El Cruce Andino, que comunica a la Patagonia chilena con Argentina, es un regalo para el espíritu. Relato de un periplo mágico por entre volcanes y lagos. De Puerto Montt a Bariloche.
JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
ENVIADO ESPECIAL DE EL TIEMPO
El volcán Osorno se ve como una copa de helado impecablemente servida, como si tuviera una capa de chocolate blanco cristalizado en su cumbre de nieves perpetuas. Es imponente, bellísimo; representa la figura perfecta del volcán que les enseñan a los niños en los libros escolares: verde en sus laderas e inmaculado en sus alturas.
Charles Darwin fue testigo de una de sus erupciones, en 1835, desde la ciudad chilena de Ancud. Esa, su última erupción, duró 15 años. Desde entonces permanece como lo estoy viendo ahora: apacible, pero también altivo. Y yo, un humilde peregrino, no puedo dejar de contemplarlo.
El volcán, uno de los 2.000 que hay en Chile, está ubicado en la cordillera de los Andes, al borde del lago Llanquihue; en la región de Los Lagos, al lado opuesto de la ciudad de Frutillar. Y es la primera de un inventario de beldades que, a partir de ese momento, empezarían a desplegarse ante mis ojos en el Cruce Andino que desde el año de 1913 atraviesa montañas, bosques, ríos, lagos y leyendas entre Chile y Argentina.
Aún no sabía que el Osorno, que guarda un tremendo parecido con el Fuji (Japón) y que fue bautizado por los nativos con el nombre de Pirepillán –que significa demonio de la nieve- me acompañaría en casi todo mi periplo por la Patagonia chilena. Casi.El viaje comenzó dos días atrás, cuando volé cinco horas, desde Bogotá hasta Santiago de Chile.
Después de un día de viñedos y de una visita maratónica por la capital chilena, emprendimos otro vuelo, esta vez, rumbo a Puerto Montt; ciudad de 130 mil habitantes, capital de la región de Los Lagos que vive de la industria del salmón. Iván Bobadilla es un chileno de 55 años que hace 10 cambió de trabajo: dejó las estrechas oficinas de un banco y ahora despacha desde los parajes mágicos que, como guía turístico, me empieza a mostrar. Buena decisión, Iván.
“El día de hoy vamos a recorrer la región de Los Lagos”, dice él con una voz que sale apretada.Salimos de Puerto Montt, tomamos la vía Panamericana que recorre a Chile a lo largo. “Chile es como un espagueti: largo y angosto”, explica Iván.
El paisaje es así: praderas verdes, casas que parecen retratos de postales, vacas pastando, campesinos ordeñando vacas; cultivos de papa, maíz y cebada, y un espeso cordón de arbustos florecidos de amarillo que recubre la carretera a lado y lado.
Los arbustos, que acicalan la vía, no son más que una plaga que se ha convertido en un problema para la región. Se llaman chacai o espinillos, y fueron traídos por los alemanes que colonizaron la zona con el fin de cercar sus propiedades. Pero la planta fue creciendo y hoy está fuera de control. Además de arrasar los cultivos que se atraviesan en su camino, son combustible perfecto para los incendios. Tienen las raíces aceitosas y, apagarlas, es tarea de titanes.
Desde allí empezamos a divisar al volcán Osorno, y al lado, al Puntiagudo, bautizado así por su figura geométrica. El reloj marca las 12:30 del día. Hora del almorzar en un restaurante a orillas de la carretera: El rancho espantapájaros. Hay que decidir entre jabalí y ciervo al palo (asado). Me quedo con el primero. De acompañante, una cerveza casera.
Desde los ventanales del lugar se observa el lago Llanquihue, el más grande de los 15 de la región. Tiene cerca de 89 mil hectáreas, y es el tercero más extenso de Latinoamérica; el primero es el Titicaca, y el segundo, el General Carrera.El restaurante, rodeado por llamas, cabras y avestruces, es atendido por su propietario, el alemán Fiegfried Brenszland. Hombre amable de ojos verdes vistosos y dueño de una sazón exquisita.
A 15 minutos está Puerto Octay, una población pequeña que tiene una iglesia construida en maderas de alerce y ciprés –el templo es patrimonio histórico; y en la plaza, un árbol tupido de florecitas moradas, y otro, un ciruelillo milenario, robusto y frondoso que tiene las raíces por fuera y apuntando hacia el cielo.
Tomamos carretera de nuevo y atravesamos un bosque de árboles nativos como el alerce, que ya no se puede cortar –está en vía de extinción- y un lote tapizado con franjas perfectamente delineadas con tulipanes de colores: blancos, rojos, amarillos, verdes. Seguimos bordeando el lago y llegamos a Frutillar, una población conocida porque allí, en el mes de enero, se realiza un festival internacional de música clásica. No en vano su símbolo es una clave de sol.
Al lado, en la playa aún fría por los rezagos del invierno que se le interponen a la naciente primavera, dos mujeres entradas en años toman el sol cubriendo sus rostros con las páginas de un periódico; un perro espanta a los pájaros y en el fondo del agua, diáfana, reposan cientos de deseos arrojados en monedas.
Llegó la hora de navegar
Ya estamos en Puerto Varas, una ciudad de 40 mil habitantes que es el eje del turismo de la región. Tiene 17 hoteles de primer nivel; uno de estos, recién inaugurado, es el Cumbres Patagónicas. Allí nos hospedamos. Esa noche el cantautor chileno ofreció un concierto en el hotel; primero me lo encuentro en la piscina, y luego, en el escenario.
En el centro del pueblo, conocido como ‘la ciudad de las rosas’, algunos turistas rezan en una iglesia ubicada la cima de un pequeño bosque, mientras otros se entregan al juego y a los devenires de la suerte en un casino de casi una manzana de extensión.
En Puerto Varas hay un muelle de madera donde cinco lugareños tienen sus esperanzas colgadas en cañas de pescar. En toda la tarde solo uno de ellos ha tenido suerte con el anzuelo: una trucha mediana que ahora se revuelca en un balde rojo.
Es un nuevo amanecer en Puerto Varas. Un bus repleto de turistas –colombianos, costarricenses, venezolanos y muchos brasileños- nos adentra en el Parque Nacional Vicente Pérez Rosales. Nos bajamos en los Saltos del Río Petrohué, formados por las erupciones del volcán y cuyas aguas azules oceánicas –producto de los sedimentos minerales que bajan de la montaña- se pueden apreciar desde un mirador ubicado al final de un camino cercado por árboles nativos.
El río corre caudaloso, y cruje fuerte a su paso. Por fin abordamos al catamarán que hará uno de los tres recorridos fluviales del cruce por los andes. Son cuatro más, vía terrestre: unos 1.350 kilómetros desde Santiago hasta Bariloche (Argentina).
Navegamos el Lago de todos los santos, que lleva ese nombre porque fue descubierto precisamente el día de los iluminados de la fe católica. El lago es azul plateado; cerca del volcán Osorno, sus aguas se ven blancas, producto del reflejo de la nieve que lo reviste. El lago se ve tranquilo, sosegado; solo se mueve por el efecto del motor del catamarán.
El Osorno empieza a alejarse; o soy yo el que se aleja. Poco a poco se fue perdiendo en la retina. Ya no me acompaña más. Ahora me topo con el volcán Tronador, llamado así por el estruendo que produce cuando sus bloques de hielo se descuajan. Extraño al Osorno.
En el barco conozco a varios colombianos. “Este frío está bueno para un aguardientico”, dice Juan Camilo Gómez, de Medellín, 29 años, sonrisa generosa y quien lamenta no haber llevado ese trago. “Lo que más me ha gustado son los pingüinos de la Isla de Chiloé”, dice Martha Uribe, paisa también. Le cuento que no pase por ese lugar y ella me confiesa que tuvo que pagar 220 dólares de multa en el aeropuerto de Santiago por tratar de ingresar al país un paquete de chorizos antioqueños que le traía a su hermana gemela.
A Chile está prohibido ingresar carnes, frutas y verduras. Y embutidos como los chorizos. “Esto es muy hermoso, estamos cruzando el paraíso. Pero me hace falta la señora”, dice Flavio Agudelo, de 65 años. Su esposa no lo pudo acompañar en este viaje que él siempre había soñado.
Parajes mágicos
Desembarcamos en Peulla, un pequeño poblado empotrado en la montaña. Alberto Schirmer es el gerente del Natura, uno de los dos hoteles del lugar, que parece el paraje encantado de un cuento de hadas. Allí habitan 120 personas, todas trabajadoras del sector turístico; hay una escuela con ocho niños, sus hijos pequeños, y una aduana donde se registra el ingreso de los turistas a territorio argentino. Estamos en la frontera.
Es también el hogar de pumas y ciervos que no se dejaron ver. Schirmer es nieto de Ricardo Roth, el hombre que hace casi un siglo tuvo la brillante idea de convertir la ruta comercial que comunicaba a esa zona de Chile y Argentina en un destino turístico. “Peulla es un santuario de la naturaleza, y un lugar muy entretenido”, dice este chileno de ascendencia suiza al explicar que allí se puede, desde cabalgar por las laderas de los andes, pescar, escalar y hacer cánopi: deslizarse por entre los árboles a través de un sistema de cable.
Pernoctamos en Peulla. Destino del día siguiente: Bariloche. Pero primero tuvimos que entrar al Parque Nacional Nahuel Huapi; pasamos por Puerto Frías, donde tomamos un chocolate caliente con coñac, que sirvió para apaciguar el inclemente frío; ahora, Puerto Alegre y Puerto Blest.
Por fin estamos en Bariloche. Hace un frío estremecedor y el viento sopla con fiereza. Damos el paseo de reconocimiento: el centro cívico, con sus edificaciones de madera y piedra, las chocolaterías, la iglesia de torre puntuda. De comida, una parrilla argentina y un Malbec de la región de Mendoza.El viaje empieza a extinguirse en el cerro La Catedral, en Bariloche.
El centro de esquí más grande de Latinoamérica; ascendemos hacia los picos sentados en sillas elevadas por cuerdas y motores. Hace más frío acá arriba. Tocamos la nieve. Anhelada nieve, que empieza a descolgarse con la entrada de la primavera. Esquiadores de todo el mundo se deslizan raudos por la montaña blanca. No pude esquiar. Para hacerlo necesitaba, mínimo, medio día de instrucción y no había tiempo. Estar ahí, sintiendo la nieve, fue suficiente.
Cada vez que tengo el privilegio de viajar descubro que en cada sitio hay un paraíso posible. Cruzar los andes, navegando los lagos infinitos, surcando volcanes y bosques, no puede ser otra cosa que un viaje al paraíso.
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