Una paisa será la primera santa de Colombia


El Vaticano puede declarar santa en cualquier momento a la madre Laura Montoya, tras la verificación del testimonio de un médico que dice haber sido salvado por ella. Defendió a los indígenas, fue escritora mística y fundó una comunidad, que hoy está en 21 países.

Publicado el 25 de octubre del 2012.
Una maestra de escuela de figura robusta, defensora de los indígenas, escritora y mística que llegó a enfrentarse con el mismo demonio -según lo narra en su autobiografía- será la primera santa colombiana: Laura de Jesús Montoya Upegui, una monja fallecida en 1949.
El papa Benedicto XVI puede anunciar su canonización en cualquier momento. Solo falta un paso sencillo para que se dé la noticia: que los cardenales del Vaticano, que examinarán el tema el próximo 10 de diciembre, den la orden tras avalar el milagro aprobado el pasado 14 de junio por los médicos de la Congregación de la Causa para los Santos, que era el último y más complicado requisito. El milagro en el que intercedió la religiosa, verificado por la Santa Sede, se produjo cuando un médico antioqueño que se encomendó a ella en su lecho de muerte resultó curado sin ninguna explicación científica (lea detalles en el testimonio "Para el Vaticano...").
¿Quién fue esta mujer? Aída Orobio, madre superiora de la comunidad que la madre Laura fundó el 14 de mayo de 1914 y que hoy está presente con más de mil monjas misioneras en 21 países de América Latina, Europa y África, nos da esta semblanza:
"Ni aquí, en su tierra, la gente alcanza a dimensionar lo valiente y maravillosa que fue esta mujer. En una época en la que la mujer debía estar al lado del hombre, Laura se atrevió a seguir el llamado de Dios, pese a que la llegaron a tildar de loca".
Rememora cómo la maestra de escuela -nacida en Jericó, el 26 de mayo de 1874-, en algún momento de su vida conoció a un grupo de indígenas embera-chamíes en Dabeiba (Antioquia) y quedó impresionada al descubrir que no sabían leer ni escribir; eran cruelmente explotados y tratados como animales, y ellos mismos creían que no tenían alma.
"Cómo es posible que vivan en tal marginación y alejados de Dios, si son tan colombianos como cualquiera y fueron los primeros habitantes de estas tierras", dicen que se preguntaba la maestra, entonces de 40 años.
El 5 de mayo de 1914, en compañía de su madre (su padre fue asesinado cuando ella era niña, por "defender sus convicciones políticas y católicas"), y junto con otras seis mujeres, se adentró en la espesa selva y empezaron a vivir con los indígenas. En ese momento inicial no contó con el respaldo de la Iglesia.
Junto con las primeras letras, la maestra y sus compañeras comenzaron a enseñarles el camino de Dios. Todo, sin arrancarles su propia cultura.
Como ellos no conocían el español, se inventó un método con los sonidos y criaturas de la selva, con la lluvia, el sol, la luna y las estrellas para comunicarse. De esa experiencia nació Voces de la naturaleza, uno de los 23 libros que escribió.
Decía: "No tenemos sagrario, pero tenemos la naturaleza. Y hay que descubrir a Dios en el indígena, en el árbol, en el pájaro, en las dificultades". Y no solo les llevó el mensaje divino a los indígenas. La hermana Aída explica que la madre Laura fue también una activista por los derechos humanos de los nativos: "Les exigió a la Iglesia y al Gobierno que defendiera sus derechos".
Otro testimonio de la influencia benéfica que irradia la fe en la madre Laura es el de una pariente suya, María Victoria Montoya, a quien, a los 12 años, la llevaron al convento de la ya fallecida prima de su papá.
Una hermana la vio y la interpeló: "Usted tiene los mismos ojos y las mismas cejas de la madre Laura. ¿Le gustaría ser una monja laurita?". Es así como se denominan las integrantes de su comunidad. "Mi papá no me volvió a llevar porque no quería que yo fuera religiosa, por todo lo que sufrió su prima Laura -comenta María Victoria, de 58 años, que se hizo de monja salesiana-. Ser familiar de la madre Laura me llevó a los caminos de Dios.
Y trae a la memoria el sufrimiento de su pariente: "La atacaron duramente y pasó sus últimos años postrada en una cama".
De esas penurias habla el sacerdote y escritor antioqueño Manuel Díaz en su libro Laura Montoya, mujer intrépida. La primera fue la pobreza que pasó con su madre y sus dos hermanos cuando su padre fue asesinado. Y luego, cuando se fue para la selva, pues los gamonales vieron en ella a una peligrosa contrincante que les arrebató a los indígenas explotados por ellos durante décadas, a cambio de baratijas y humillaciones.
Según el padre Díaz, llegaron a acusarla de robarse los dineros que recibía de la gobernación de Antioquia para su apostolado. Ella, con entereza, no dio paso hacia atrás. Nunca lo hizo.
Martha Galvis es la responsable del santuario de la madre Laura en el sector de Belencito, en Medellín, convertido en museo y convento, y donde reposan sus restos.
Nos enseña la habitación donde ella murió: la sencilla cama metálica, la silla de ruedas de madera, los cilicios con los que se mortificaba; un armario con sus cartas y reliquias; entre estas, un cofre de vidrio con hebras de su cabello cano y una ampolleta con sangre.

Sus encuentros sobrenaturales
Hasta el santuario llegan a diario cientos de feligreses a pedir -también a agradecer- algún milagro de la beata, como lo testifican las hileras con más de 600 placas que hablan de curaciones y otros favores recibidos.
De Laura, lo que Martha más admira es el misticismo que, según ella, fue muestra de su santidad en vida. Se refiere a experiencias sobrenaturales, como la que tuvo a los 6 años, cuando Dios se le manifestó mientras observaba a las hormigas cargando la comida.
"¡Fui como herida por un rayo! Supe que había Dios, como lo sé ahora". También, narra en su autobiografía de casi mil páginas -en la que se aprecia una pluma exquisita- cómo veía, hablaba y ayudaba a las almas del purgatorio para que se reconciliaran con Dios. Y decía tener una gran amistad con el Ángel de la Guarda.
Pero también tuvo experiencias oscuras con el demonio, al igual que Jesús. Así narró ella uno de esos encuentros, ocurrido en el colegio que fundó en Medellín con un grupo de alumnas reacias a las cosas de Dios. "Oí que el demonio venía y decía: voy a vengarme de la advenediza, que me ha arrebatado lo que yo poseía con justos derechos (las niñas a las que estaba catequizando). Muy pronto vi llegar por debajo del toldillo a un animal parecido a un perro o un lobo, con cascos de mula y unos cuernos muy retorcidos (...)
Lo cogí de los cuernos, que eran fríos, muy fríos, y lo torcí como haciéndole formar un remolino. Lo estregué contra el suelo y le dije que no tenía que meterse con lo que era mío". Esas cosas -dice la hermana Martha- solo les pasan a las personas santas.
Estefanía Martínez, cuando tenía 6 años, conoció a Laura, porque la mamá y una tía fueron a pedirle que orara por su abuela enferma. Estudió en La Inmaculada (colegio que fundó) y al graduarse se metió de monja. Tiene 89 años y es una de las pocas hermanas vivas que la conocieron.
Fue muy cercana a ella. Cuando empezó a enfermarse, le ayudaba copiando los textos que ella le dictaba, en una vieja máquina de escribir.
"Tenía un gran sentido del humor. Se burlaba santamente de todo, sobre todo de ella. Cuando iban a visitarla, decía: 'Vengan a conocer al monstruo' ", recuerda Estefanía al contar que, en sus últimos años, Laura llegó a pesar cerca de 150 kilos.
Se enfermó de linfangitis. Se le hinchó el cuerpo, sobre todo las piernas. La tenían que cargar entre varios hombres. No podía pararse de la cama. Le brotaban ampollas que se le explotaban y le provocaban dolores terribles. La piel, en carne viva. "Le ponían gasas y decía que las sentía como un costal". Pero ni siquiera en esos momentos ponía mala cara.
"En sus últimos días me pidió que le contara chistes. Y yo lo hice. Se reía en medio de tanto dolor y les echaba los chistes a otras hermanas", evoca.
En la noche mandó a llamar a un cura para que la confesara. "Una moribunda contando chistes en lugar de hablar de Dios", expresó entonces.
También recuerda cuando, en 1939, el presidente de la República, Eduardo Santos, la condecoró con la Cruz de Boyacá y, al recibirla, dijo: "Mejor condecoren a mi mula ('Flores'), que me cargó por tantos montes".
Así era Laura Montoya, fallecida en Medellín el 21 de octubre de 1949. De exclamarle a Dios que "quería servirle hasta de llanta para un carro", pasaba a terrenos trascendentalmente santos.
"Me ha dado Dios la esperanza, a manera de realidad, de que me participará de sus poderes para salvar almas. ¿Cómo puede ser esto? Tampoco lo sé. Sé solamente que ello será en la eternidad".

Video sobre la madre Laura: 
http://www.citytv.com.co/videos/882390/laura-montoya-la-monja-antioquena-que-sera-la-primera-santa-de-colombia

Un hombre de ciencia sanado por la fe en Laura
El doctor Carlos Eduardo Restrepo se encomendó a la madre Laura en su lecho de muerte. Su testimonio fue aprobado para la canonización.


Al doctor le pusieron los santos óleos. No había nada que hacer. Eso lo tenía muy claro Carlos Eduardo Restrepo, como profesional de la salud: los médicos también se mueren. El nuevo episodio ocasionado por la enfermedad de tejido conectado que padecía desde los 12 años, y que estuvo a punto de matarlo en varias ocasiones, no le daría más tregua.
“O me moría o quedaba como un sobrado de tigre”, suelta, con desparpajo, al hablar de su desolador pronóstico. Si salía con vida de una compleja cirugía, pasaría de inmediato a cuidados intensivos y allí tendría que permanecer varios meses. Y su cuerpo habría quedado muy maltrecho, incapaz de permitirle una vida normal. “Ya no quería seguir luchando”, relata. Y se lleva las manos a la cabeza.
El mal que padecía, caracterizado porque las defensas atacan el sistema autoinmune, como si fuera extraño, y que ya le había generado una especie de lupus, un daño renal y una atrofia muscular, desencadenó en una perforación en el esófago; un boquete sin fondo, un hueco aterrador en el tubo por donde pasa la comida, que le provocó –además– una infección en el corazón.
Sus familiares se despidieron de él, tras la bendición del sacerdote. “Mis amigos y colegas no iban a desearme suerte sino a darme el último adiós”, recuerda. Fue en ese momento cuando una iluminación divina, o un chispazo tal vez, lo llevó a pensar en la madre Laura Montoya.
De ella –reconoce– no sabía mucho más que la mayoría de la gente: que en vida fue una monjita muy buena, y que por sus obras fue proclamada beata por la Iglesia. Y aunque pertenecía a una familia católica, admite que no era un creyente comprometido.
“Le dije: ‘madre Laura, si me saca de estas, yo me encargo de contarle al mundo su milagro para que la eleven a los altares’ ”. Y ambas cosas ocurrieron.
Era una noche de enero del año 2005 y ya completaba nueve meses hospitalizado. Se tomaba al día 60 pastillas. El regalo de Navidad que le dio su hermano fue un cepillo de dientes eléctrico, pues no tenía alientos ni para levantar la mano. En la clínica le habían dado 12 horas de plazo para definir si lo operaban o no.
Pero esa noche, después de encomendarse a la madre Laura, recuerda que durmió plácidamente, como no lo hacía hace mucho tiempo. No podía dormir sin somníferos y esa vez no los tomó.
Al despertarse sintió una sensación de bienestar. Extraña, porque horas atrás era un moribundo. No tenía fiebre y el dolor había casi desaparecido. Como médico que es, siempre supo lo que le pasaba a su cuerpo; ahora no comprendía por qué, de repente, empezaba a escaparse de la muerte.
“Tengo una laguna. No sé si tuve una experiencia extracorpórea o si lo imaginé, o si fue el subconsciente, pero cuando me encomendé a la beata sentí una paz maravillosa”, evoca.
Le hicieron una nueva endoscopia y el orificio en el esófago se estaba cerrando. Y a los 15 días había desaparecido por completo, como lo testifica su historial clínico. Al mes le dieron la salida. Ya podía caminar. También se había recuperado del problema en los músculos que lo inmovilizaba.
“Si esto no es un milagro, entonces qué es”, afirma Restrepo al referirse a su recuperación. “Cuando sabes que no tienes ninguna posibilidad y quedas intacto, entonces es un milagro”, reitera.
Y es que él, un hombre formado en la ciencia médica (es anestesiólogo y especialista en medicina del dolor), siempre fue escéptico a creer en asuntos sobrenaturales, en cualquier cosa que no se apegara a los libros.

Llevó su caso al Vaticano
Pero después de lo que le sucedió, recordó que en su larga carrera médica ha visto a muchos pacientes graves que se recuperan sin ninguna explicación. “Hay muchos milagros que uno no se percata de que existen, hasta que le ocurren a uno”.
Convencido de que Laura intercedió ante Dios para salvarlo, se fue para su convento, en Medellín, y les contó el testimonio a las religiosas. Fue entonces cuando planearon enviar el caso al Vaticano para que lo estudiaran en el proceso de la beata.
Dos meses más tarde ya estaba ejerciendo de nuevo su profesión de anestesiólogo. Y en junio del 2006 (tres meses después) viajó a Toronto (Canadá) a estudiar medicina del dolor, donde también trabajó en una clínica. “Quedé con pilas nuevas”.
En septiembre del 2008 fue a Génova (Italia), a presentar un estudio que elaboró sobre el dolor. Y aprovechó la oportunidad para ir a Roma.
Allí se reunió con un médico del Vaticano, que cuida la salud del Papa y que dirige el comité científico que se encarga de estudiar los testimonios milagrosos de sanación en la Congregación para la Causa de los Santos.
Aunque ya había enviado sendos informes médicos con su historia clínica, demostrando que su curación no tenía sustento en la medicina sino en la fe, lo que quería era que lo escucharan para que su relato fuera tenido en cuenta en la canonización de la beata Laura. Solo faltaba ese paso –es decir, un nuevo milagro– para proclamarla santa.
El dicho popular de ‘la cara del santo hace el milagro’, referente a que si uno da la cara logra lo que quiere, resultó casi al pie de la letra.
El pasado 14 de junio llegó a Medellín la notificación del Vaticano en la que anunciaban la aprobación de su testimonio. Sí, la primera santa que tendrá Colombia llegará a los altares gracias al caso del doctor Restrepo.
Su caso tuvo peso en la Santa Sede, precisamente, porque se trató de un hombre de ciencia. “La madre Laura me salvó y yo también pude cumplirle”, cuenta Restrepo con emoción en la voz y muestra una foto de la beata que tiene en el fondo de pantalla de su iPhone. Entra una llamada y suena Lonely boy, de Black Keys.
“Sigo siendo igual, pero con la madre Laura a mi lado”, cuenta el hombre, de 41 años, soltero, que en la actualidad se desempeña como profesor universitario y anestesiólogo y médico del dolor de la Clínica Las Américas y del hospital Pablo Tobón Uribe, en Medellín.
Eso sí, carga estampitas con la imagen de Laura Montoya, con la novena al otro lado. Y cuando ve la oportunidad, cuenta su testimonio. No la politiza, aclara. “Siempre que me despido de alguien, le pregunto si tiene un santo de la devoción. Si dicen que no, le digo: yo le tengo uno: la madre Laura. Ella es mi amiga”.
Con sus pacientes tiene mucho cuidado. Sabe que no puede generarles expectativas. Solo les cuenta que tiene una santa preferida y la recomienda si la situación se presta.
“Soy médico del dolor y trato a pacientes con dolores muy terribles. No me despego de la ciencia, pero tampoco de la fe”, admite, y confiesa que antes de tratar a un enfermo le pide a la madre Laura que le ilumine las manos.
“¿Si no les transmito fe, cuando acuden a mí, que soy médico del dolor, quién más lo va a hacer?”, se pregunta.
Ahora solo espera que la madre Laura sea canonizada para que Colombia y el mundo sepan que esta antioqueña ‘tiene palanca’ con Dios para hacer todo tipo de favores.
Hace poco se encontró con un colega, ateo, que al verlo le dijo: “Lo que le pasó a usted fue un mmm... un mmm...”.
“Sí, un milagro”, respondió.

Video sobre el médico: http://www.citytv.com.co/videos/882446/el-medico-que-se-salvo-milagrosamente-gracias-a-la-madre-laura-montoya
  


0 comentarios:

Publicar un comentario