revista Supuestos, de la Universidad de Los Andes, indica que La Guajira produce anualmente 32 millones de toneladas de carbón, lo cual representa el 50 por ciento de las exportaciones carboníferas del país.
Almazo recuerda, además, que el agua en Uribia no se paga como un servicio público, aunque por cada pimpina del líquido cada familia debe pagar, según él, entre 100 y 500 pesos, pues la empresa de acueducto es de economía mixta. “El agua que se distribuye es gratis”, advierte el funcionario, quien asegura que pese a la contingencia hay más de 80 carrotanques distribuyendo agua en lSeqa Alta Guajira. Pero reconoce que en esta crisis cualquier esfuerzo es insuficiente.
Denuncian negligencia
Los Wayú hablan en voz baja, pero denuncian negligencia, uso indebido de los recursos públicos y de las regalías, corrupción y abandono de los gobiernos departamental y nacional. El representante de una asociación de dirigencia Wayú de la Alta Guajira, quien pidió omitir su nombre por motivos de seguridad, dice:
"El derecho fundamental del agua de los Wayú no ha sido interpretado por la función pública acorde a las realidades de nuestro pueblo, es decir, a un sistema de representación descentralizado y a un modo de ocupación territorial dispersa por asuntos filosóficos y espirituales". El hombre insiste en que no solo hay sed: hay hambre. Mucha hambre y miseria en un departamento donde, según el Dane, el 58 por ciento de la población vive en situación de pobreza y otro 27,7 por ciento en pobreza extrema. Es decir: el 85,7 por ciento de los guajiros son pobres.
Ricardo Lozano, el exdirector del Ideam, advierte que los estragos del cambio climático se ven claramente en esta región del país.
"El cambio climático, ya se ha demostrado, esta haciendo que en ecosistemas de desierto como en La Guajira, donde no hay humedad, cada año la cantidad de lluvias sea menor".
Eso, añade, sin necesidad de un fenómeno de El Niño, que se avecina y puede desatar una crisis humanitaria aún peor.
Lozano también cree que debe existir una política de adaptación a los territorios y condiciones de vida de los Wayú, en el que intervengan todos los actores del estado: gobierno, salud, agricultura, minas y energía.
La Gobernación y la Corporación Autónoma de la Guajira han intensificado sus acciones para enfrentar la contingencia, puntualmente en el desarrollo de pozos profundos donde, ya se ha establecido, hay importantes reservas de agua. "Pero nos hemos demorado mucho", añade Lozano.
De regreso a Riohacha desde el Cabo de la Vela, los niños se asoman a a la carretera labrada en el desierto por las llantas de las camionetas cuatro por cuarto que transitan por allí, y estiran la mano. Piden comida, una botella o una bolsa de agua, cualquier cosa. Se ven flacos, desnutridos, y jadeantes por la sed.
Mayulis, la mujer que camina sobre la tierra cuarteada por donde solía pasar el río Ranchería, no cree que lo que le esté pasando a su pueblo sea culpa del calentamiento global. Ella, respaldada por la sabiduría de sus ancestros, dice: "Es Dios, que está bravo porque el hombre le ha quitado la sangre, el corazón y el cerebro a la Tierra".
Levanta la cara hacia el cielo y se queda mirando, como esperando un milagro.
JOSÉ ALBERTO MOJICA PATIÑO
Enviado especial de EL TIEMPO

Lima: la ciudad y los libros

Recorrido por los parajes limeños reseñados en la literatura de Mario Vargas Llosa y otros grandes autores del Perú.

Publicado en EL TIEMPO el 19 de mayo del 2014.


El cielo sin cielo de Lima. 
Muchos escritores han coincidido en apreciaciones similares cuando pisan la capital peruana: que su cielo es una panza de burro, una coraza de plomo por la que no se cuelan los rayos de sol; un colchón de nubes cenicientas, de piedra, que no dejan ver la luna ni las estrellas. Que es una ciudad de tránsito endemoniado –no peor que Bogotá- construida sobre un desierto donde no llueve nunca.

Sí, en Lima no llueve. La última vez fue en 1970. Solo, de vez en cuando, cae una inocente llovizna, la garúa, que se mezcla con el polvo de los carros y queda convertida en un hollín que mancha la ropa. El promedio de lluvias, al año, no llega a un centímetro cúbico. Nada.
Aunque a simple vista se plantea un entorno gris y triste, Lima es una ciudad bella e inspiradora. Es la ciudad que han recreado en sus libros el Nobel de literatura Mario Vargas Llosa y otros grandes de las letras peruanas como Alfredo Bryce Echenique, José María Arguedas o Julio Ramón Ribeyro, entre otros, y a una prominente nueva generación en la que aparecen nombres como el de Gabriela Wiener, Santiago Rocangliolo, Jeremías Gamboa y Jerónimo Pimentel.
La Lima siempre gris y el Ministerio de Educación, en forma de arrume de libros.                                   Fotos Jaiver Nieto / EL TIEMPO
Es una ciudad marcada por los libros que ha diseñado un mapa en el que se pueden descubrir esos lugares reseñados en obras célebres o que inspiraron a los autores: el malecón y las calles de Miraflores, Barranco y San Isidro, el centro histórico, las bibliotecas, los bares bohemios, las cantinas, los parques y jardines.
Y dentro de ese mapa brilla la ruta Vargas Llosa, que comienza en la Casa de la Literatura Peruana, ubicada en el centro histórico, detrás de la Plaza Mayor donde queda el Palacio de Gobierno, al final de la calle Pescadería. Allí, donde en el siglo 18 los jesuitas levantaron la iglesia de la Virgen de los Desamparados, que fue demolida y trasladada para construir una estación de tren, conocida con el mismo nombre, existe desde el 2009 un recinto dedicado a las artes. Es un edificio de arquitectura neoclásica, de influencia francesa, pintado de amarillo con blanco.
A la entrada, en el costado derecho, hay un poemario lúdico sobre Noe delirante, la obra cumbre del poeta Arturo Corcuera, una instalación con los dibujos que han ilustrado las 11 ediciones que lleva el libro en 50 años. También están los objetos decorativos de la casa del autor, de 79 años y melena de plata, alusivos al libro: cerdos con alas, gatos cebra, gatos pescadores, gatos con pepas y flores.
Gran parte de la casa, de tres niveles, está dedicada a Vargas Llosa. Hay una muestra de La ciudad y los perros, que comienza en un salón oscuro, con fotos, litografías y fragmentos de la obra, inspiradas en el Colegio Militar Leoncio Prada y sus estudiantes, donde se desarrolla parte de la historia.
“Los machos fuman, se emborrachan, tiran contra, culean”, se lee en un muro. Diana Amaya, una de las curadoras de la muestra, cuenta que esta zona representa la interacción de los personajes y su necesidad de reafirmar la virilidad, con un manifiesto cobertizo de violencia y poder.
Diana recuerda que la institución, que en su momento vivió un escándalo por cuenta de La ciudad y los perros -se dice que en medio del repudio quemaron varias decenas de ejemplares-, fue reconocida con el título de Colegio Emblemático del Perú. De la vergüenza al orgullo. El plantel queda en el puerto del Callao, en el occidente de la ciudad, donde ostentan un museo en honor al Nobel que estudió en sus aulas.
Los niños recorren la sala Vargas Llosa en la Casa de la Literatura Peruana.
Para seguirle los pasos a Vargas Llosas hay que llegar hasta el exclusivo sector de Miraflores, a la avenida Pardo, surcada por una línea de ficus frondosos, de la que él escribió en su cuento Día domingo: “En la esquina de la avenida Pardo marchaban desplegados bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios”. Y eso, tal cual, es lo que hoy se ve.
A pocas cuadras queda la callé Diego Ferré, por donde caminaban los cadetes del colegio Militar Leoncio Prado (La ciudad y los perros) y a la que se refirió así: “Luego de atravesar Diego Ferré terminan súbitamente, doscientos metros al oeste, en el Malecón de la Reserva, una serpentina que abraza Miraflores con un cinturón de ladrillos rojos y que es el límite extremo de la ciudad, pues ha sido erigido al borde de los acantilados, sobre el ruidoso, gris y limpio mar de la bahía de Lima”.
Caminando hacia el oeste se llega al famoso y también reseñado parque Kennedy. Ana Sofía Verástegui, una entusiasta guía de turismo, muestra las flores rojas, blancas y amarillas el parque y recuerda que, precisamente por las flores, Miraflores se llama así.El tren salía del Palacio Francés -o de justicia- en el centro de Lima, y como hacía una larga parada en el lugar los pasajeros se bajaban y se disponían a eso: a mirar flores.
Hoy, el parque Kennedy también se podría llamar el parque de los gatos. Ana Sofía cuenta que hace varios años el lugar se empezó a llenar de gatos abandonados. Son muchos, decenas: viven en los árboles -–se juntan en racimos de siete u ocho- de los que saltan cuando alguien llega a darles comida. Son parte del paisaje y los vecinos los cuidan. En una esquina del parque queda la clásica heladería D’Onofrio, donde Vargas Llosa y sus amigos compraban barquillos.
Una ciudad inspiradora
El malecón de Miraflores es, tal vez, el lugar más bonito y visitado de Lima. Son varios kilómetros que bordean un acantilado de sesenta metros desde donde el océano Pacífico, plateado, se ve como un espejo en medio de la espesa y eterna bruma limeña; donde los surfistas -a lo lejos- parecen focas, y donde en sus cielos vuelan parapentistas que parecen libélulas de colores.
“Y después iré a verla y la llevaré al Parque Necochea que está al final del Malecón Reserva, sobre los acantilados verticales y ocres que el mar de Miraflores combate ruidosamente; desde el borde se contempla, en invierno, a través de la neblina, un escenario de fantasmas: la playa de piedras, solitaria y profunda, escribió Vargas Llosa, sobre el malecón”, escribió Vargas Llosa.
El Parque del Amor, en el Malecón de Miraflores.
Del Parque del Amor, inspirado en el parque Güell de Gaudí en Barcelona –donde los enamorados se juran amor eterno contemplando el mar y otros descansan sobre el césped o leen libros- se pasa al parque Santander, uno de los más emblemáticos de la ciudad; brota sobre Larcomar, un sofisticado centro comercial empotrado en el acantilado y sobre el mismo malecón.
Caminando hacia la derecha está el puente Villena, que tuvo que ser cubierto porque desde allí muchos limeños se suicidaron. Y caminando, derecho, se llega a Barranco, donde vive Vargas Llosa en un edificio blanco de seis apartamentos y arquitectura moderna: él vive en el sexto. Es común verlo caminando entre Miraflores y Barranco. Al Nobel le gusta caminar.
La Librería el Virrey ha sido el refugio de todos los escritores peruanos. “Todos”, aclara Chachi Sanseviero, una uruguaya que llegó a Lima hace 40 años, junto con su esposo, huyendo de la dictadura militar de su país. La suya, dice, es una librería de libros, no un supermercado de libros de esos en los que cabe de todo. No le gusta dar nombres, pero cuando habla de sus amigos escritores les dice Mario o Bryce.
El primero de los grandes que pisó El Virrey, recuerda, fue el escritor brasileño Jorge Amado, y el más reciente, el español, Enrique Vila Matas. “Bryce venía hasta hace poco a tomarse un traguito. Ahora está un poco enfermo y se lo han prohibido”, confiesa Chachi.
La librería El Virrey, punto de encuentro de escritores e intelectuales.
Para conocer parte de la obra de Bryce Echenique, puntualmente Un mundo para Julius, hay que llegar hasta el Country Club, en el barrio San Isidro, donde, según la historia, se alojó su personaje. Como él lo describió, el Country Club es uno de los hoteles más elegantes de Lima, blanco y ceremonioso, y está rodeado de jardines. El hotel y su bar inglés, gracias a la novela y a sus repetidas visitas, tienen su sello.
Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) decía que Lima no tenía una novela que la definiera. “No hay una novela que se pueda decir: esta es Lima, como En busca del tiempo perdido es París”,coincide, ahora, Oswaldo Reynoso, autor de Los inocentes, otro libro peruano esencial. Y aunque tampoco cree que Lima sea una ciudad inspiradora –porque no cree en la inspiración sino carpintería y la dedicación- dice que sus lugares favoritos, por auténticos, son los bares y cantinas.
Uno de esos el Queirolo, ubicado en la esquina de Quilca con Camaná, a una cuadra de la plaza San Martín, en el centro. Sencillo, sin pretensiones ni lujos, fue la sede del movimiento de poetas de la generación de los 70 Hora Zero – de la que Jorge Pimentel, Juan Ramírez Ruiz y Tulio Mora fueron sus máximos representantes- sigue siendo un recinto para los amantes de la palabra.
En las paredes del mítico bar hay poemas y fotos que los recuerdan. A pocos pasos, por la calle Quilca, hay una feria permanente de libros, desde los más antiguos hasta las novedades, a muy buenos precios. Es el paraíso de los libros.
Por la calle del Correo, también en el centro, se llega a la iglesia de Santo Domingo, donde están los cráneos de Santa Rosa de Lima –la primera santa latinoamericana- y el de San Martín de Porras, cuya imagen aparece con una escoba. Antes de santo fue aseador.
Sarita Colonia, ‘santa’ no oficial, proclamada por el pueblo.
Afuera, una mujer vende veladoras y estampitas de santos; de las más vendidas, dice, es la de Sarita Colonia, una ‘santa’ proclamada por el pueblo –no está en ningún proceso vaticano- de quien el escritor limeño Fernando Ampuero escribió una crónica titulada El milagro porno.
En el texto cuenta cómo esta devota joven peruana, empleada doméstica, no se dejó violar. Sus agresores descubrieron un codo donde debía estar su vagina. Esa es la leyenda. Todo en Lima es una leyenda.

JOSÉ ALBERTO MOJICA PATIÑO
Enviado especial de EL TIEMPO*
*Invitación de Promperú

La más famosa bruja de Colombia es ahora un apóstol de Dios

La hechicera es hoy una mujer de fe que advierte el peligro de la brujería. ¿Cómo una mujer que se hizo célebre por su maldad es ahora una predicadora de la fe?

Publicado en EL TIEMPO el 16 de marzo del 2014.



La bruja, la más famosa y poderosa bruja que ha tenido el país, es ahora una mujer de Dios. Atrás quedaron los riegos, conjuros y maleficios, los entierros y brebajes que la convirtieron en la bruja de cabecera de políticos e importantes personalidades colombianas en las décadas de los 70 y 80.
Su testimonio apareció publicado en un polémico libro que escandalizó al país hace más de 20 años –en el que también se hablaba sobre política y narcotráfico– y fue recreado en una telenovela. No da la cara ni permite revelar su nombre por preservar su tranquilidad.

A simple vista, la bruja conversa es una mujer sin muchas pretensiones, una abuelita bonachona. Pero realmente es un tren desbocado. 
Su día comienza con el rezo del rosario, va a trabajar y a hacer negocios, es madre de familia, lidera un grupo de oración, va a misa, visita amigos y cuando puede sale de parranda; pertenece a un grupo provida que lucha contra el aborto –con el que sale a hacer marchas, convence y ayuda a jóvenes para que no aborten– y recorre el país dando conferencias sobre los peligros de la brujería.
Es bajita. Lleva la cara sin maquillaje. Cuando habla, su boca es una metralleta que dispara palabras, refranes, plegarias. Se enfada y se desenfada. Se ríe a carcajadas que contagian. Habla, alza las manos y abre los ojos, un par de lámparas que miran profundamente e intimidan. Quienes la conocen la describen así: inteligente, recia, escandalosa, desparpajada, entusiasta, generosa, apasionada y dueña de una fe a prueba de todo.
“Ni a toda hora orando ni a toda hora parrandeando. Cuando le entregas todo a Cristo y le pides que haga lo que quiera contigo, ríete: el Señor es maravilloso, misericordioso. Yo me la paso pecando, pero Dios le va quitando a uno todo, hasta que lo pule”, dice.
Antes de dar esta entrevista, advierte que para que se entienda su historia hay que conocer a la madre Alicia. Ella fue quien la rescató del mundo de tinieblas, “cuando era una bruja miedosa y cotizada”, para convertirla en una guerrera de Dios. Más tarde, la hermana Alicia dirá que la entonces bruja es ahora un apóstol que ha traído a los caminos de Dios a casi todos a quienes les hizo brujería.
La exbruja habla sobre la monja que la salvó “a través de Cristo” y hace un resumen de su vida:
“Cuando conocí a la madre Alicia tenía una faldita azul oscura y una blusita gris. No sabía quién era. Fue en una iglesia. Yo era dizque católica, iba a misa –pero a misas cortas, porque las largas me daban sueño– pero hacía brujería. Lo único que hice fue cogerla, abrazarla y decirle: ‘Hermana, sálveme, yo hago brujería’. Empezó a orar y me invitó a su convento. Me pidió que rezara el rosario para que Dios nos dejara ver cosas al día siguiente. Estoy segura de que esa noche los cuadros de la casa se cambiaron de lugar. Le dije a mi marido: ‘Ve, los cuadros se están cambiando. Y me dijo: ‘Claro, son los brujos que vinieron por vos’. La noche la pasé muy intranquila. Cuando nos vimos, la madre oró y yo boté gusanos chiquitos por la boca. Eso me aterró. Era una mujer exitosa, amiga de políticos. Creía tener el mundo a mis pies pero me faltaba lo más importante: Dios.
“La madre me llevó a donde un monseñor. Hice una confesión de toda mi vida, pero cuando llegué a la casa me llamaron a que hiciera un trabajito y dije: ¿Cuál es la bobada mía de irme a rezar en vez de ganar plata? Volví a caer. Después de hacer mucha brujería y de visitar a tantos brujos, cualquier día acompaño a unas personas a hacer brujería y me empieza a picar el cuerpo, como si me clavaran alfileres; empiezo a sentir desasosiego, a no poder dormir. Busqué a un psiquiatra para ver si estaba loca. Y empiezo a perder muchísimo peso. Después supe que me habían hecho un maleficio. No era capaz de tragar y casi ni de hablar. Escuchaba una voz que decía: ‘Mátate’.
“La madre Alicia y monseñor me hacían oraciones de liberación, hasta que un sacerdote me hizo un exorcismo. Fui con mi marido y con varias personas, entre ellas una amiga mía que era más bruja que yo y que de un momento a otro levantó el comedor con una sola mano, que era pesadísimo, lo elevó y se lo lanzó al sacerdote y lo tumbó. Y de la boca de ella salía puro humo. A otra amiga se le chamuscó el pelo. En el exorcismo vuelvo a vomitar gusanos, cae tierra del techo y escupo alfileres. Sí, alfileres. El sacerdote oraba. Yo empecé a botar esas cosas cuando escuché una voz que decía que matara al cura, que era muy alto y robusto, y no sé qué fuerza tuve y le tiré a la garganta y le clavé las uñas; él siguió orando, me puso la hostia consagrada, caigo al suelo, le pido perdón, le digo que ese ataque no había salido de mí y nos postramos ante el Santísimo. Desde ese momento quedo liberada del maligno y puedo retomar mi vida de la mano de Dios”.
¿Cómo llegó a la brujería?
Cuando era muy joven conocí a una persona que adivinaba la suerte y a la que muchos visitábamos por pasatiempo. Esa persona me enseñó. Empecé con las cartas y el cigarrillo y me convertí en una experta. Fui llevando a otras personas a que creyeran en lo mismo en lo que yo estaba creyendo.
Y ahora es predicadora católica...
Es un caminar hacia Dios. Y para caminar hacia Dios hay que enseñarles a los otros a elegir el camino. Mis charlas parten de una vivencia y lo único que busco es que la gente no caiga en el error en que yo caí y que no cambien al único Dios que existe por una cantidad de dioses que pululan. Cuando hablo de esto me refiero a que no tenemos la confianza plena en el Señor ni la esperanza en Él. No sabemos pedirle y no lo tenemos como padre. Y creemos que una planta, un brebaje o una herradura tienen más poder qué Él.
¿Y cuáles son esos peligros?
Pregunto: ¿Quiénes se han hecho leer las cartas o han usado una pulsera para atraer buena suerte? Y la respuesta, casi siempre, es sí; casi todo el mundo lo ha hecho, por curiosidad. ¿Y qué pasa? Abrimos nuestro cuerpo y nuestro corazón para que entren espíritus del mal. Y aclaro: como existe Dios, existen la brujería y el poder del maligno. Pero la gente piensa que no hay nada malo en que le adivinen la suerte. Y pasamos la vida sin darnos cuenta de que permitimos que el mal entrara en nosotros. Por eso muchas veces no se encuentra vida laboral, la vida económica y el amor son un desastre, y esto puede trascender hasta la tercera o cuarta generación. Lo dice el Evangelio. Es una catástrofe espiritual.
¿Qué recomienda entonces?
Quienes se han metido en estas cosas, acudan a un sacerdote que los oriente y les haga una oración de liberación, o hagan una confesión de todo corazón para que los perdonen de ese atentado contra la fe de Dios. Si el caso es muy grave, tal vez requiera exorcismo. Pero debe ser con un sacerdote autorizado, no con cualquiera.
Usted les hizo mucho mal a muchas personas ¿Qué pasó con ellas?
Lo primero que hice fue llevar a esas personas a Dios. Y tuve la gran oportunidad de llevarlas a casi todas. En ese aspecto estoy muy tranquila porque les pedí perdón y traté de sacarlas de todo eso.
¿Y las personas que le hicieron brujería?
Cuando el padre me hizo el exorcismo les preguntó a los espíritus que me tenían poseída quiénes eran, que dijeran sus nombres, y eran dos compañeras de la universidad que no tenían por qué quererme ni por qué odiarme. Yo no voy a entrar a juzgarlas. Pudieron haber estado tan equivocadas como yo. ¿Qué las movió? Mi soberbia, porque yo me creía muy poderosa. Me las he encontrado. Una no me habla, pero con la otra sí he charlado. Están perdonadas.
En su época abundaban las brujas en Colombia. ¿Hoy es igual?
En todas las épocas hay personas que adivinan la suerte y hacen brujería. Mire la televisión y sus mensajes, que promueven a personas a las que se puede acudir cuando el marido se va o el novio se desenamora. ¿O no hay avisos que dicen: ‘venga y le hablo sobre el futuro’? ¡Claro! En la calle entregan papelitos que dicen: ‘atamos a su ser querido y si no llega, le devolvemos el dinero’. La brujería es un negocio del maligno donde la persona algunas veces cree que está charlando y en otras sí sabe que con eso se hace el mal.
¿Se ha sentido tentada a volver a hacer brujería?
No, nunca más. No lo volvería a hacer. Me privo de muchas cosas, de tener objetos que yo sé que inducen al mal. Soy enemiga del I-Ching, de la nueva era, del feng shui, porque todo esto desplaza a Dios y yo quiero llevar a Dios en mi corazón. Hay que pedir fortaleza para no volver a caer. Cuando la gente dice ‘a mí no me entra ningún mal’, yo me río porque para que no te entre nada tienes que estar confesado, comulgado, rezar el rosario. Esas son las armas.
¿Puede decir, entonces, que todo quedó atrás y vive tranquila?
En este momento no odio a nadie, no tengo rencores, no estoy herida por nadie. No sé si tenga enemigos gratuitos o alguien que me odie. Seguramente. A uno lo quieren o lo odian. Pero en este momento estoy en paz.

JOSÉ ALBERTO MOJICA PATIÑO
Redactor de EL TIEMPO