Travestis, gays y lesbianas en las cárceles pagan más que una condena: la discriminación, el maltrato y el tormento de vivir un amor a medias.
JOSÉ ALBERTO MOJICA P.
REDACCIÓN VIDA DE HOY
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El guardia, lista en mano, llamó a Henry Romero con una voz tosca y amenazante. Romero acababa de llegar a la Cárcel de Máxima Seguridad de Cómbita (Boyacá), trasladado de la Modelo, de Bogotá.
Y él, que se refundía entre un tumulto de reclusos recién desempacados, contestó y alzó la mano derecha. “Presente. Pero dígame Yessica”.
Le cortaron el pelo, lo obligaron a vestirse de hombre, le botaron las faldas, blusas y tacones, y también el maquillaje. Estuvo 43 días en Cómbita –por allá en el 2003–, donde según este ibaguereño de 50 años, fue maltratado y perseguido por ser una travesti en una cárcel de varones.
Aunque no todo fue malo. Hizo amigos, entre estos, dos célebres reos: los hermanos Rodríguez Orejuela. Fue su peluquera y hasta jugó fútbol con ellos.
Yessica, nombre que asumió desde que empezó su transformación femenina hace más de 30 años y quien paga una condena por el homicidio de otra travesti (lleva 9 años de condena, le falta año y medio), asegura que aunque no todo es color de rosa para los reclusos homosexuales, hoy los penales son menos hostiles con ellos.
“Si es duro ser gay afuera, en la libertad, imagínese como es en una cárcel”, dice ella al confesar que durante sus primeros años de presa intentaron violarla muchas veces; la golpearon y la mandaron –siendo sana– para el patio de enfermos de tuberculosis y VIH. Pero hoy, dice orgullosa, es la reina y la peluquera consentida de los 6.100 presos de La Modelo. Y no solo son más tolerantes con ella, sino con las demás travestis.
Yessica tiene razón. La calidad de vida de la comunidad Lgbt (Lesbianas, gays, bisexuales y transgeneristas), en las cárceles, ha mejorado.
Así lo demuestra un estudio realizado por la Defensoría del Pueblo entre junio del 2008 y marzo del 2009 en establecimientos carcelarios de todo el país, hecho con el fin de establecer cómo es su situación desde la mirada de los derechos humanos. Encuestaron a 350 personas que se autodenominaron como miembros de esta población, y a otras 690 entre directivas y funcionarios de los penales.
Los indicadores de agresión sexual, aunque preocupantes, no son mayoritarios como se suponía (un 14 por ciento). El 67 por ciento afirmó que el sitio de reclusión es respetuoso de la dignidad humana. No obstante, el 61 por ciento admite que ha sido discriminado. Y aunque el Inpec demostró voluntad de mejorar las condiciones de esta comunidad, faltan escenarios para que puedan recibir, por ejemplo, la visita conyugal.
Aunque está permitida, es difícil de llevarse a cabo porque el único espacio disponible es la celda que comparten con otros dos o tres internos.
Arturo Dávila, funcionario de la Defensoría del Pueblo que participó en la investigación –la primera en su especie en el país– comenta que aún existen casos de abuso sexual, prostitución y pago de favores con servicios sexuales. Y claro, de violencia física.
Katty tiene 22 años y hace 10 meses llegó a La Modelo. Realmente se llama Arles Yecid y asegura que está presa porque la confundieron con otra travesti que prostituía a menores de edad en el sector de Santa Fe, en Bogotá, donde ella también vendía su cuerpo. Hace cuatro meses, cuenta, un interno la derrumbó y le partió una muela de una patada. ¿Por qué? Según ella, no ha accedido a las propuestas de cama de muchos de sus compañeros.
“Llamé a la policía judicial, pero por ser lo que soy no me prestaron ninguna atención. La herida sanó sola. Nunca me dieron ni una pasta para el dolor”, relata.
Katty, pelo crespo negro y ondulado, figura robusta y pechos incipientes producto de hormonas inyectadas, no es la única maltratada. En el informe de la Defensoría aparecen testimonios como estos:
“Somos objeto de burla y manipulaciones. A los travestis nos obligan a meternos un celular en el recto bajo amenazas. Nos tiran bolsas de orines, nos insultan y nos agreden verbalmente. Algunos guardias también lo hacen”.
Otras travestis dicen: “Me toca bañarme cuando todos ya lo han hecho porque ellos me quieren violar. “Los internos siempre dicen que es mejor matarnos porque somos peores que los asesinos”
Las lesbianas son más libres
El estudio evidenció que, al contrario de lo que sucede en las cárceles masculinas, con las mujeres hay más tolerancia y organización. Y en medio del encierro, nacen historias de amor que superan los límites de las rejas.
Se estima que el 60 por ciento de la población carcelaria femenina sostiene relaciones con otras mujeres, aunque muchas sean experiencias de lesbianismo transitorio debido a la soledad y al abandono de sus maridos y novios.
El de Paola y Willy parece un romance imposible. Aunque se ven todos los días, sus encuentros se limitan a un roce de manos, a una caricia leve en las mejillas y a un intercambio de cartas de amor.
Están en patios diferentes y solo pueden verse cuando Willy aguarda, tras los barrotes, a que ella pase rumbo al restaurante.
Willy –explica Paola–, se llama Patricia. “Es un chachito”, dice esta joven de 22 años, sindicada de rebelión, al explicar que su ‘novia’, desde hace un año, es muy masculina.
Willy le pidió que se ‘casaran’ en una notaría, para que les permitan compartir celda. Solo han podido tener intimidad un par de veces. Pero ella, madre de dos niñas a las que no ve hace 10 meses, dice que no está preparada para eso. Mientras tanto, van a pedir la visita conyugal mensual a la que tienen derecho.
“Siempre he sido una señora”, cuenta Rosalba, de 39 años, de los cuales ha pasado siete en prisión, por homicidio. Le faltan nueve.
Su marido, dice, nunca ha ido a visitarla. Y ella, que juraba que nunca tendría nada con otra mujer, se dejó seducir por una joven –menor que ella– que la conquistó con un chocorramo y una gaseosa. Llevan un año juntas. Viven en la misma celda.
Mientras transcurre esta entrevista, su ‘mujer’ llega corriendo. Le entregaron su carta de libertad. Se abrazan, saltan, lloran. Rosalba teme la soledad venidera: la ausencia de su amada. Ella prometió visitarla, y nunca olvidarla. Partió al día siguiente.
Carmen, ojos verdes, pelo dorado en forma de cola de caballo y mejillas rojas, lleva un suéter rosado con la palabra girls estampada en el pecho.
Conoció a Rocío hace tres años, en la cárcel de Pereira. Pero al poco tiempo a Rocío la trasladaron para Armenia. Carmen fue enviada al mismo penal y se reencontraron.
Sin embargo, un año más tarde, Carmen fue remitida para Bogotá. Rocío se quedó, salió en libertad y se vino para la capital detrás de ella.
No ha conseguido trabajo. “Nadie le da trabajo a una ex presidiaria”, cuenta Carmen.
Todos los domingos, a las 2:00 de la madrugada, Rocío arriba al Buen Pastor. Es el día de visitas. Todo un sacrificio de amor verdadero.
“Es muy duro estar privado de la libertad, lejos de la familia, de mi hijo (tiene seis años). Y también del amor. Pero cometimos un error, un delito, y hay que pagarlo. Esto no es un hotel”.
Carmen anhela que Rocío, en su libertad, la espere y le sea fiel. A ella le quedan aún 15 años de condena.
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