Aurora Durango tiene 88 años, 8 hijos, 22 nietos y 7 bisnietos. Y también es monja. Hace 14 años, después de enviudar, ingresó por curiosidad a un convento de clausura. En todo ese tiempo solo ha salido unas pocas veces, al médico, y se rehúsa a volver con sus hijos, pese a sus súplicas.
JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACCIÓN VIDA DE HOY
JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACCIÓN VIDA DE HOY
Publicada en Carrusel en mayo de 2009.
Está sentada en una silla de madera, al otro lado de la reja. Por una hendija introduce su mano derecha y saluda apretando fuerte. Sonríe y da la bienvenida.
La reja, pintada de café claro, representa una línea divisoria entre sus dos mundos: el terrenal y el celestial. Y como decidió quedarse en el segundo, aclara que debe recibir la visita en ese lugar, a menos de un metro de distancia del invitado.
Empieza su relato contando que sus ocho hijos le hicieron un plantón en la puerta del monasterio de la Orden de la Visitación de Santa María, ubicado en Bosa, en el sur de Bogotá. Ella no recuerda muy bien la fecha, pero estima que fue hace cinco años.
Algunos de ellos, incluso, vinieron de Estados Unidos y España –donde están radicados - a pedirle que volviera con ellos.
“Me dijeron que ya era justo que me saliera, que yo vivía en una cárcel, que la familia se había dañado porque yo me había vuelto monja”, recuerda la hermana Juana Francisca. Pese a las súplicas, no cayó en la tentación.
“De aquí solo salgo para allí al lado”, les dijo, señalando el cementerio del convento.
El 15 de enero de 1995, viuda, con 74 años encima, ocho hijos, 22 nietos y varios bisnietos (que hoy suman siete), Juana Francisca dejó la comodidad de su hogar y la compañía de su familia para enclaustrarse en un convento del que, en 14 años, solo ha salido unas pocas veces para ir al médico.
“Claro que quiero y extraño a mis hijos y a toda mi familia, pero aquí yo vivo muy contenta. Ya les serví a ellos. Ahora le sirvo a Dios”.
Corría el año de 1994 cuando el padre Carlos Manrique, entonces párroco de la Iglesia de Lourdes en Bogotá, y amigo de su familia, le contó que había un convento en el que recibían a viudas.
Ella le había dicho que estaba cansada de caminar tanto (unas 10 cuadras) para ir a misa todos los días, y que quería vivir más cerca de la iglesia. Fue ahí cuando él le sugirió que se volviera monja. “Ve, este tan bobo”, le contestó con incredulidad y sorpresa.
“No sabía que una mujer como yo (tenía 74 años entonces), con hijos regados por todo el mundo, podía entrar a los caminos de Dios”, cuenta. Además, confiesa que aunque siempre ha sido creyente, nunca tuvo vocación de monja.
De Aurora a Juana Francisca
No se quedó con la duda y llamó a pedir cita en el convento. La aceptaron y un mes más tarde decidió internarse.
Los primeros dos meses –sostiene- fueron durísimos. “En la calle me la pasaba mandando, regañando, con el bolsillito caliente. Y aquí uno tiene que pedir permiso hasta para irse a dormir, y no se puede cargar plata”, cuenta la mujer, oriunda de Santa Fe de Antioquia y quien asegura que la muerte de su esposo, cinco años atrás, también la condujo a darle semejante giro a su vida. Superada la prueba del encierro y la austeridad, decidió que ya nunca más volvería al mundo en el que, según ella, “‘anduvo dando mucha lora”’.
Pasó de llamarse Aurora Durango –su nombre de pila- para convertirse en la hermana Juana Francisca.
Rubiela Casas, madre superiora de esta comunidad, explica que a todas las religiosas de las ‘bautizan’ con otros nombres apenas toman los hábitos.
Ella -Rosa de María-, cuenta que a Aurora le escogieron ese nombre porque su historia era similar a la de la fundadora de la obra: Juana Francisca Fremiot, hoy santa de la Iglesia, y quien después de enviudar y con cinco hijos, no solo decidió que ser monja sino que conformó su propio ministerio.
Juana Francisca ya tiene 88 años y su salud está quebrantada. La artritis le impide levantarse en las mañanas a darles de comer a las gallinas del convento o a cuidar el jardín, como lo hacía antes. Y ya casi no escucha. “Lo mejor de estar sorda es que solo oigo lo que me conviene”, apunta, haciendo gala de su buen humor.
Como ya casi no puede caminar, se dedica al oficio con el que se ayudó a levantar a su familia: la costura.
Con su máquina de coser -lo único que se llevó de casa- confecciona los hábitos que lucen las hermanas.
Con su mano derecha, temblorosa, empuña un crucifijo de plata que sobresale en su pecho. Y dice, con una voz que se ahoga a ratos, que tiene un nuevo esposo: Jesús.
“La hermana Juana Francisca es la alegría del monasterio”, dice Ángela de Jesús, una de sus compañeras.
Además de coser, dedica gran parte del día a la oración. Se levanta a las 2 de la mañana. En su celda –así llaman las hermanas a las habitaciones-, donde solo hay una cama pequeña, una imagen de Cristo y otra de la Virgen María, empieza a orar.
Sagradamente reza nueve rosarios al día, y eleva plegarias por los más pobres, por sus compañeras, por la paz de Colombia. Y por supuesto, por toda su familia. Aunque no está físicamente con ella, siempre la tiene presente en su oración.
‘No podemos disfrutar a nuestra mamá’
Luis Carlos, uno de sus hijos, dice que cuando su mamá se fue para el convento él y sus hermanos pensaron que sería algo pasajero.
Después de insistirle que volviera a casa, comprendieron que era su decisión y que no podían ser egoístas. “Dios la escogió solo para él, y eso la hace feliz”, cuenta.
Sin embargo, la ausencia sigue siendo abrumadora. “Es duro tener la mamá viva y no poder gozar de su compañía, no poder abrazarla y compartir todo el tiempo que uno quisiera”, sostiene.
Juana Francisca asegura que ha tenido mucho tiempo para arrepentirse de los pecados que cometió cuando estaba en la vida mundana. Sin embargo, no cree que ya tenga ganado un cupo en el cielo.
“Hay que ir al purgatorio, a pagar por los pecados. Al cielo no se entra así de facilito”.
-¿Ya a estas alturas, no sería mejor estar en su hogar, con su familia?
-No. Uno afuera va a misa, pero sale y se olvida de Dios. Acá lo tengo todo el tiempo.
‘Somos prisioneras de Dios’
Vivir en clausura es la principal virtud de las hermanas de la Visitación de Santa María, una comunidad fundada en Francia, y que en el 2010 cumplirá 400 años de labores. Está presente en 34 países, y en Bogotá fue fundada en 1918.
El padre Víctor Moreno, capellán del convento, cuenta que las 38 hermanas congregadas allí, la más joven de 14 años y la más vieja de 94 –entre estas Juana Francisca-, no tienen ningún contacto con el mundo exterior.
Solo salen cuando es realmente urgente (al médico, por ejemplo) y las visitas de sus familiares y amigos las reciben en un locutorio dividido en dos por una reja. Ellas no pasan del otro lado.
“Somos prisioneras de Dios. A él le entregamos lo más sagrado que nos dio: la libertad”, cuenta Rosa de María, la madre superiora de esta obra que subsiste solo con lo que les deja la venta de los huevos de 4.000 gallinas, el pan que venden en el convento y de los bordados. No tienen más ingresos. La austeridad es parte de su compromiso de fe y oración.
Está sentada en una silla de madera, al otro lado de la reja. Por una hendija introduce su mano derecha y saluda apretando fuerte. Sonríe y da la bienvenida.
La reja, pintada de café claro, representa una línea divisoria entre sus dos mundos: el terrenal y el celestial. Y como decidió quedarse en el segundo, aclara que debe recibir la visita en ese lugar, a menos de un metro de distancia del invitado.
Empieza su relato contando que sus ocho hijos le hicieron un plantón en la puerta del monasterio de la Orden de la Visitación de Santa María, ubicado en Bosa, en el sur de Bogotá. Ella no recuerda muy bien la fecha, pero estima que fue hace cinco años.
Algunos de ellos, incluso, vinieron de Estados Unidos y España –donde están radicados - a pedirle que volviera con ellos.
“Me dijeron que ya era justo que me saliera, que yo vivía en una cárcel, que la familia se había dañado porque yo me había vuelto monja”, recuerda la hermana Juana Francisca. Pese a las súplicas, no cayó en la tentación.
“De aquí solo salgo para allí al lado”, les dijo, señalando el cementerio del convento.
El 15 de enero de 1995, viuda, con 74 años encima, ocho hijos, 22 nietos y varios bisnietos (que hoy suman siete), Juana Francisca dejó la comodidad de su hogar y la compañía de su familia para enclaustrarse en un convento del que, en 14 años, solo ha salido unas pocas veces para ir al médico.
“Claro que quiero y extraño a mis hijos y a toda mi familia, pero aquí yo vivo muy contenta. Ya les serví a ellos. Ahora le sirvo a Dios”.
Corría el año de 1994 cuando el padre Carlos Manrique, entonces párroco de la Iglesia de Lourdes en Bogotá, y amigo de su familia, le contó que había un convento en el que recibían a viudas.
Ella le había dicho que estaba cansada de caminar tanto (unas 10 cuadras) para ir a misa todos los días, y que quería vivir más cerca de la iglesia. Fue ahí cuando él le sugirió que se volviera monja. “Ve, este tan bobo”, le contestó con incredulidad y sorpresa.
“No sabía que una mujer como yo (tenía 74 años entonces), con hijos regados por todo el mundo, podía entrar a los caminos de Dios”, cuenta. Además, confiesa que aunque siempre ha sido creyente, nunca tuvo vocación de monja.
De Aurora a Juana Francisca
No se quedó con la duda y llamó a pedir cita en el convento. La aceptaron y un mes más tarde decidió internarse.
Los primeros dos meses –sostiene- fueron durísimos. “En la calle me la pasaba mandando, regañando, con el bolsillito caliente. Y aquí uno tiene que pedir permiso hasta para irse a dormir, y no se puede cargar plata”, cuenta la mujer, oriunda de Santa Fe de Antioquia y quien asegura que la muerte de su esposo, cinco años atrás, también la condujo a darle semejante giro a su vida. Superada la prueba del encierro y la austeridad, decidió que ya nunca más volvería al mundo en el que, según ella, “‘anduvo dando mucha lora”’.
Pasó de llamarse Aurora Durango –su nombre de pila- para convertirse en la hermana Juana Francisca.
Rubiela Casas, madre superiora de esta comunidad, explica que a todas las religiosas de las ‘bautizan’ con otros nombres apenas toman los hábitos.
Ella -Rosa de María-, cuenta que a Aurora le escogieron ese nombre porque su historia era similar a la de la fundadora de la obra: Juana Francisca Fremiot, hoy santa de la Iglesia, y quien después de enviudar y con cinco hijos, no solo decidió que ser monja sino que conformó su propio ministerio.
Juana Francisca ya tiene 88 años y su salud está quebrantada. La artritis le impide levantarse en las mañanas a darles de comer a las gallinas del convento o a cuidar el jardín, como lo hacía antes. Y ya casi no escucha. “Lo mejor de estar sorda es que solo oigo lo que me conviene”, apunta, haciendo gala de su buen humor.
Como ya casi no puede caminar, se dedica al oficio con el que se ayudó a levantar a su familia: la costura.
Con su máquina de coser -lo único que se llevó de casa- confecciona los hábitos que lucen las hermanas.
Con su mano derecha, temblorosa, empuña un crucifijo de plata que sobresale en su pecho. Y dice, con una voz que se ahoga a ratos, que tiene un nuevo esposo: Jesús.
“La hermana Juana Francisca es la alegría del monasterio”, dice Ángela de Jesús, una de sus compañeras.
Además de coser, dedica gran parte del día a la oración. Se levanta a las 2 de la mañana. En su celda –así llaman las hermanas a las habitaciones-, donde solo hay una cama pequeña, una imagen de Cristo y otra de la Virgen María, empieza a orar.
Sagradamente reza nueve rosarios al día, y eleva plegarias por los más pobres, por sus compañeras, por la paz de Colombia. Y por supuesto, por toda su familia. Aunque no está físicamente con ella, siempre la tiene presente en su oración.
‘No podemos disfrutar a nuestra mamá’
Luis Carlos, uno de sus hijos, dice que cuando su mamá se fue para el convento él y sus hermanos pensaron que sería algo pasajero.
Después de insistirle que volviera a casa, comprendieron que era su decisión y que no podían ser egoístas. “Dios la escogió solo para él, y eso la hace feliz”, cuenta.
Sin embargo, la ausencia sigue siendo abrumadora. “Es duro tener la mamá viva y no poder gozar de su compañía, no poder abrazarla y compartir todo el tiempo que uno quisiera”, sostiene.
Juana Francisca asegura que ha tenido mucho tiempo para arrepentirse de los pecados que cometió cuando estaba en la vida mundana. Sin embargo, no cree que ya tenga ganado un cupo en el cielo.
“Hay que ir al purgatorio, a pagar por los pecados. Al cielo no se entra así de facilito”.
-¿Ya a estas alturas, no sería mejor estar en su hogar, con su familia?
-No. Uno afuera va a misa, pero sale y se olvida de Dios. Acá lo tengo todo el tiempo.
‘Somos prisioneras de Dios’
Vivir en clausura es la principal virtud de las hermanas de la Visitación de Santa María, una comunidad fundada en Francia, y que en el 2010 cumplirá 400 años de labores. Está presente en 34 países, y en Bogotá fue fundada en 1918.
El padre Víctor Moreno, capellán del convento, cuenta que las 38 hermanas congregadas allí, la más joven de 14 años y la más vieja de 94 –entre estas Juana Francisca-, no tienen ningún contacto con el mundo exterior.
Solo salen cuando es realmente urgente (al médico, por ejemplo) y las visitas de sus familiares y amigos las reciben en un locutorio dividido en dos por una reja. Ellas no pasan del otro lado.
“Somos prisioneras de Dios. A él le entregamos lo más sagrado que nos dio: la libertad”, cuenta Rosa de María, la madre superiora de esta obra que subsiste solo con lo que les deja la venta de los huevos de 4.000 gallinas, el pan que venden en el convento y de los bordados. No tienen más ingresos. La austeridad es parte de su compromiso de fe y oración.
5 comentarios:
Las hermanas tienen una dulzura ùnica por algo son 40 hermanas mientras en otros monasterios hay pocas, el compartir fraterno es importante pero se vive y se siente a Dios, es un lugar donde la Santidad hace presencia. La nueva Madre es Inès de Maria y la hermana Rosa de Marìa es Maestra de Novicias...
Dios sea Bendito
Recuerdos en Dios muy bellos ,las llevo en mi corazón , linda y bella Espiritualidad
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