La imponente mezquita de Maicao es el refugio espiritual de la comunidad de árabes que llegó a Colombia en busca de un mejor porvenir y que se niega a perder sus costumbres religiosas. Allí reivindican su fervor por Alá.
Publicado en El Tiempo el 16 de septiembre de 2009-08-25
JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
ENVIADO ESPECIAL DE EL TIEMPO
MAICAO (LA GUAJIRA)
Una voz extraña y aguda rompe de súbito la rutina de Maicao. Proviene de un parlante y llega hasta el último recodo de esta ciudad guajira de 123 mil habitantes. Es viernes, el reloj marca las 11:40 del día y el sol abrasador lo cubre todo.
Allahu akbar, Allahu akbar, Allahu akbar, se escucha a lo lejos. La frase, que en su traducción del árabe al español significa ‘Alá es grande’, hace parte del adhan, llamado a la oración con el que convocan a los musulmanes a la celebración de todos los viernes al mediodía.
La voz, grabada, sale del minarete, una torre de 31 metros de altura de la mezquita Omar Ibn Al Khattab, lugar que congrega a la comunidad colombo-árabe de la zona.
Es un refugio espiritual en el que sus fieles celebran, por estos días, su décimo aniversario. Su construcción, que tardó cinco años, se logró gracias a las donaciones de la misma comunidad que, cansada de rezar en salones comunes y corrientes, decidió levantar un templo con todas las de la ley, como lo manda Alá. Hoy, no solo es la mezquita más grande de Colombia (solo hay tres, la otras, pequeñas, está en San Andrés y Cartagena), sino en una de las más imponentes de Latinoamérica.
Allí también se concentra la celebración del ramadán, el ritual más importante de los musulmanes, que empezó el jueves y que dura un mes.
Al igual que el resto de sus compañeros de religión, los musulmanes de Maicao ayunarán 30 días y se abstendrán de cualquier relación sexual.
La gran diferencia es que ellos terminan el ayuno diario, al caer la tarde, con un banquete de frutas que acompañan con aguadepanela con limón bien fría.
“Nos sentimos colombianos, pero no olvidamos nuestras raíces”, dice Riad Darswish, presidente de la Asociación Benéfica Islámica, un libanés de 60 años que habla con un exótico acento mezcla de árabe con guajiro.
El ajetreado comercio que hizo famosa a la ciudad se paraliza cuando suena el llamado a la oración de los viernes.
Por las angostas y calurosas calles caminan decenas de hombres y mujeres que van acelerados rumbo a la mezquita. Ellos entran por la escalera principal del templo, custodiado por dos robustas columnas blancas y en cuya torre se levanta una media luna que representa el calendario que rige al Islam.
Van vestidos con ropas frescas, y a la moda. Ellas, discretas y esquivas ante las cámaras, lucen trajes que las cubren por completo, largos y oscuros, pese al calor inclemente. Sobre sus cabezas llevan una pañoleta o hijjab, que reviste sus rostros. Entran por una suerte de sótano, y se ubican en el segundo piso. No pueden estar con los hombres. “Entre mujeres estamos más cómodas”, dice Rima Kassem, de 26 años, hija de padre libanés y madre colombiana.
Antes de ingresar al gran salón de la mezquita, todos se lavan las manos, los pies, las orejas y la cara en baños diseñados para que los fieles se puedan enjuagar. “Hay que purificarse, lo dice el Islam”, cuenta Hussein Mahfouz, un niño de 8 años, de cejas muy pobladas y ojos negros de mirada profunda.
Los zapatos se dejan en un mueble lleno de compartimentos para las cerca de 500 personas que se congregan en cada oración. Nadie puede entrar con los pies calzados.
Adentro, se juntan de a dos o tres, niños y adultos. El grupo se ubica en dirección hacia la ciudad de La Meca (Arabia Saudita). Mirando al oriente.
Se arrodillan, extienden los brazos y descansan la cabeza sobre una alfombra gigante que cubre todo el templo. Reposan mientras el imam (sacerdote), Abdul Basit, da su sermón en árabe, que dura hora y media. Basit es un egipcio que no habla español, y a quien enviaron desde el Oriente Medio a dirigir la fe de los cerca de 1.200 colombo-árabes que hay en Maicao.
La mezquita, de paredes impecablemente blancas, tiene unos pocos cuadros colgados con versículos del Corán, huele a alfombra recién lavada y la única imagen que cuelga es una especie de reloj electrónico que indica las oraciones obligatorias del día.
“Empiezan a las 4:29 de la mañana y terminan a las 7:00 de la noche”, cuenta Pedro Delgado, un samario, musulmán converso hace 20 años (hoy tiene 47), que estudió el Islam en Arabia Saudita. Dirige el programa de religión del colegio Colombo Árabe Dar El Arkam.
Allí, según Delgado, 500 niños –la mayoría hijos de matrimonios entre árabes y colombianos–, aprenden la religión y el idioma de sus ancestros. Delgado también traduce el sermón del imam para quienes no hablan árabe.
Mohamed Hammoud (dicen que cuatro de cada diez niños musulmanes llevan el nombre del profeta Mahoma) combina sus oficios como imam y comerciante. Estudió religión en su Líbano natal.
Lleva 9 años en Maicao, tierra en la que, según él, sus coterráneos encontraron un paraíso después de huir del conflicto del Medio Oriente.
“Acá nos quedamos. Somos parte de la identidad de Maicao”, cuenta el hombre, de 34 años, soltero, quien agrega que lo único que no le gusta es que aún muchos, propios y visitantes, relacionan a su comunidad con terroristas, ‘hombres bomba’ y hasta con Osamma Ben Laden. “El Islam es paz. El mensaje de Alá no es armarse, es la palabra”.
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