La solitaria travesía de una mujer por la Antártida

La española Chus Lago es una de las alpinistas más importantes y tenaces del mundo. A punto de morir, en la montaña, descubrió que no se puede llorar a 5.000 metros de altura.  

Publicado en EL TIEMPO el 30 de agosto del 2014.



Una mujer. Sola. Tendida sobre la nieve, con mirada de terror y las pestañas literalmente congeladas. Así estaba Chus Lago cuando se tomó una foto, un día cualquiera de los 59 que pasó en la Antártida.
Los datos y cifras de su expedición por el Polo Sur, la primera hecha por un ciudadano español en solitario y la tercera de una mujer en condiciones similares, producen escalofríos. Impensables para el ser humano: 1.200 kilómetros, 42 grados bajo cero a la intemperie, que pasaban a 20 dentro de la carpa, donde no podía dormir más de cinco horas al día; sus 1,62 metros de estatura debían arrastrar un trineo de 113 kilos con provisiones –comida, un panel solar, la carpa, la ropa, el GPS, un equipo de comunicaciones–. Chus pesaba 57. Perdió diez. En el camino, realmente, fue dejando el pellejo.

El viento, recuerda, era el demonio. Lo que veía todos los días era el mismo paisaje: un desierto polar. La misma nieve infinita. Los días sin noche de la Antártida, donde hay luz las 24 horas del día.La misma rutina: caminar 25 kilómetros diarios, mínimo ocho horas, apoyada en un par de esquíes que enterraba como garras para poder impulsar sus pasos. 
Sentir que se le extinguían las fuerzas y no avanzaba. Sentir que se hundía. Siempre la misma comida: pescado o carne liofilizada, batidos y barras energéticas, vitaminas. Todo eso, además de saberse absolutamente sola. Y además de la soledad, el miedo.
Todo esto durante casi dos meses. Desde el 9 de noviembre del 2008, cuando partió desde la bahía Hércules –ya había pasado por Punta Arenas, en la Patagonia chilena– hasta el 8 de enero del 2009, cuando arribó a la base científica Amundsen-Scott. En todo ese tiempo solo fue asistida una vez, pese a que no pensaba pedir ayuda. Los cálculos le salieron mal y tuvo que pedir comida.
Pero Chus, una alpinista de 49 años, nacida en la ciudad española de Vigo, sabía que derrumbarse no era una opción. Menos, llorar. Lo había hecho tres años atrás mientras descendía del monte Vinson, la montaña más alta de la misma Antártida, a cerca de 5.000 metros, y se le congelaron las lágrimas; y eso que lloraba de felicidad. “Un consejo: no se puede llorar a 50 grados bajo cero”, dice.
El legendario explorador noruego Roald Amundsen, quien dirigió la primera expedición en el Polo Sur, en 1911, dijo que era “el lugar más frío, venteado, inhóspito y desolado del planeta”. Hasta allá se fue Chus Lago a cumplir un sueño y un desafío. A encontrarse con ella misma.
Chus no se llama Chus. Su nombre es María Jesús, pero desde niña, cuando su padre la llevaba de paseo a las montañas que rodeaban su provincia, y donde supo que sería montañista toda su vida, le dicen así.
Chus, quien además de alpinista es concejal de su ciudad, en defensa del medioambiente, vino a Bogotá como invitada a la Semana de la Montaña y la Espeleología. Vino a hablar sobre su vida, sin pretensiones de dar cátedra ni de ser una inspiración para otros montañistas, ni menos una gurú de superación personal. 
“Hablo sobre lo que he pasado: de las veces que me he caído, del viento que ha hecho, del miedo que he tenido. Una persona que haya hecho esto no es ningún superhéroe. La única diferencia es que quería hacerlo y lo hice”, dice.
Y aunque se niega a sentirse una heroína, su hoja de vida dice lo contrario. A los 11 años se estrenó trepando el monte Vixiador, cerca de Vigo. Siguió por los Andes y los Pirineos. A los 18 ascendió al Mont Blanc y a los 22 descubrió el Himalaya. En el 99, cuando tenía 34 años, se propuso escalar el Everest sin ayuda de oxígeno artificial. Pero no llegó a la cima. Al año siguiente lo intentó de nuevo y lo logró, alcanzando otro título: ser la primera mujer española y la tercera del mundo en llegar a esa cumbre sin oxígeno artificial.
En el 2004 terminó el proyecto Leopardo de las Nieves, reconocimiento que se ganan los deportistas que coronan los picos más altos de la extinta Unión Soviética: Lenin, Khan Tengri, Pobeda, Korgenevskaya y Somoti. Otro título: la única mujer viva que ostenta dicha dignidad. 
“Solo cuento mi historia, mi vida: mi Everest, mi Antártida. Es una historia tal vez bonita, de pasiones y luchas constantes. Pero solo es mía y eso no me hace especial. Pero si eso te sirve de algo, fantástico”, sigue.
¿De qué está hecha esta mujer, bajita, delgada y atlética, a simple vista sin muchas pretensiones? Ni ella misma lo sabe. Lo único que queda claro es que su coraje es un témpano de hielo antártico.
“Necesitas estar físicamente pleno, en todas tus capacidades. Si tu cuerpo falla, tu mente se puede derrumbar”, reflexiona. Sin embargo, ya ha comprobado mil veces que dominar la mente en condiciones tan adversas es más complicado que soportar una tormenta de nieve a 8.000 metros de altura. Por eso, en la Antártida descubrió que la mejor estrategia para sobrevivir era evitar los pensamientos negativos. “Intentaba pensar en cosas bonitas: en aquel chico guapo, en un libro. Me montaba historias. En momentos sentía que me desdoblaba. Todo debía salir de mí misma, no tenía a nadie que me diera palmadas en la espalda”.

‘Nada más que nieve’
Pero no siempre le funcionaba. Tuvo momentos de crisis y ansiedad. “Me descubrí varias veces envuelta por la niebla, como encerrada en una bola de cristal. Tienes la sensación de que no te mueves, de que llevas 14 horas en el mismo sitio. En una montaña te mueves, ves cosas. Aquí no veía nada más que nieve”.
Sus instantes más duros fueron cuando recordaba a su gran amigo y compañero de expediciones, un asiático llamado Merab Khabazi, que murió en una tormenta de nieve, a la intemperie. Cada tropiezo que Chus tuvo en la Antártida estuvo antecedido por un mal recuerdo.
¿Por qué se fue sola para la Antártida? La explicación: sus malas experiencias en equipo. “La altitud provoca falta de sueño, te despiertas y sientes como que te ahogas. Pierdes el apetito. Te da como anorexia. Te pones de mal humor. Te desesperas. Y hay personas que no saben gestionar esas cosas y la vida en equipo se vuelve una pesadilla”.
También por haber sido discriminada simplemente por ser mujer. Y no cualquier mujer: una más fuerte que muchos hombres en una actividad tan exigente, donde la cuota femenina es escasa. En varias expediciones la excluyeron, dejaron de hablarle y le dijeron que era la guinda del equipo –la fruta que se pone encima de un pastel–.
Chus recuerda, impávida, las veces que ha estado en peligro de muerte. La vez que las piernas se le paralizaron y pasó 48 horas en el monte Pobeda, a la intemperie, hasta que otros montañistas la encontraron y le dieron agua y comida. Las tantas veces en las que se le han congelado los dedos de las manos. En una ocasión le iban a cortar cuatro, pero un médico español lo evitó. 
Solo le cortó un pedacito de falange del anular derecho. La vez que se resbaló de una montaña y la salvó un guía que la detuvo arrojándose encima de ella. La vez que vio a un montañista matarse y sintió que le podía pasar lo mismo. Lo acababa de saludar y asistió impotente a su fin: el resbalamiento, las manos que se sueltan, los gritos, el cuerpo que sale disparado y aterriza reventado 2.000 metros abajo.
Resulta imposible preguntarse cómo un ser humano puede soportar cosas así. Por pasión, por ganas de superarse, dirá ella, convencida de que el sufrimiento no es el fin: es una circunstancia.
Chus no cree en Dios. Ni en las religiones. Cree en la fuerza del espíritu y en las personas, que pueden ser grandiosas o perversas. Cree en el misticismo de la montaña, que, con su poder y energía, la hace sentir en casa. 
“La montaña es un reflejo de uno mismo. El Everest terminó siendo un espejo: te crees muy fuerte y fantástico, y llegas allí y te cagas de miedo. No eres ni invencible ni infinita. Eres frágil y perenne”, dice.
Se ha casado dos veces; la segunda, hace un año, con un deportista que sufre de vértigo. Él es del agua y ella del monte. Su gran renuncia, lamenta, es no haber sido madre. Imposible para una mujer alpinista.
¿Y su nuevo reto? No lo tiene, dice. El próximo año publicará un nuevo libro sobre su experiencia en el Polo Sur. Será el tercero después de Everest, fuera de la Tierra (2000) y Una mujer en la cumbre (2003).
Cuando terminó su travesía por la Antártida, devastada –la cara quemada, ampollada, los labios reventados, las botas rotas y el trineo destrozado–, sintió una paz absoluta. La calma que había estado buscando desde niña. “Había vencido todos los extremos físicos y mentales que como ser humano podría alcanzar”. Esa sensación no apareció cuando coronó el Everest. Entonces, recuerda, se sintió profundamente triste. Después de mucho luchar, el sueño ya se había acabado.
Cuando terminó su travesía por la Antártida se quedó sentada un rato. No llegó hasta donde la esperaba la prensa, ni clavó en la nieve la bandera de su país. Se detuvo cuando vio unos pasos que no eran suyos, cuando comprendió que ese momento mágico terminaba ahí. Cuando supo que la soledad había acabado.
JOSÉ ALBERTO MOJICA PATIÑO
Redactor de EL TIEMPO

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