Los hijos de nadie
Los protagonistas de esta historia entraron de niños al sistema de protección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, por abandono o maltrato, y allí se hicieron adultos. Muchos son discapacitados. Así es vivir para siempre en hogares ajenos.
Publicado en EL TIEMPO el 18 de diciembre de 2008.
JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACTOR DE EL TIEMPO
Luz Ameida está muy feliz. Escucha su nombre por los parlantes y apura sus pasos, que se ven vacilantes porque la parálisis que tiene en el cerebro le atrofió su pierna derecha.
De la mano de Luzvi Molano, coordinadora de proyectos de la fundación Granahorrar –que trabaja con población discapacitada-, recibe un diploma. El primero que obtiene en sus 27 años de vida.
Luz Ameida participó en un curso en el que aprendió a elaborar joyas, a hacer empaques (bolsas de regalo y cajas) y escobas.
Por eso, ahora que ya se graduó, asegura estar preparada para enfrentarse de una vez por todas a la vida, y sueña con un empleo como empacadora de supermercado.
“Me gusta mucho la fundación (Renacer), pero es que llevo ya mucho tiempo”, cuenta Luz Ameida, ahora, no tan feliz.
Se acomoda el capul que geométricamente tapa su frente, y recuerda que cuando tenía ocho años entró al sistema de protección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf). Y desde entonces se la ha pasado de fundación en fundación, y seguirá viviendo en estas quién sabe hasta cuándo.
Ella no lo sabe con precisión, pero cree que su familia la abandonó. Sin embargo, así como anhela un trabajo que le permita independizarse, sueña reencontrarse con sus padres, hermanos, primos y tíos.
Pero reconoce que esas dos cosas con casi imposibles. “A las personas discapacitadas no nos dan empleo como a las normales, y si mi familia no me buscó hace tiempo, no lo hará ahora”.
Como Luz Ameida, 2.678 personas que llegaron al Icbf por maltrato o abandono de sus padres siendo niños, hoy, en la adultez, siguen dependiendo de la entidad. De estos, 1.074 tiene algún tipo de discapacidad y hay algunos que superan los 40 años de edad.
“Son hijos del Estado”, sostiene la directora del Icbf, Elvira Forero, y añade que están haciendo un acto de contrición con todos esos niños a los que dejaron crecer sin conseguirles un nuevo hogar.
Forero aclara que no los sacarán a la calle solo por el hecho de ser mayores de edad. “Eso sería improbable, inhumano. No tienen a nadie más”.
Los discapacitados como Luz Ameida, aunque se preparan en oficios varios, seguirán de por vida por cuenta del Estado. Y los que no lo son, están estudiando para enfrentarse al mundo por sus propios medios.
El anhelo de tener un hogar
Alexander Acosta también quiere un trabajo, pero que no le implique dejar la fundación en la que vive desde los 13 años. Hoy, tiene 27.
“La fundación me ha dado lo que mi familia no quiso, o no pudo darme. Es lo único que tengo”, narra Alexander con una voz que sale apretada y a veces enredada, producto de la parálisis cerebral espástica que padece, y que le impide mover sus piernas.
Malkis Reales, barranquillero de 24 años, también se hizo adulto en el Icbf, a donde llegó cuando tenía apenas dos años de nacido.
Pero su caso es distinto, básicamente porque no tiene ninguna discapacidad.
Siempre fue buen estudiante, y el Icbf decidió apoyarlo para que fuera a la universidad, como lo está haciendo con otras 170 personas en la misma situación.
Anualmente esa entidad, con el apoyo de empresas y universidades, invierte cerca de 300 millones de pesos en la educación superior de estos muchachos. Malkis se graduará de médico el próximo 15 de diciembre.
Cuando tenía ocho años tuvo la posibilidad de ser adoptado, pero no quiso porque tenía la ilusión de encontrar a su familia. En 1999 supo de ella, pero no logró estrechar vínculos.
Apenas se gradúe, dice, quiere casarse con su novia, tener varios hijos y formar un hogar como el que nunca tuvo.
Por su parte, José Luis acaba de cumplir 18 años y hace apenas dos meses, antes de llegar a la mayoría de edad, fue llevado a un hogar del Icbf porque su madre lo maltrataba físicamente. También tiene una parálisis cerebral que solo lo deja caminar apoyado en sus muletas.
Como lleva tan poco tiempo, no sabe qué va a suceder con su caso: si lo devuelven a su hogar, o si seguirá en la fundación donde vive, y en la que ha aprendido jardinería.
Si lo ponen a escoger, y lo apoyan, trabajaría como jardinero y viviría solo. Teme volver a los maltratos que recibía en casa.
Yeisson también tiene 18 años recién cumplidos, y el sueño de volver a ver a su madre se le hizo realidad hace poco. Le perdió el rastro desde hace 10 años, cuando ella lo dejó en un hogar del Icbf argumentando que no tenía cómo mantenerlo. Su caso también está por definir, pero él quiere volver al seno de su hogar.
Diana cursa cuarto semestre de derecho, también gracias al Icbf. Ella entró a la institución a los 12 años. Fue abandonada.
“A uno lo puede rechazar la pareja, un amigo o un extraño. Pero no la familia”, dice Diana, quien hoy comparte un pequeño apartamento con una amiga que conoció en una fundación -abandonada igual que ella-, y trabaja en la oficina de gestión humana del Icbf.
Hace poco volvió a saber de su madre y sus hermanos. Pero ella, aunque no juzga a nadie, reconoce que prefiere seguir viviendo sola. “Vivir sin hogar es muy duro, pero ya me acostumbré, y así vivo bien”.
Los protagonistas de esta historia entraron de niños al sistema de protección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, por abandono o maltrato, y allí se hicieron adultos. Muchos son discapacitados. Así es vivir para siempre en hogares ajenos.
Publicado en EL TIEMPO el 18 de diciembre de 2008.
JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACTOR DE EL TIEMPO
Luz Ameida está muy feliz. Escucha su nombre por los parlantes y apura sus pasos, que se ven vacilantes porque la parálisis que tiene en el cerebro le atrofió su pierna derecha.
De la mano de Luzvi Molano, coordinadora de proyectos de la fundación Granahorrar –que trabaja con población discapacitada-, recibe un diploma. El primero que obtiene en sus 27 años de vida.
Luz Ameida participó en un curso en el que aprendió a elaborar joyas, a hacer empaques (bolsas de regalo y cajas) y escobas.
Por eso, ahora que ya se graduó, asegura estar preparada para enfrentarse de una vez por todas a la vida, y sueña con un empleo como empacadora de supermercado.
“Me gusta mucho la fundación (Renacer), pero es que llevo ya mucho tiempo”, cuenta Luz Ameida, ahora, no tan feliz.
Se acomoda el capul que geométricamente tapa su frente, y recuerda que cuando tenía ocho años entró al sistema de protección del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf). Y desde entonces se la ha pasado de fundación en fundación, y seguirá viviendo en estas quién sabe hasta cuándo.
Ella no lo sabe con precisión, pero cree que su familia la abandonó. Sin embargo, así como anhela un trabajo que le permita independizarse, sueña reencontrarse con sus padres, hermanos, primos y tíos.
Pero reconoce que esas dos cosas con casi imposibles. “A las personas discapacitadas no nos dan empleo como a las normales, y si mi familia no me buscó hace tiempo, no lo hará ahora”.
Como Luz Ameida, 2.678 personas que llegaron al Icbf por maltrato o abandono de sus padres siendo niños, hoy, en la adultez, siguen dependiendo de la entidad. De estos, 1.074 tiene algún tipo de discapacidad y hay algunos que superan los 40 años de edad.
“Son hijos del Estado”, sostiene la directora del Icbf, Elvira Forero, y añade que están haciendo un acto de contrición con todos esos niños a los que dejaron crecer sin conseguirles un nuevo hogar.
Forero aclara que no los sacarán a la calle solo por el hecho de ser mayores de edad. “Eso sería improbable, inhumano. No tienen a nadie más”.
Los discapacitados como Luz Ameida, aunque se preparan en oficios varios, seguirán de por vida por cuenta del Estado. Y los que no lo son, están estudiando para enfrentarse al mundo por sus propios medios.
El anhelo de tener un hogar
Alexander Acosta también quiere un trabajo, pero que no le implique dejar la fundación en la que vive desde los 13 años. Hoy, tiene 27.
“La fundación me ha dado lo que mi familia no quiso, o no pudo darme. Es lo único que tengo”, narra Alexander con una voz que sale apretada y a veces enredada, producto de la parálisis cerebral espástica que padece, y que le impide mover sus piernas.
Malkis Reales, barranquillero de 24 años, también se hizo adulto en el Icbf, a donde llegó cuando tenía apenas dos años de nacido.
Pero su caso es distinto, básicamente porque no tiene ninguna discapacidad.
Siempre fue buen estudiante, y el Icbf decidió apoyarlo para que fuera a la universidad, como lo está haciendo con otras 170 personas en la misma situación.
Anualmente esa entidad, con el apoyo de empresas y universidades, invierte cerca de 300 millones de pesos en la educación superior de estos muchachos. Malkis se graduará de médico el próximo 15 de diciembre.
Cuando tenía ocho años tuvo la posibilidad de ser adoptado, pero no quiso porque tenía la ilusión de encontrar a su familia. En 1999 supo de ella, pero no logró estrechar vínculos.
Apenas se gradúe, dice, quiere casarse con su novia, tener varios hijos y formar un hogar como el que nunca tuvo.
Por su parte, José Luis acaba de cumplir 18 años y hace apenas dos meses, antes de llegar a la mayoría de edad, fue llevado a un hogar del Icbf porque su madre lo maltrataba físicamente. También tiene una parálisis cerebral que solo lo deja caminar apoyado en sus muletas.
Como lleva tan poco tiempo, no sabe qué va a suceder con su caso: si lo devuelven a su hogar, o si seguirá en la fundación donde vive, y en la que ha aprendido jardinería.
Si lo ponen a escoger, y lo apoyan, trabajaría como jardinero y viviría solo. Teme volver a los maltratos que recibía en casa.
Yeisson también tiene 18 años recién cumplidos, y el sueño de volver a ver a su madre se le hizo realidad hace poco. Le perdió el rastro desde hace 10 años, cuando ella lo dejó en un hogar del Icbf argumentando que no tenía cómo mantenerlo. Su caso también está por definir, pero él quiere volver al seno de su hogar.
Diana cursa cuarto semestre de derecho, también gracias al Icbf. Ella entró a la institución a los 12 años. Fue abandonada.
“A uno lo puede rechazar la pareja, un amigo o un extraño. Pero no la familia”, dice Diana, quien hoy comparte un pequeño apartamento con una amiga que conoció en una fundación -abandonada igual que ella-, y trabaja en la oficina de gestión humana del Icbf.
Hace poco volvió a saber de su madre y sus hermanos. Pero ella, aunque no juzga a nadie, reconoce que prefiere seguir viviendo sola. “Vivir sin hogar es muy duro, pero ya me acostumbré, y así vivo bien”.
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