El arte y la devocion de dos embalsamadores de muertos


Para Víctor y Jorge, embalsamadores de oficio, trabajar con los muertos es cuestión de devoción y respeto. Dicen que lo más gratificante es saber que los dolientes reciben a su difunto como si estuviera durmiendo.

JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACTOR DE EL TIEMPO


Publicado en el periódico EL TIEMPO el 14 de septiembre de 2008.

El cuerpo llegó en posición fetal. Era una mujer mayor, de unos 70 años. Está de lado, con las piernas dobladas, una sobre la otra. Tiene las manos entrelazadas y aferradas al pecho.
En su rostro, rígido ya como el resto de su anatomía, hay un gesto de dolor. Se estima que murió hace seis horas.
Es la 1:30 de la tarde, y casualmente los cuatro cadáveres que han llevado al laboratorio de la funeraria Los Olivos en el sur de Bogotá, hasta ese momento, han sido de mujeres. Todas señoras mayores. Todas murieron por causas naturales.
Víctor Julio Cuspoca, de 43 años y uno de los 10 embalsamadores del lugar, empieza su turno con ella. Se persigna, y empieza a hablarle.
“Voy a bañarla muy bien para que quede bien bonita. Voy a peinarla y a maquillarla para que parezca que está descansando. Pórtese bien juiciosa. No me vaya a pesar mucho”.
Y comienza su rutina. Le quita la ropa, que más tarde será cremada, y la baña con agua fría. Le echa champú en el pelo y jabón en el cuerpo.
Con un bisturí le abre un orificio a la altura del cuello por donde inserta una manguera que cumple la función de evacuar los fluidos y de llenar el cuerpo de unos químicos especiales (no dicen de qué tipo son). Como por arte de magia, el cuerpo empieza a recuperar su flexibilidad y naturalidad.
Así, la señora, de estar casi enroscada y dura como una piedra, quedó tendida horizontalmente en una de las seis camillas del laboratorio, muy cerca de una imagen de yeso de Cristo Resucitado.
Luego la aspira, por dentro y por fuera; le inyecta formol en las vísceras y las cavidades para frenar la descomposición del cuerpo; le sutura el hueco que le abrió en el cuello y tapona todos los orificios del cuerpo con varias tiras de algodón.
“Esto hay que hacerlo con mucho respeto, amor y devoción. Es un cuerpo indefenso. Hay que tratarlo como si fuera un ser querido. Los vivos tienen cómo defenderse, los muertos no”, dice Víctor Julio y sigue con su trabajo.
El ruido de un secador de pelo hace interferencia con la música que sale de un radio con el que los embalsamadores, o tanatólogos como ellos se hacen llamar, se entretienen mientras embellecen difuntos.
Está sintonizada en una emisora tropical, en la que en ese momento suena uno de los éxitos del fallecido Héctor Lavoe. Muy propicio para la ocasión.
/Todo tiene su final, nada dura para siempre, tenemos que recordar que no existe eternidad/.

Ritual de belleza
Ya el pelo está seco, y con cepillo en mano peina una cabellera larga y canosa. La viste con ropas que sus familiares le entregaron a la funeraria: una blusa azul claro y un pantalón del mismo color dos tallas más grande. Y le enreda un rosario de pepas transparentes en las manos, que quedan cruzadas a la altura del pecho.
Ahora la maquilla. Víctor no solo aprendió a descuajar cadáveres en el Instituto de Medicina Legal, sino que tuvo que hacer un curso de maquillaje con una famosa firma de cosméticos.
Le masajea el rostro y empieza a acicalarla con su equipo de pinceles y brochas, labiales, bases y polvos compactos. También tiene máquinas de afeitar y hasta depiladores de cejas. Tanto mujeres como hombres pasan por este ritual de belleza. Y cuando hay orificios, producidos por heridas, los rellenan con una cera especial para mejorar la apariencia.
La señora ya está lista. Víctor la mira y sonríe. “Quedó bien bonita”. La levanta con fuerza –pesa unos 80 kilos y según él sí es cierto que un muerto pesa más que cuando estaba vivo- y la lleva hasta el ataúd asignado.
Es café, mide dos metros y aún conserva su aroma a roble recién cortado. Ya vienen por ella a llevarla a una sala de velación donde sus deudos, que la esperan, podrán pensar que no sufrió al morir.
El hombre, oriundo de Duitama (Boyacá), casado y padre de tres hijos, empezó como vigilante en la misma funeraria hace 11 años. Luego pasó a conductor, y hace siete años está en el laboratorio.
Con su primer muerto sufrió mucho, pues pese a tener el dictamen médico, se le ocurría la posibilidad de que estuviera vivo. Pensaba que podía tener catalepsia. Pero eso ya pasó, y hoy disfruta su oficio, en el que al día, llega a arreglar entre 10 y 15 cadáveres. Eso depende de la época. Hay mas muertos en quincenas y en temporadas como las vacaciones, dice.
“Hay mucha gente que repudia esta profesión, que siente asco y miedo, pero para mí ha sido una bendición”, asiente el sujeto, de estatura mediana y bigote despeinado.

‘Los muertos lo acompañan a uno’

-¿Qué es lo mejor de su trabajo?
-Sentir el agradecimiento de los familiares que, en medio de dolor, sienten un alivio gracias al trabajo que uno hizo con ellos. Es que los dejamos como si no hubieran sentido dolor, como si estuvieran dormidos.
-¿Y lo peor?
-Cuando tuvimos que arreglar a los niños del accidente del colegio Agustiniano Norte (fueron 21 los menores que fallecieron aplastados por una grúa). Al ver esos niños como quedaron, uno se imagina que pueden ser los hijos. Fue terrible.
-¿Es cierto que los muertos asustan?
-No, ellos lo acompañan a uno. A veces se siente como si lo estuvieran mirando o vigilando, se escuchan ruidos y se ven sombras. Yo sí creo que los espíritus de las personas recorren los pasos. Al principio me daba miedo, pero ya no.

‘Yo quiero que usted me arregle’
Hace frío en el laboratorio. A pocos metros de Víctor, uno de sus compañeros, Jorge Huérfano, trabaja en el cuerpo de otra señora. Precisamente a él, Víctor ya le hizo una recomendación especial. “Cuando me muera, quiero que usted me arregle”.
Ese tipo de sugerencias le traen malos recuerdos a Jorge, quien ya lleva 10 años en el oficio. Hace seis meses visitó a una tía enferma, y ella le pidió lo mismo. “Si le toca arreglarme, me hace pasito para que no duela mucho”, recuerda que le dijo de manera jocosa.
Una semana más tarde, apenas comenzaba su turno en la mañana con un primer cadáver, levantó la sábana que lo cubría y se dio cuenta de que era ella. No sabía que había muerto. Y pese al asombro y a la tristeza, tuvo que hacer su trabajo.
Algo similar hizo con su suegro. Sin embargo, el caso que más le ha dolido es el de un hermano al que él, por decisión propia, decidió embalsamar.
Jorge le tenía pánico a los muertos, aunque ya se había ganado la vida a costillas de la muerte.
Cuando trabajaba sacrificando cerdos en un criadero del sector de Fontibón, en Bogotá, se encontró con varios difuntos abandonados en los alrededores que se habían ido a la ‘otra vida’ de manera violenta. Eso le quitaba el sueño por semanas.
“Nunca me imaginé que terminaría en esto”, dice Jorge, pero aclara que no se arrepiente. “Adoro mi trabajo”.
-¿Qué ha sido lo más difícil de su oficio?
-Arreglar los muertos que llegan de Medicina Legal. Los que mueren en accidentes de tránsito, suicidio u homicidio, son muy complicados. Llegan destrozados y mejorar su apariencia es una gran tarea.
-¿Un caso que lo haya impresionado?
Una vez me tocó coser, parte por parte, desde los pies hasta la cabeza, a un hombre que descuartizaron.
Desde que está en el oficio, dice que valora mucho más su vida y la de su familia. Reconoce que era borrachín y pelionero, pero que al ver tantos muertos, a causa del alcohol y la pelea, hace rato no prueba trago.
-Si pudiera cambiar de trabajo, lo haría?
No. Con esto me he ganado la vida. Compré mi casita. Creo que esta es la misión que me puso Dios. Aquí han venido muchos a entrenarse en este trabajo, pero somos pocos los que aguantamos. Uno vive feliz, pero siempre anda de luto.

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