Eduardo Verástegui, el galán convertido

El famoso actor mexicano abandonó el cine comercial, el dinero y el sexo por su amor a Dios. Hoy lucha contra el aborto. 

Foto: Rodrigo Sepúlveda, EL TIEMPO

Un metro con 85 cm de estatura, ojos verdes, cuerpo esculpido en el gimnasio, dinero, mucho dinero; mujeres, muchas mujeres; fama, mucha fama; era el galán de galanes de las telenovelas hispanas, había grabado varios discos, aparecía casi desnudo en las portadas de las revistas y daba los primeros pasos de una carrera que prometía éxito en Hollywood.
Todo eso era el cantante, actor y modelo mexicano Eduardo Verástegui. Era.
De su pasado conserva, eso sí, la disciplina con el deporte, la comida sana y el buen gusto para vestirse. Luce impecable: traje de paño gris ceñido, bufanda de hilo del mismo tono y pañuelo de seda que sobresale del bolsillo de la chaqueta.
Renunció a ser un galán, pero sigue pareciendo un galán...
“Antes, mi imagen era lo único que me preocupaba. Ahora me importa: ¡Claro! Sigo en la industria del cine, no puedo andar despeinado ni mal vestido. Pero cuando usas tus talentos para ayudar a los demás, sobre todo a los más necesitados, es ahí donde está la belleza de una persona, que dura para siempre”.
Hoy viaja por el mundo, apoyando las organizaciones que luchan contra el aborto, solo utiliza su talento –y su imagen– en producciones artísticas que promuevan la vida y la fe católica, seguro de que el arte tiene el potencial de sanar, de elevar la dignidad del ser humano, de entretener e inspirar a la gente.
Y completa 11 años de varias promesas que le hizo a Dios, una de ellas –la más contundente–: no tener intimidad con ninguna mujer hasta cuando conozca a la que será su esposa, la madre de sus hijos. Sí, once años de castidad. Ya conoció en Dios –afirma convencido– lo que es la felicidad verdadera.
¿Cómo darle un cambio tan radical a la vida?
Él lo explica así: “Tras muchos años de querer lograr todo lo que la sociedad te exige para ser feliz –fama, éxito, placeres–, a los 28 años –ya tengo 39– me di cuenta de que lo tenía todo, pero realmente no tenía nada. Algo me faltaba, pero no sabía qué”.
Corría el 2002 cuando, en Los Ángeles (California, Estados Unidos) conoció a una profesora de idiomas, Jasmine O’Donnell, que –dice– no solo le enseñó inglés sino que le salvó la vida. Lo empezó a confrontar mientras le enseñaba a perder su acento mexicano y a pulir el idioma para su primera película en Hollywood, junto con la colombiana Sofía Vergara, Chasing Papi, en la que representaba a un latin lover que tenía tres novias a la vez.
“Me hacía muchas preguntas, sin juzgarme: ‘¿cuál es el propósito de tu vida?’, ‘¿qué te motiva a levantarte todos los días?’, ‘¿por quién vives y por quién mueres?’, ‘¿qué representa Dios en tu vida?’. Eso me ayudó a entender que estaba lleno de contradicciones”.
Comprendió que era un católico, de puro nombre, porque en la práctica su fe no trascendía de dar gracias a Dios por todo, de ir a misa una vez al año y asegurar que no era un santo pero tampoco un criminal porque no le hacía daño a nadie. “Mi fe no era el centro de mi vida, no porque no quisiera sino porque no la conocía”.
Se leyó el Nuevo Testamento y, además de la ayuda de su maestra de inglés, empezó a buscar la asesoría espiritual de un sacerdote. Y llegaron las promesas a Dios: la primera: nunca volvería a trabajar en un proyecto que ofendiera su fe, su familia y su comunidad latina.
Se quedó sin trabajo cuatro años, y llegó a no tener con qué pagar el alquiler del apartamento donde vivía, en Los Ángeles. Todo lo que le ofrecían eran papeles del típico cliché latino: el inmigrante, el bandido, el narcotraficante, el mujeriego, el borracho.
“Nació una confianza absoluta y ciega en la Iglesia católica, que no sabría cómo explicar, en medio de los escándalos que la tenían tan desprestigiada. Sin entender de teologías ni de nada, solo corrí a la Iglesia y me acobijé en ella”.
Entonces, supo que hay asuntos sobre la fe que no tienen explicación, que solo existen y son porque sí, porque así lo ordenan Dios y la Iglesia, y aceptó que ya no manejaría su vida. “Me monté en el puesto del copiloto para que el Señor condujera mi vida”.
La segunda promesa fue la de vivir en castidad, porque así también lo establece la Iglesia.
Eso de renunciar a la sexualidad es difícil de creer...
“Muchas personas piensan que el sexo es una necesidad física, y eso no es cierto. ¡Necesidad física es respirar, comer! Si no respiras o no comes, te mueres. Hasta ahora no he escuchado que alguna persona haya muerto por abstinencia”.
Cree firmemente que, más que una necesidad física, el sexo es un deseo muy fuerte del ser humano que se puede controlar con la razón y que nadie debería vivir de acuerdo con los instintos y las pasiones. “No es que el sexo sea malo: es sagrado, grandioso, y precisamente por eso uno lo cuida y lo protege, para compartirlo con esa persona que debe ser la más importante de tu vida. El amor, si no es para siempre, no sirve”.
Por eso asegura que se guarda para esa mujer especial, que, si Dios lo tiene planeado –afirma–, llegará algún día, para decirle: “Te estaba siendo fiel desde muchos años antes de conocerte”.
¿Cómo logra mantenerse casto?
“La castidad es imposible, para ti y para mí. Pero entendí que no era yo haciendo una promesa. La única manera por la que puedes lograr cosas buenas es por la gracia de Dios, y no por mérito propio”.
Eso lo asumió después de una confesión con un sacerdote que duró una semana. Pero vivir en castidad no significa que ya no le gusten las mujeres. Todos los días, dice, tiene que luchar contra tentaciones y provocaciones, y más en la industria del cine, en una ciudad como Los Ángeles y viajando por todo el mundo.
Estas son sus armas para conservar su promesa de castidad, que al comienzo quebrantó porque no sabía que necesitaba fuerzas sobrenaturales para lograrlo: va a misa todos los días, reza el rosario –también todos los días– y lleva una vida de entrega a los sacramentos. Intenta cumplir a cabalidad los Diez Mandamientos –sí, intenta, porque reconoce que sigue siendo un pecador como cualquier otro–, y se resguarda en la oración, la contemplación, la reflexión y el servicio a los demás, de la mano de la Virgen María.
Trabaja muy duro para limpiar esa estela de humo negro que –cuenta– dejó en ese pasado en el que les rompió el corazón a tantas mujeres; en ese pasado de tantos pecados y placeres de los que no habla, pero de los que se arrepiente.
Siguiendo la promesa de sólo participar en producciones que no ofendieran su fe y que, al contrario, ayuden a construir un mundo cada vez mejor, protagonizó la película Bella, en el 2007. Personificó a un hombre que conoce a una mujer que piensa abortar, le propone que tenga el bebé y se lo dé en adopción.
La cinta ganó varios premios, entre esos el del Festival de Cine de Toronto, uno de los más importantes del mundo. Pero, más que de los galardones, Verástegui –hermano mayor de tres hermanas e hijo de unos padres de clase media de Xicontécatl, un pueblito mexicano del estado de Tamaulipas– se siente orgulloso de las vidas que se han salvado. Más de mil bebés, según los testimonios que ha recibido.
Cuando se preparaba para esa película, recuerda que fue a una clínica donde practican abortos en Los Ángeles y una joven, decidida a abortar, le pidió un autógrafo. Y empezaron a hablar, la muchacha perdió la cita y él la convenció de cambiar su decisión. Tenía cuatro meses de embarazo. Cinco meses después lo llamó a decirle que su bebé acababa de nacer y que le había puesto su nombre: Eduardo. Le pidió que fuera su padrino de bautismo y él aceptó.
“Tener en mis brazos a Eduardito es una de las cosas más bellas que he me han pasado en la vida”, sigue el hombre, quien, después de ese episodio, montó una fundación de clínicas –bajo el nombre de El Manto de Guadalupe– que les da orientación y atención médica especializada y gratuita a mujeres embarazadas para que desistan de abortar.
En el 2012 coprotagonizó, junto con Eva Longoria y Andi García, la película Cristiada, basada en la persecución del gobierno mexicano a la Iglesia católica en 1920. Representó a Anacleto González, un hombre que prefirió que lo fusilaran antes que renunciar a su fe, hoy mártir del catolicismo y en proceso de canonización.
Hace pocos días vino a Colombia, invitado por el despacho de promoción y defensa de la vida del Episcopado, a dar una conferencia en contra del aborto, tema del que es activista y, sí, fundamentalista. Levanta la voz al denunciar que el vientre de la madre, que debería ser el lugar más seguro del mundo, es el sitio más peligroso de todo el planeta. Allí, insiste, ocurren más crímenes que en cualquier otro escenario. Al año, grita indignado ante un auditorio que lo ovaciona –un auditorio eminentemente católico–, hay 45 millones de abortos.
“Para entender la cultura de la muerte que está intoxicando al mundo entero hay que ir a la raíz: ¿Cuándo comienza la vida? ¿Qué es la vida y cuándo termina? La vida comienza en el momento de la concepción, no es un accidente, es sagrada. No hay una vida que valga más que otra”, sigue.
¿Y qué decirle a una mujer que quedó embarazada tras una violación?
Primero, que metan en la cárcel al violador. Nadie habla del violador, el bebé es el que debe pagar los platos rotos. El hecho de que aborte no significa que olvide: va a recordar la violación y va a recordar que mató a su hijo. Va a sumar una nueva memoria de dolor. A esa mujer hay que orientarla, acogerla, pero el aborto nunca debería ser una opción.
También presentó el cortometraje que acaba de producir, Crescendo, que cuenta la historia de la madre de Ludwig van Beethoven, quien, según una biografía del artista, reconoció que pensó en abortarlo porque no soportaba los maltratos de un marido borracho y mujeriego. Su coproductora es la canadiense Pattie Mallete, madre del mundialmente famoso artista adolescente Justin Bieber y quien también ha reconocido que contempló la idea del aborto.
Crescendo pretende dejar una lección intencionalmente obvia: si la madre de Beethoven hubiera abortado esa criatura –un feto más, un aborto más–, el mundo no hubiera conocido a un genio como Beethoven.
Sus planes para el próximo año son una película sobre el matoneo escolar (Little Boy) y una más sobre Cristo (El Hijo de Dios) de la mano de Marck Burnett, productor del exitoso concurso de televisión The Voice (La voz) y de La Biblia, uno de los programas más vistos en Estados Unidos.
Casarse, tener hijos... Tal vez. Él quiere, pero no sabe si son los planes de Dios. Tal vez termine en un convento de clausura o convertido en sacerdote, dos cosas que también ha querido pero que no se le han dado. Ya ha dicho que no es el dueño de su vida. “Es muy difícil, es morir a ti mismo y eso duele. Pero ahí está la paz, en la cruz; que te claven clavitos duele, pero es la verdad. Hay que saber abrir las manos y decir: ‘aquí estoy’ ”, dice, y extiende los brazos, como si lo fueran a crucificar.
JOSÉ ALBERTO MOJICA PATIÑO
REDACTOR DE EL TIEMPO

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