El video que lo hizo célebre en Internet, en el que afirma que los colombianos somos más inteligentes que los japoneses, le ha servido para reforzar su gran proyecto: cambiar la mentalidad de la gente pobre.
José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO. Febrero 13 del 2011
Kenji destapa su cartera Armani, saca el iPad y lo descarga sobre sus piernas. Contesta una llamada en el teléfono fijo de su apartamento y revisa su agenda de la semana en el aparato. Su celular suena insistentemente -el ringtone es una canción de rock en japonés-, pero no alcanza a contestar.
Respira profundo y retoma el diálogo con su interlocutor pidiéndole, amablemente, que le dé unos días más para poder atenderlo. Se levanta, descalzo, esta vez para jugar unos instantes con sus dos hijos, de 9 y 3 años, que se divierten con un par de máscaras. Ahora se concentra en su Mac de última tecnología, frunciendo el entrecejo.
Desde que en Internet empezó a diseminarse un video en el que aparece recitando un emotivo discurso con reflexiones sobre la riqueza de Japón y la pobreza de Colombia,-y viceversa-, la vida de Kenji se desbocó.
Ya perdió la cuenta de las llamadas que ha recibido de empresas, fundaciones, universidades y colegios que quieren ver y escuchar de cerca al muchacho que se atrevió a decir que los colombianos somos más inteligentes que los japoneses.
No es un discurso nuevo. Es una versión corta de la conferencia ‘Mitos y verdades sobre Colombia y Japón’, que diseñó hace ocho años y que ha dictado en todo el país. El primer mito: ¿Realmente los japoneses son tan inteligentes?; el segundo: ¿Todos los japoneses son karatecas? Y el tercero: ¿Qué tan pobre es Colombia comparada con Japón?
El ya célebre video, que ha recibido cerca de 150 mil visitas, fue grabado el pasado 25 de noviembre en la entrega del galardón que la Cámara Junior de Bogotá les dio a 10 jóvenes emprendedores de la ciudad.
José Alberto Mojica Patiño
Redactor de EL TIEMPO. Febrero 13 del 2011
Kenji destapa su cartera Armani, saca el iPad y lo descarga sobre sus piernas. Contesta una llamada en el teléfono fijo de su apartamento y revisa su agenda de la semana en el aparato. Su celular suena insistentemente -el ringtone es una canción de rock en japonés-, pero no alcanza a contestar.
Respira profundo y retoma el diálogo con su interlocutor pidiéndole, amablemente, que le dé unos días más para poder atenderlo. Se levanta, descalzo, esta vez para jugar unos instantes con sus dos hijos, de 9 y 3 años, que se divierten con un par de máscaras. Ahora se concentra en su Mac de última tecnología, frunciendo el entrecejo.
Desde que en Internet empezó a diseminarse un video en el que aparece recitando un emotivo discurso con reflexiones sobre la riqueza de Japón y la pobreza de Colombia,-y viceversa-, la vida de Kenji se desbocó.
Ya perdió la cuenta de las llamadas que ha recibido de empresas, fundaciones, universidades y colegios que quieren ver y escuchar de cerca al muchacho que se atrevió a decir que los colombianos somos más inteligentes que los japoneses.
No es un discurso nuevo. Es una versión corta de la conferencia ‘Mitos y verdades sobre Colombia y Japón’, que diseñó hace ocho años y que ha dictado en todo el país. El primer mito: ¿Realmente los japoneses son tan inteligentes?; el segundo: ¿Todos los japoneses son karatecas? Y el tercero: ¿Qué tan pobre es Colombia comparada con Japón?
El ya célebre video, que ha recibido cerca de 150 mil visitas, fue grabado el pasado 25 de noviembre en la entrega del galardón que la Cámara Junior de Bogotá les dio a 10 jóvenes emprendedores de la ciudad.
A él lo exaltaron por su labor humanitaria en Ciudad Bolívar, la localidad más pobre de Bogotá y lugar del que no quiere desprenderse pese a que ya le hicieron interesantes propuestas de trabajo en dos altas entidades del Gobierno nacional, también motivadas por su famosa intervención.
Kenji no sabe cómo el video se propagó de tal forma. Alguien lo tomó de su página en Facebook –lo subieron hace tres semanas- y lo montó en YouTube. Empezó a rodar en cadenas de correos electrónicos y en redes sociales, y de ahí también se pegaron casi todos los medios de comunicación del país y blogueros de diferentes latitudes.
¿Quién es Kenji Orito Yokoi Díaz? Su vida se resume así: Nació en Bogotá el 13 de octubre de 1979 y es hijo de la colombiana Martha Díaz y del japonés Yokoi Toru; es el mayor de cuatro hermanos y creció entre Colombia, Panamá y Costa Rica por cuenta del trabajo de su padre ingeniero. A los 10 años se fue con su familia para Japón, a los 16 empezó a estudiar ciencias religiosas y trabajo social con la comunidad presbiteriana, hizo sus prácticas sociales en las favelas de Río de Janeiro (Brasil) y en los suburbios de Nueva York.
En Japón conoció a la colombiana Aleici Toro, se casó con ella y allá nació su primer hijo, Kenji David. Entonces, se ganaba la vida como guía turístico, profesor y traductor de español hasta que con su madre, quien les enseña a bailar cumbia a los japoneses como agregada cultural de la embajada de Colombia en ese país, decidió montar un negocio donde vendían plátanos y yuca, y donde alquilaba videos de Betty la fea y Pedro el escamoso.
Esa pequeña Colombia, como él la denomina, también se convirtió en el refugio de mujeres de todo el mundo víctimas de trata de personas, a quien ayudaba a retornar a sus países de origen. Por eso se ganó severas amenazas de las mafias de ese cruel negocio y hasta le reventaron la cara en dos oportunidades.
“Estaba muy bien económicamente en Japón”, cuenta el joven de 31 años al evocar la situación que lo motivó a regresar al país, específicamente a Ciudad Bolívar, el lugar donde el pequeño japonesito pasaba vacaciones con sus abuelos, deslizándose en tablas por las canteras del barrio San Francisco con sus primos y amigos. “Yo no veía la pobreza, sólo sentía la felicidad de vivir en Colombia, que no tenía en Japón”, suspira.
Entonces, vio en las noticias cómo un angustiado desplazado por la violencia amenazaba, con una cuchara en el cuello, a una mujer. “Este hombre sólo quería comida para sus hijos”, rememora.
Fue entonces cuando decidió volver sólo con el deseo de ayudar, sin saber cómo.
Aterrizó en la Iglesia Presbiteriana Renovada, en el extremo sur de Bogotá, la misma confesión con la que se formó en Japón y donde un tío suyo era líder. Empezó a vincularse a actividades comunitarias y sirvió de pastor de esa iglesia (también se preparó para esto –aunque ya no oficia- y en esa labor aprendió a cautivar al público). Meses más tarde descubrió que la manera ideal de servirle a la gente no consiste en regalar comida, como se acostumbra en Ciudad Bolívar, sino en generar un cambio de mentalidad.
Dejar de generar pesar
“Al principio me preguntaban: ¿Qué nos va a dar extranjero?, y yo respondía: mentalidad. No me hacían caso y se iban para donde el que les daba mercados y ropa”. Los ahorros que había traído de Japón se los robaron, según él, por confiado. Pero arraigado en su proyecto empezó a reclutar almas que se convencieron de que con la mano estirada y el rostro lastimero, a la espera de cualquier bocado, no van a salir de la miseria.
Fue así como nació su obra, que se niega a constituir en una fundación. “No quiero ser una de las tantas fundaciones que ya existen en Ciudad Bolívar”. Su iniciativa fue acogida poco a poco a tal punto de consolidar un proyecto del que se benefician 500 personas.
Consiguió un edificio donde les da el almuerzo a 100 adultos mayores y a 50 niños, en convenio con el Bienestar Familiar. Allí mismo ofrece capacitación sobre cómo generar proyectos productivos; a las mujeres las orienta para que no se dejen maltratar por sus esposos y a los hombres les enseña que para salir de la pobreza no tienen que “meterse a una pirámide o en un negocio torcido”, que eso sólo lo lograrán con organización y honestidad.
“Las drogas y la violencia son dos grandes amenazas para nuestros niños y jóvenes”, opina Kenji al comentar que a ellos les dicta clases de japonés, artes y música, con el apoyo de amigos suyos. La educación es su motor y por eso quiere llegar al Sena, institución que admira porque es “la única esperanza de los jóvenes más pobres de Colombia”.
Los cinco millones que cuesta la sede los reúne vendiendo alimentos a buen precio, dictando cursos de japonés a universitarios y a empresarios, y con las conferencias. Y ahora, con el boom generado por su video, espera que las cosas mejoren para él y para sus colaboradores.
“Un trabajador social debe vivir bien, no mal; eso da mal ejemplo”, dice Kenji al reconocer que el bienestar que da el dinero es vital. Por eso motiva a la gente a mejorar sus condiciones de vida, a que aspiren a arreglar sus viviendas, a vestirse mejor y a soñar con una moto o un carro nuevo.
En su caso, está pagando un Aveo modelo 2009 y el apartamento donde vive, en el barrio Tunal, al borde de donde se alzan las lomas de Ciudad Bolívar.
Uno de los momentos más emotivos del video es en el que cuenta que de niño nunca recibió un abrazo de su padre, porque en Japón nadie abraza a nadie. Menos mal, cuenta, recibió todo el cariño de su familia colombiana y de ahí su espíritu entusiasta. Y eso lo salvó de la depresión y tal vez de un suicidio (recuerda que al año 32 mil japoneses se quitan la vida).
Por eso, otro de sus proyectos consiste en traer japoneses para que se contagien de la alegría del colombiano y de la vida en comunidad.
“Cuando volví a Colombia y vi tanto problema, pude haber hecho lo que hacen muchos de los que regresan al país después de vivir en el exterior: devolverse porque sienten vergüenza de su patria”, advierte. Pero no. Aunque sabe que podría vivir mucho mejor en Japón, donde viven sus padres y hermanos, quiso hacer parte de la solución y ya empezó a recoger frutos maduros de su cosecha.
-¿Cómo es eso de que los colombianos somos más inteligentes que los japoneses?
- Claro. El japonés no es inteligente, es disciplinado, ese es su secreto: la disciplina. El colombiano sí es inteligente: lo que no sabe se lo inventa, pero no es disciplinado.
-¿Cuál es esa lección que no olvida?
- Una que me dio mi padre: la disciplina tarde o temprano vencerá la inteligencia.
Kenji no sabe cómo el video se propagó de tal forma. Alguien lo tomó de su página en Facebook –lo subieron hace tres semanas- y lo montó en YouTube. Empezó a rodar en cadenas de correos electrónicos y en redes sociales, y de ahí también se pegaron casi todos los medios de comunicación del país y blogueros de diferentes latitudes.
¿Quién es Kenji Orito Yokoi Díaz? Su vida se resume así: Nació en Bogotá el 13 de octubre de 1979 y es hijo de la colombiana Martha Díaz y del japonés Yokoi Toru; es el mayor de cuatro hermanos y creció entre Colombia, Panamá y Costa Rica por cuenta del trabajo de su padre ingeniero. A los 10 años se fue con su familia para Japón, a los 16 empezó a estudiar ciencias religiosas y trabajo social con la comunidad presbiteriana, hizo sus prácticas sociales en las favelas de Río de Janeiro (Brasil) y en los suburbios de Nueva York.
En Japón conoció a la colombiana Aleici Toro, se casó con ella y allá nació su primer hijo, Kenji David. Entonces, se ganaba la vida como guía turístico, profesor y traductor de español hasta que con su madre, quien les enseña a bailar cumbia a los japoneses como agregada cultural de la embajada de Colombia en ese país, decidió montar un negocio donde vendían plátanos y yuca, y donde alquilaba videos de Betty la fea y Pedro el escamoso.
Esa pequeña Colombia, como él la denomina, también se convirtió en el refugio de mujeres de todo el mundo víctimas de trata de personas, a quien ayudaba a retornar a sus países de origen. Por eso se ganó severas amenazas de las mafias de ese cruel negocio y hasta le reventaron la cara en dos oportunidades.
“Estaba muy bien económicamente en Japón”, cuenta el joven de 31 años al evocar la situación que lo motivó a regresar al país, específicamente a Ciudad Bolívar, el lugar donde el pequeño japonesito pasaba vacaciones con sus abuelos, deslizándose en tablas por las canteras del barrio San Francisco con sus primos y amigos. “Yo no veía la pobreza, sólo sentía la felicidad de vivir en Colombia, que no tenía en Japón”, suspira.
Entonces, vio en las noticias cómo un angustiado desplazado por la violencia amenazaba, con una cuchara en el cuello, a una mujer. “Este hombre sólo quería comida para sus hijos”, rememora.
Fue entonces cuando decidió volver sólo con el deseo de ayudar, sin saber cómo.
Aterrizó en la Iglesia Presbiteriana Renovada, en el extremo sur de Bogotá, la misma confesión con la que se formó en Japón y donde un tío suyo era líder. Empezó a vincularse a actividades comunitarias y sirvió de pastor de esa iglesia (también se preparó para esto –aunque ya no oficia- y en esa labor aprendió a cautivar al público). Meses más tarde descubrió que la manera ideal de servirle a la gente no consiste en regalar comida, como se acostumbra en Ciudad Bolívar, sino en generar un cambio de mentalidad.
Dejar de generar pesar
“Al principio me preguntaban: ¿Qué nos va a dar extranjero?, y yo respondía: mentalidad. No me hacían caso y se iban para donde el que les daba mercados y ropa”. Los ahorros que había traído de Japón se los robaron, según él, por confiado. Pero arraigado en su proyecto empezó a reclutar almas que se convencieron de que con la mano estirada y el rostro lastimero, a la espera de cualquier bocado, no van a salir de la miseria.
Fue así como nació su obra, que se niega a constituir en una fundación. “No quiero ser una de las tantas fundaciones que ya existen en Ciudad Bolívar”. Su iniciativa fue acogida poco a poco a tal punto de consolidar un proyecto del que se benefician 500 personas.
Consiguió un edificio donde les da el almuerzo a 100 adultos mayores y a 50 niños, en convenio con el Bienestar Familiar. Allí mismo ofrece capacitación sobre cómo generar proyectos productivos; a las mujeres las orienta para que no se dejen maltratar por sus esposos y a los hombres les enseña que para salir de la pobreza no tienen que “meterse a una pirámide o en un negocio torcido”, que eso sólo lo lograrán con organización y honestidad.
“Las drogas y la violencia son dos grandes amenazas para nuestros niños y jóvenes”, opina Kenji al comentar que a ellos les dicta clases de japonés, artes y música, con el apoyo de amigos suyos. La educación es su motor y por eso quiere llegar al Sena, institución que admira porque es “la única esperanza de los jóvenes más pobres de Colombia”.
Los cinco millones que cuesta la sede los reúne vendiendo alimentos a buen precio, dictando cursos de japonés a universitarios y a empresarios, y con las conferencias. Y ahora, con el boom generado por su video, espera que las cosas mejoren para él y para sus colaboradores.
“Un trabajador social debe vivir bien, no mal; eso da mal ejemplo”, dice Kenji al reconocer que el bienestar que da el dinero es vital. Por eso motiva a la gente a mejorar sus condiciones de vida, a que aspiren a arreglar sus viviendas, a vestirse mejor y a soñar con una moto o un carro nuevo.
En su caso, está pagando un Aveo modelo 2009 y el apartamento donde vive, en el barrio Tunal, al borde de donde se alzan las lomas de Ciudad Bolívar.
Uno de los momentos más emotivos del video es en el que cuenta que de niño nunca recibió un abrazo de su padre, porque en Japón nadie abraza a nadie. Menos mal, cuenta, recibió todo el cariño de su familia colombiana y de ahí su espíritu entusiasta. Y eso lo salvó de la depresión y tal vez de un suicidio (recuerda que al año 32 mil japoneses se quitan la vida).
Por eso, otro de sus proyectos consiste en traer japoneses para que se contagien de la alegría del colombiano y de la vida en comunidad.
“Cuando volví a Colombia y vi tanto problema, pude haber hecho lo que hacen muchos de los que regresan al país después de vivir en el exterior: devolverse porque sienten vergüenza de su patria”, advierte. Pero no. Aunque sabe que podría vivir mucho mejor en Japón, donde viven sus padres y hermanos, quiso hacer parte de la solución y ya empezó a recoger frutos maduros de su cosecha.
-¿Cómo es eso de que los colombianos somos más inteligentes que los japoneses?
- Claro. El japonés no es inteligente, es disciplinado, ese es su secreto: la disciplina. El colombiano sí es inteligente: lo que no sabe se lo inventa, pero no es disciplinado.
-¿Cuál es esa lección que no olvida?
- Una que me dio mi padre: la disciplina tarde o temprano vencerá la inteligencia.