El guión póstumo de Leo Garen




José Alberto Mojica Patiño
El Tiempo (Colombia)
21 de diciembre de 2006.
Cartagena de Indias.


Esta crónica es producto del taller de periodismo y literatura dictado por el maestro Francisco Goldman para la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, organización dirigida por Gabriel García Márquez.

Está muerto, pero no descansa en paz. Las carnes extintas de Leo Garen reposan sobre una bandeja en los cuartos fríos de la morgue del Instituto de Medicina Legal en Cartagena, desde hace 16 días. Ningún doliente ha ido a reclamarlo para darle cristiana sepultura. Es un muerto sin aparente derecho a velorio, ni a lágrimas. Tampoco a rezos ni sufragios. Ni una sola flor. Muerto sin luto.
Meses antes de advertir que quería quitarse la vida, comentó entre sus amigos que a cambio de un ataúd en un cementerio prefería que su anatomía inerte fuera calcinada en el horno crematorio de una funeraria. Anhelaba que la brisa cálida del caribe diluyera sus cenizas en la inmensidad del océano. No quería toneladas de tierra encima, ni gusanos engullendo sus despojos.
Proveniente de su natal Estados Unidos, Leo Garen llegó a Cartagena en el 2001, se enamoró de la ciudad y decidió que el ocaso de su vida transcurriría allí. En aquel entonces, los 66 años que llevaba a cuestas se reflejaban en su piel desgastada y surcada por las arrugas, por sus pasos desgastados, por sus respuestas lánguidas, saturadas de misterios y silencios.
Mujeres raizales que desquiciaban sus bajos instintos, calles plenas de balcones de flores coloridas, el mar susurrándole al oído, suelos empedrados, murallas y castillos. Era el lugar perfecto para ponerle fin a su desbocado trasegar, a sus días como guionista de películas desventuradas y de galán en decadencia; de sexo desenfrenado y noches en vela. Fin a su eterna y tormentosa melancolía. A su desahuciada y blandía virilidad.
Según reportes de las autoridades, su deceso se produjo en horas de la noche del pasado 6 de diciembre, a sus 70 años.
A las 7 de la mañana del día siguiente, una camarera del hotel Kokomo, en las paradisíacas Islas del Rosario – ubicadas a una hora de distancia de la ciudad, vía marítima-, halló el cuerpo sin vida de Leo Garen.
Estaba tendido en el suelo, las muñecas de sus manos presentaban varias cortaduras profundas y a su lado, en medio de un charco de sangre, flotaban dos máquinas de afeitar y un bisturí para cortar papel.
Al poco tiempo al complejo turístico, de aguas cristalinas y donde en medio de un acuario los turistas alimentan a los tiburones con peces recién muertos, arribó la Fiscalía a recoger el cadáver, que luego fue llevado hasta la morgue de Medicina Legal.
Al caer el día, las calles de la ciudad lucían esplendorosas. Era la tradicional noche de las velitas, víspera de la Navidad. Miles de velas iluminaban a Cartagena mientras las autoridades confirmaban su suicidio. Ninguna era para él.
Shirley Álvarez es una morena de caderas anchas, formas voluptuosas y caminar cadencioso. Es el tipo de mujeres por las que Garen deliraba y a quienes conquistaba con sus aires de ‘don Juan’ norteamericano. El extranjero seduce en el caribe colombiano. Y más en Cartagena, donde la prostitución se ha convertido en un dolor de cabeza para el gobierno local. Turismo sexual a la carta para los visitantes.
“Aunque tenía sus años, todavía conservaba su pinta, era muy elegante y coqueto. De joven debió ser muy atractivo”, confiesa sin ningún reparo la mujer, de 26 años y empleada doméstica del ambientalista cartagenero Rafael Vergara.
Leo Garen tenía una buena estampa. Ojos color miel, contextura corpulenta, 90 kilos de peso y 1.74 metros de estatura, facciones finas, una melena blanca pero ya descarpada, cejas espesamente pobladas y una cultura global con la que descrestaba a todo el mundo. Sobre todo a las mujeres que se llevaba a la cama. Muchas a la semana, a veces una cada día: entre nativas y prostitutas. A la que no le cobraba por breves instantes de placer, él le agradecía con dinero o regalos.
No fumaba, y pocas veces tomaba licor. Aunque admitía sin problema que de vez en cuando consumía marihuana para relajarse, sin ser un adicto consumado. Dijo haber nacido en un suburbio de Filadelfia (Pensilvania) y siempre llevaba en su cuello un cordón con una piedra volcánica en forma triangular. Una especie de amuleto. Nunca estudió una profesión. Se declaraba autodidacta.
En el restaurante El Bistró, de propiedad de un alemán y refugio para los extranjeros que viven en la ciudad, casi siempre ordenaba crepes de espinaca, helados, postres de manzana y uno más que le encantaba: picadura de abeja.
De sus frustrados matrimonios en Estados Unidos (tres) no surgió descendencia. Tampoco tenía hermanos, sólo algunos parientes a los que no veía hace mucho tiempo. Los mismos que lo criaron cuando su madre murió, cuando él tenía 10 años, y quien se separó de su padre cuando apenas pronunciaba sus primeras palabras.
Desde muy joven tuvo que ganarse la vida por su propia cuenta. Por un golpe de suerte ingresó a la selecta industria del cine, como utilero. Años más tarde empezó su incierta carrera como guionista.
Cuando Leo Garen y Rafael Vergara se conocieron, hace dos años largos, no pudieron evitar mirarse fijamente el uno al otro. Su parecido físico era tremendo. “Te pareces mucho a mí”, le dijo Garen a Vergara con su todavía enredado español. “Espanglish”.
Además de esa semejanza, compartían pasiones similares. El cine, la música y la literatura universal, al igual que un desprecio férreo por la institucionalidad que palpitaba trepidante en sus arterias, demarcaron el camino de una duradera amistad entre ellos dos.
No en vano, Garen se declaraba enemigo de las políticas imperialistas del presidente de su país, George W. Bush. Entre tanto Vergara, hijo de gobernador y descendiente de una familia prestante de la sociedad cartagenera, militó en las guerrillas del desmovilizado Movimiento 19 de Abril (M19), estuvo en el exilio durante 11 años en México y ahora se pelea con los gobernantes de turno en defensa de los recursos naturales.
En octubre, hace dos meses largos, Garen regresó de Estados Unidos luego de un viaje que no duró más de 45 días, aunque había prometido no volver. Dijo que se reencontraría con una ex novia que en Los Ángeles vivía en un barco, y que arreglaría asuntos pendientes con impuestos, con un carro y una casa que tenía en venta. También debía acercarse al sindicato de escritores de ese país, el mismo que le generaba los cuatro millones de pesos de su pensión mensual, dinero con el que sufragaba sus gastos, y que casi nunca eran suficientes.
Al llegar de nuevo a Cartagena se encontró absorto, solo y desvalido. El apartamento en el que vivía en plena Plaza de Bolívar, y en el que reposaban los afiches de las películas gringas en las que escribió guiones, con su nombre incluido y resaltado, ya lo habían arrendado.
Sus muebles y demás pertenencias las regaló días antes del viaje y tres meses atrás había terminado su relación con *Margarita, una esbelta morena (el tipo de Garen) con la que convivió durante tres años, y quien lo dejó porque no se aguantaba que fuera tan mujeriego. Dicen sus amigos que de todas las mujeres con las que estuvo (incluidas sus tres esposas), solo de Margarita se enamoró realmente.
Conservaba consigo, únicamente, su computador portátil, el mismo en el que seguía escribiendo guiones que supuestamente enviaba al Holiwood en el que fue flor de un día con películas y programas de televisión fracasados. En su laptop guardaba, además, un archivo de insinuantes fotografías de las mujeres con las que se acostaba, y que reflejaban su obsesión por el sexo, del que se declaraba adicto. Enfermo. Esas imágenes eran una especie de tesoro personal, culto a su ego de conquistador infalible.
Como no tenía donde dormir, buscó a su amigo Rafael Vergara, y le pidió que lo recibiera en su casa. Vergara, de 1.72 metros de estatura y abogado de profesión, 57 años, barba cana y pelo largo que forma una cola de caballo que llega debajo de los hombros, es la envidia de muchos que alguna vez en su vida soñaron vivir frente al mar. En su ventana se despliega imponente el océano, con sus playas blancas y sus aguas de colores y su aroma a sal.
No se pudo negar, y lo albergó durante tres días en el sofá de su vivienda. No había cuartos disponibles. Uno de sus hijos, Federico, productor de cine de profesión, estaba trabajando en el rodaje de la versión cinematográfica de una de las obras de Gabriel García Márquez, protagonizada por Javier Bardén: “El amor en los tiempos del cólera”.
Leo Garen perseguía a la muerte desde hace varios meses, pero esta le era esquiva. Estando con Vergara, le mostró sus muñecas. Varias heridas frescas todavía, en sus manos, como las del nazareno o como un pescado mal zanjado, evidenciaban que días antes, en su viaje fugaz a Estados Unidos, había intentado quitarse la vida.
Esas mismas marcas las volvió a abrir la noche en que se suicidó. Le explicó que cuando sus segundos se extinguían con la sangre que brotaba de su cuerpo, en un hotel barato de Los Ángeles, se arrepintió de morir y pidió ayuda. Los paramédicos lo salvaron, y el gobierno local lo internó durante varios días en un manicomio. Dijo también que regresó porque allá se sintió peor de abatido. “Haberme ido fue un error, regresar, también”, repetía entre sus allegados.
“Me confesó que ya no le encontraba sentido a su vida, que se sentía derrotado, solo, enfermo y sin ganas de seguir luchando”, narra Vergara, y agrega que mientras Garen le enseñaba las heridas aún abiertas en sus manos, le pidió que le consiguiera un revólver para no fallar una vez más en el intento por acabar con su existencia.
Después de pasar unos días al lado de Vergara, se hospedó en varios hostales de la ciudad, donde le lavaban la ropa y le daban dos de las tres comidas diarias a cambio de dos millones de pesos al mes.
Dos meses antes a Danny Corrales, un joven que podía ser su nieto (tiene 22 años) y quien se convirtió en su inseparable amigo luego de que no pudo conquistar a su madre (casada y con hijos), le pidió que le consiguiera un arma. Se la cambiaría por su computadora. Él se negó rotundamente.
“En los últimos meses, Leo repetía que ya no tenía sentido seguir viviendo, que quería morirse”, cuenta el muchacho, quien le ayudaba a manejar sus finanzas y quien le servía como traductor de su accidentado castellano.
Margarita, su última compañera sentimental estable, lo amaba con pasión y locura, pese a que cuando lo conoció tenía 31 años recién cumplidos. Podría ser su padre.
Al mes de estar juntos, se fue a vivir a su lado. “Me decía mi pajarita, me quería mucho. Era muy inteligente, me enseñó muchas cosas, hasta a hablar inglés”, dice la mujer.
Precisamente enseñar su idioma se convirtió en uno de sus pasatiempos, que distribuía con la lectura y el cine. En Cartagena creó un club (English Languaje Club), en el que compartía con estudiantes de inglés la práctica del idioma de lunes a viernes, en el restaurante de un amigo.
“Cuando nos conocimos, él me confesó que era maniaco-depresivo. Consumía 10 clases de medicamentos diferentes para manejar su depresión y para conciliar el sueño. Nunca pudo dormir sin la ayuda de esas pastas”, cuenta Margarita, quien en medio de su enamoramiento y del dolor de la traición, le perdonaba sus incontables infidelidades.
“Cuando me iba a trabajar, entraba a todo tipo de mujeres al apartamento. Yo lo perdonaba porque no me creía capaz de vivir sin él, además, él me decía que su apetito sexual era una enfermedad que se le salía de control, y yo le creía”, relata.
En mayo del 2005, Leo Garen tuvo la muerte soplándole la nuca. Estuvo hospitalizado durante dos meses en la clínica Medigel, en el exclusivo sector de Boca Grande, en Cartagena, que más bien parece una Miami chiquita. De ese tiempo, la mayor parte lo pasó en cuidados intensivos. Inconsciente.
Al parecer, una araña clavó su letal veneno en su mano izquierda. Con el paso de los días se recuperó y regresó a casa. Sin embargo, aquel incidente marcó el principio de su fatal desenlace.
Quedó débil, los recuerdos se fueron desvaneciendo de su memoria hasta olvidar las claves de sus tarjetas bancarias y la contraseña de su e mail. Sus robustas piernas se fueron quedando sin fuerzas, y se desplomaba con facilidad. Pero lo más grave para él fue descubrir que ya no podía complacer a las mujeres.
“Ya no se le paraba, y eso lo tenía muy afectado. Como si no tuviera 10 dedos y una lengua que sí le funcionaban. No aceptaba que ya estaba viejo, y que eso era normal”, comenta con desparpajo su amigo Rafael Vergara.
Su mujer, Margarita, lo dejó al poco tiempo de que su virilidad se tornara blandía e inservible. “No lo dejé por eso, lo entendía y le hacía chistes, pero con cariño. Me alejé de él porque no soporté más sus infidelidades”, advierte la mujer, secretaria de una cooperativa y quien regresó al seno de su madre y sus dos hermanas, y de su hijo, que hoy tiene 15 años.
Al sentirse solo en el mundo, sin familia ni motivos para seguir viviendo, el pasado 4 de diciembre Leo Garen emprendió rumbo hacia las Islas del Rosario. “Me dijo que pasaría allí unos días de descanso, y me dejó su computador”, indica Danny, su amigo y lazarillo.
Sólo cuatro días después, él y el resto de sus amigos supieron de su paradero. Lo hicieron a través de la prensa local, que reportó el suicidio de un guionista de cine norteamericano que se había cortado las venas.
En los reportes de los periódicos lo describieron como un escritor sin fortuna, relatando que sólo una serie televisiva en la que escribió varios capítulos, “I dream of Jane” (en español Mi bella genio), había arrojado buenos resultados.
Trabajar con directores famosos de la época como Jack Baran y con personajes ilustres como Norman Miller y el pintor Andy Warhol, no fue garantía de éxito. Era una estrella sin luz propia.
Películas que escribió y que llevó a la pantalla grande como “Hex” (1973), “Band of the Hand” (1986) y series de televisión como “Delvecchio” pasaron a la historia con más pena que gloria.
Rafael Vergara, Danny y Margarita, y otros cuantos amigos de Garen, intentaron sacar su cuerpo de la morgue de Medicina Legal para darle un entierro digno. No lo quieren metido en una nevera.
Sin embargo, desistieron porque debido a su origen norteamericano (aunque tenía nacionalidad colombiana, emitida por equivocación con la fecha 10 de mayo de 2036), no era posible enterrarlo, así no más, sin los trámites diplomáticos de rigor, que se han vuelto tediosos. También desistieron por temor a verse implicados en investigaciones judiciales. Es por eso que para quienes lo conocieron, él, aunque muerto, aún no descansa en paz.
Voceros de la entidad afirmaron que pese a las repetidas solicitudes hechas a la Embajada de Estados Unidos en Colombia, no han recibido ninguna respuesta ni solicitud para repatriar el cadáver.
Así que Leo Garen seguirá metido dentro de una fría nevera, para que sus carnes extintas no se pudran, mientras se decide qué hacer al respecto. Si pasa mucho tiempo, unos tres meses, será sepultado en una fosa oficial, sin deudos, ni lágrimas, ni flores, ni sufragios. Muerto sin luto.
A unos metros de su ‘tumba helada’, reposa el cadáver de otro norteamericano que, además de ser su paisano, padecía también de uno de sus lamentables males.
Es Michael Reynolds Brown, de unos 60 años y quien según informes de la policía, falleció de un infarto en una habitación del edificio Playa Mar, en el sector de El Laguito. Al parecer, ingirió una pastilla para aumentar su capacidad sexual, y sufrió un ataque al corazón que se lo llevó a la otra vida de un solo tajo. Dicen que su esposa no ha querido reclamarlo. Ni después de muerto le perdona haber buscado placer en otras mujeres.
Precisamente entre el 28 de octubre del año pasado, dos italianos, un canadiense, un francés, un griego, un sueco, un suizo y dos estadounidenses murieron en Cartagena en situaciones disímiles.
Cartagena, paraíso e infierno para los extranjeros. Vida y muerte a la vez. Meses antes de matarse, Leo Garen decía que todo lo que le pasaba era consecuencia de las cosas malas que había hecho. Nunca se supo a ciencia cierta a qué se refería. A esta historia aún no se le puede poner punto final.

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